BEAD MEHLDAU- "Your Mother Should Know"- KEITH JARRETT TRIO- "Bye Bye Blackbird" (16-3-23).
Pocos días después de que murió mi mamá, Susy, leí que mi amigo Nico Pichersky recomendaba enfáticamente el nuevo disco de Brad Mehldau, un disco de piano solo, coincidentemente titulado, casi personalizado para la ocasión, “Your Mother Should Know: Brad Mehldau Plays The Beatles”.
Your Mother Should Know (“Tu madre debería saber”) es una canción de Paul McCartney que aparece en “Magical Mystery Tour”. Con la inmediatez propia del celular, en lo que se tarda de salir de Instagram y pasar a Spotify, le di “play” al disco. Desde entonces ya pasó un mes, y no paro de escucharlo. Una y otra vez, bajito, alto, prestándole atención plena o de fondo mientras hago otra cosa. Se cuela alguna otra música, brevemente (Garúa y La última curda, cantados por Goyeneche; algunas cosas de Piazzolla; Miles Davis, siempre, y los propios Beatles) pero este disco lo escuché todos los días; algunos días, varias veces. Y lo sigo escuchando, claro. No quiero decir que es “perfecto”, pero estoy muy tentado. Es impresionante. Estremecedor. Emotivo. Nostálgico. Optimista. Triste. Alegre. Oscuro. Iluminador. Viejo. Nuevo. Definitivo. Abierto. ¿Perfecto? Y… bueno, digamos que sí, perfecto.
Los primeros discos de Mehldau aparecieron hace treinta años, más o menos, a principios de los 90´s, y uno tras otro lo fueron colocando, con justicia pero también ayudado un poco por la industria, en el centro de la escena del jazz. Además de su enorme calidad, tenía todo: aunque nacido en Florida, se había formado en Nueva York y a esa altura era ya un hijo pródigo de la ciudad capital del jazz; blanco, con aspecto cool e intelectual moderno, y casi desinteresado, era a la vez respetuoso e irreverente con la tradición del jazz; su conocimiento de la música clásica y contemporánea, académica, estaba más que a la vista, y también, en un gesto generacional, Mehldau tocaba tanto standards puros del jazz y del cancionero norteamericano, como temas propios, de los Beatles, Radiohead o Nick Drake, entre otros.
A los críticos les encantan las comparaciones, así que rápidamente se empezó a decir que era el sucesor de Bill Evans. Luego, que era el nuevo Keith Jarrett (que además tuvo un período de inactividad por cuestiones de salud, justo en la segunda mitad de los 90´s, asi que el ascenso comercial de Mehldau encajaba perfecto, en una época en la que todavía se vendían discos). Ninguna de las dos cosas era del todo equivocada, pero definitivamente tampoco era del todo cierta, en especial la comparación con Jarrett, que tan grande le quedaba y le quedaría a cualquiera; quizá el pianista absoluto, Pelé, Maradona y Messi juntos, sentados al piano. De todos modos, la producción discográfica prolífica, segura, variada y llena de matices de Mehldau, como decíamos, ya de treinta años, fue dejando atrás por su propia fuerza las comparaciones del comienzo, mostrando que no tenían mayor sentido, y confirmando que Mehldau supo construir su propia voz y su propio sonido.
Hoy, con todo ese recorrido, dedica un disco entero a temas de los Beatles; ya había rendido versiones de temas beatles antes, pero no en forma “orgánica” o exclusiva como en este disco; obviamente tan sólo un puñado dentro de un repertorio tan extenso, pero la selección es tan perfecta -el resultado de esa selección- y tan plena la ejecución, que al terminar el disco quedamos tan satisfechos que no pensamos en qué otros temas de los Beatles querríamos escuchar tocados por Mehldau al piano; no, lo que queremos es escuchar el disco otra vez. Y otra. Y redescubrir canciones que creíamos conocer tanto. Y ahí vemos que más allá de todas las definiciones, categorías, y conceptos posibles, la magia del jazz en definitiva es eso: permite a través de la improvisación y de las libertades de las que goza el ejecutante, sacar la obra original de su marco temporal. Abrir una dimensión nueva, o varias dimensiones nuevas, ahí donde parecía que ya estaba todo dicho y que no había nada más que agregar.
Aunque todos los temas son bien conocidos, hay algunas elecciones curiosas, que sorprenden. No quiero spoilear nada para quien no lo escuchó aún, y en tal caso sugiero ni mirar la lista de temas, sino dejar que vayan apareciendo, y sorprendiendo. Hay miles y miles de versiones y re-versiones de temas de los Beatles, en el formato que se nos ocurra. Salvo algunas honrosas excepciones, muy muy pocas, lo que termina ocurriendo es que queremos ir corriendo a escuchar las originales. Las versiones de Mehldau, en cambio, están llenas de aciertos, y si bien no podemos decir que las vuelve “nuevas” por completo, porque no se trata de eso, de eliminar su identidad y sustituirla por otra, lo que hace, al tomarse la libertad de jugar con las armonías y de improvisar en líneas armónicas y melódicas que hasta ahora estaban ocultas, es descubrir un mundo sonoro sorprendente dentro de cada canción. Y además lo hace respetando bastante el formato “canción”, sin caer en la tentación de larguísimas improvisaciones en las que se termina perdiendo el rastro del tema original. Así, bullen a través del piano influencias variadas, como el blues, el gospel, Bach (no sorprende porque hace unos años Mehldau le dedicó también un disco entero, After Bach, en el que intercala composiciones propias con piezas del homenajeado), destellos de Brahms, ciertamente algo de rock más “pesado” que el de los muchachos de Liverpool, por supuesto que mucho jazz y, en un gesto sorprendente para los argentinos de cierta edad, un pedacito de una melodía entrañable de nuestro Charly García. Claro que es casualidad, pero tiene sentido; no porque Mehldau haya escuchado a Charly (y menos aún a Sui Géneris, pues de ahí es la canción, que a propósito no digo cuál es, ni en dónde aparece en el disco) sino porque Charly era fanático de los Beatles, de quienes siempre dijo que le cambiaron la vida en el instante en que los escuchó, y por quienes dejó de estudiar música clásica y se dedicó al rock y a escribir canciones. Los dos pianistas se embriagaron alguna vez de esa misma fuente, y se termina notando en lo que tocan, cada uno por su lado en lugares y épocas distintas. Tiene sentido.
Entre los muchos, muchísimos músicos con los que tocó Mehldau a lo largo de los años, estaba Wayne Shorter, saxofonista y compositor que murió el 2 de marzo, a los 89 años. Shorter estaba en esa pequeña lista de “grandes del jazz”: fue un compositor original e influyente, que ayudó a darle forma al hard-bop en los 50, con Art Blakey and The Jazz Messengers, y escribió grandes temas que hoy son standards y forman parte del repertorio universal del jazz; tocó en el segundo quinteto de Miles Davis en la década siguiente, uno de los mejores grupos de la historia del jazz (para muchos, “el” mejor), y después, ya en los 70´s, formó Weather Report, esa banda fenomenal que unió para siempre al jazz y al rock, con la cual recorrió el mundo entero (incluida la Argentina). En los últimos veinte años volvió a dirigir uno de los mejores cuartetos del jazz contemporáneo (con el que también vino a la Argentina), y hace algunos años estaba más dedicado a la composición de obras largas y más complejas (hablamos de uno de sus últimos trabajos acá, hace un tiempito).
Como (siempre siento que) corresponde, cuando me enteré de la muerte de Shorter, quise ponerme a escuchar su música. Los últimos discos, muy interesantes, no encajaban con mi estado de ánimo, y requerían un esfuerzo y concentración de los que carecía. Fui a sus primeros discos como solista, discos legendarios grabados para el sello Blue Note: Night Dreamer, Adam´s Apple, Speak No Evil, Juju. Son todos maravillosos, grandes discos con grandes temas que recomiendo definitivamente, pero acá también, por algún motivo difícil de discernir, esta música tenía (tiene) una energía que tampoco coincidía con mi estado de ánimo. Pero entonces, ¿cómo homenajear al tan querido Wayne?
Fui a mirar entre los discos y ahí lo encontré, me pareció el más apropiado por varios motivos, encajaba perfecto con el “homenaje” que quería rendirle a Shorter, y también con lo que hacía ya unos días venía escuchando casi sin parar, el disco de Mehldau, y con mi estado de ánimo.
“Bye Bye Blackbird”, grabado en un solo día de octubre de 1991, es el disco tributo-despedida del trío de Keith Jarrett, Jack DeJohnette (batería) y Gary Peacock (contrabajo) a Miles Davis, quien había muerto tan sólo unas semanas antes, en septiembre de aquel año. Los tres habían tocado con él (aunque Peacock solo ocasionalmente) y de algún modo habían salido del “semillero” de Miles Davis (por el que antes que ellos había pasado, aunque ya traía mucho recorrido propio, justamente, Wayne Shorter).
El disco podría ser uno más entre los tantísimos que grabó el trío (prácticamente todos superlativos) desde que nació en 1983, dedicado a tocar clásicos del jazz, standards, pero éste se distingue rápidamente por dos rasgos: en la tapa hay una foto entre sombras con el contorno de la figura de Miles, de espaldas, y el “librito” del cd trae unas breves reflexiones, firmadas por los tres músicos, pero que, cabe suponer, las escribió Jarrett. Digo que es una rareza porque Jarrett nunca incluía ningún texto en sus discos. Habla allí de cómo Miles “siempre venía del silencio, con las notas existiendo en una pureza absoluta”. “Quedamos todos con un gran vacío, sigue, en el que cada improvisador debe preguntarse sobre la pureza de su deseo. Miles era una piedra angular, demostró la impotencia de los “tecnicistas”, y la potencia del deseo puro. Siempre necesitamos de las piedras angulares, para que el reflejo ilumine nuestros caminos”.
En mi humilde opinión, el trío Jarrett-DeJohnette-Peacock es el mejor trío de todos los tiempos, y más allá de la carga emotiva, que se percibe a lo largo del disco, “Bye Bye Blackbird” trae como siempre música de un nivel simplemente extraordinario, con una combinación que el tiempo demostró simplemente perfecta: Peacock manteniendo todo funcionando, centrado y bajo control, DeJohnette desplegando una variedad rítmica y de colores, de adornos y embellecimientos siempre al servicio del ritmo, y Jarrett lanzado a improvisar, haciendo infinitas nuevas versiones de los clásicos, una más bella y potente que la otra. Acá se incluye una sentida versión de la balada You Won´t Forget Me, y dos originales del trío: For Miles, una larga balada, triste, abstracta, por momentos casi sombría, de casi dieciocho minutos, que está llena de silencios y en la que las tensiones se van armando muy de a poco, con pinceladas muy sutiles y a la vez profundas. El otro tema original, una improvisación final del trío, es Blackbird, Bye Bye, una coda breve, más bien sencilla y con cierto tono alegre, con la que cierran la despedida, despedida que ahora, en esta escucha, está dedicada a Wayne Shorter.
Y también a Susy, mi mamá, a quien le encantaba la música, toda la música, especialmente la ópera pero también la música clásica, el tango, Sandro, los Beatles (“eran de mi época” aclaraba), y por supuesto, el jazz. Desde que empecé a escribir estas reseñas, nunca supe cuánta gente ni quién las leía (o lee), pero sí sabía que mi mamá las iba a leer, sin falta (y mi amigo Andrés, también). Y las leía, porque uno o dos días después me mandaba, por escrito, un comentario. Siempre.
Brad Mehldau cita en el disco dedicado a los Beatles (no dije que está grabado en vivo) al crítico literario Harold Bloom, quien se pregunta en “El canon occidental” por qué algunos libros perduran y se convierten en clásicos. La respuesta, y por eso la omito, a mi, al menos sacada del contexto de lo que debe explicar Bloom en su libro, no me convence.
En el caso de la música, un buen test es que las obras -la composición, el tema- puedan ser tocadas no sólo por artistas distintos de sus creadores, sino además en formatos distintos de aquellos en las que fueron concebidas originalmente (un trío o quinteto de jazz, un cuarteto de rock, etc.) y que la obra suene distinta pero mantenga su identidad, suene nueva pero reconocible, y que al menos mantenga -y, mejor todavía- gane, una nueva fuerza. Es lo que pasa con las composiciones de Wayne Shorter, y con las de los Beatles, claro.
Mejor que Bloom (y así lo entendió el propio Mehldau, porque por algo eligió éste tema y no alguno de los otros como título del disco, aunque después no pudo resistir la tentación de darse aires intelectuales), con más sencillez y ciertamente, desde el corazón, lo explica Paul McCartney en la letra de Your Mother Should Know:
Let's all get up and dance to a song
That was a hit before your mother was born
Though she was born a long long time ago
Your mother should know (your mother should)
Your mother should know
Sing it again
Let's all get up and dance to a song
That was a hit before your mother was born
Though she was born a long long time ago
Your mother should know (your mother should)
Your mother should know
Lift up your hearts and sing me a song
That was a hit before your mother was born
Though she was born a long long time ago
Your mother should know (your mother should)
Your mother should know
Levantémonos todos y bailemos una canción
que fue un éxito antes de que tu madre naciera
aunque ella nació hace mucho, mucho tiempo
tu madre debería saber [tu madre debería]
tu madre debería saber [saber]
Canta de nuevo
Levantémonos todos y bailemos una canción
que fue un éxito antes de que tu madre naciera
aunque ella nació hace mucho, mucho tiempo
tu madre debería saber [tu madre debería]
tu madre debería saber [saber]
Alégrense y cántenme una canción
que fue un éxito antes de que tu madre naciera
aunque ella nació hace mucho, mucho tiempo
tu madre debería saber [tu madre debería]
tu madre debería saber [saber]
tu madre debería saber [tu madre debería]
tu madre debería saber [saber]
Un clásico entonces tiene que haber sido un hit ya antes de que nuestra madre naciera, y además, no nos hagamos los que las sabemos todas, dice Paul, porque la que sabe, es la madre, que ya la vivió.
En el disco tributo-despedida, Jarrett y sus socios incluyeron temas que Miles Davis gustaba tocar, o que por algún motivo podían asociarse con él, pero, nuevamente, no creo que fuera casualidad que el tema Bye Bye Blackbird, el adiós a un pájaro negro, fuera el elegido para darle título. Ya era un viejo tema de treinta años o más cuando Miles lo grabó y lo versionó con John Coltrane en “Round About Midnight” (1956) y sin embargo vuelve a recobrar toda su frescura en la nueva versión del trío, otros treinta y cinco años más tarde, mostrándonos que eso es justamente un clásico. Un tema que ya era un hit antes de que nuestra madre hubiera nacido.
Buscando conexiones, (reales o inventadas, pienso que de verdad no importa) todo va quedando unido de algún modo, Los Beatles, los clásicos del jazz, Keith Jarrett, Charly García, Brad Mehldau, Wayne Shorter, y mi mamá, nuestra mamá, todas las mamás. ¿No son eso los clásicos, finalmente? ¿Esas obras geniales, viajeras del tiempo, de las circunstancias de época y de las generaciones atravesadas por distintas emociones? ¿Ese lugar cálido, siempre protector, al cual siempre, real o imaginariamente, podemos volver? A estar en silencio como gustaba Miles, o a charlar de lo de siempre, o a charlar de lo nuevo, de lo que acaba de ocurrir, y también de lo que todavía no ocurrió, como enseñan cada uno a su modo Miles, Jarrett, Mehldau, Shorter y los Beatles. Por eso es que Paul canta, y nos manda a mirar en esa piedra angular universal de la que hablaba Jarrett, sin que importe el tiempo, que siempre es relativo, ni las épocas y sus gustos, que van y vienen: “tu madre debería saber”. Y tiene razón, porque las madres, estén o no estén, son como los clásicos, y siempre saben, y siempre van a estar ahí, para iluminar el camino.
Your Mother Should Know: Brad Mehldau Plays The Beatles:
https://open.spotify.com/album/6w9YYlUOAu5gtirkVUZQFT?si=I__8yQ04R92v4ZodkADF1w
Bye Bye Blackbird:
https://open.spotify.com/album/16djDDgFboJJaZqw59XTcI?si=3WzofhP2TdiF3jDBS2XDzA
GAL COSTA- Live at the Blue Note (11-11-22).
“Gal Costa siempre fue una cantora polémica en varias fases de su carrera”, escribió el periodista brasileño Rodrigo Faour en el pequeño ensayo que acompaña el disco doble Gal Costa interpreta Caetano Veloso, una recopilación de 36 canciones grabadas entre 1967 y 1983, editada en 2005. “Sus fans siempre se han peleado por defender la fase que más les gusta. Cada uno defiende la suya. Hay quienes prefieren la fase inicial, más tropicalista, otros la fase setentista, en que realizaba shows guitarra en mano, mirando fijo a la audiencia, como seduciendo… Cuando estrenó Galtropical, en 1979, otra cantora apareció, más sensual y show-woman, a quien el público gay abrazó y aclamó… En los años 80 fue una gran vendedora de discos a bordo de proyectos populares, siendo descubierta por un público más amplio… Finalmente, están los que se identifican con la cantora más cool, de los años 90 para acá. Más o menos explosiva, más o menos “pop”, más o menos digerible para el gran público. Todos pueden tener su Gal preferida, pero siempre es una diva.”
Casi un año después, en mayo de 2006, a sus 61 años, Gal Costa cantó por primera vez en uno de los clubes de jazz más conocidos y prestigiosos del mundo, el Blue Note de Nueva York, acompañada por un pequeño grupo (guitarra acústica, contrabajo, batería y saxo) y si bien sería una exageración decir que inició una nueva “fase” en su carrera, sí mostró, a una audiencia que seguramente no era parte de su público habitual, una más de sus múltiples facetas y habilidades: la de cantar bossa nova y jazz. Claro que Gal ya había incluido en sus repertorios previos canciones de Jobim y de bossa nova en general, pero acá, en este contexto, novedoso para ella (un club chico, con poca gente - “siento que estoy en living de sus casas”, se la escucha decir en un momento) y con un grupo también pequeño, suena bien distinto, mucho más cercana al formato de la cantante de jazz clásica, con una intimidad y una cercanía que la grabación en vivo capta a la perfección. La calidad del sonido es excelente, a Gal se la escucha hablar con la gente, feliz de estar ahí, haciendo chistes, y también se escucha y se percibe el entusiasmo y la alegría del público, que se suma a cantar en más de una canción.
El grupo suena impecable (quizá el saxo cae en algún que otro lugar común al improvisar, pero nada muy grave), y Gal canta relajada, con un swing tan delicado como firme, que parece que se va quedando atrás del tempo, pero no, está donde tiene que estar; con pasión y encanto sublimes, y con esa voz única, quizá un poco más “rasposa” a esa altura, y que a esta música le calza perfecto.
Las figuras de Tom Jobim y de Joao Gilberto, padres de la bossa nova (ese destilado maravilloso del samba brasileño de finales de los 50, que no tiene relación con la zamba de nuestro folclore) sobrevuelan casi todo el repertorio, y hay varios de sus clásicos para disfrutar: Desafinado, Wave, Corcovado, Chega de Saudade, A Felicidade, entre algunos más. Fueron ellos justamente los que transformaron el samba, básicamente un ritmo y un baile callejero y lo convirtieron en algo nuevo: tomaron ese ritmo básico y por un lado lo llenaron con armonías sofisticadas del jazz, a la vez que reformularon el pulso simétrico y parejo del baile original y lo hicieron asimétrico, más sincopado y más complejo, pero también más blando, con swing y a la vez con una fluidez casi hipnótica.
Fue el guitarrista Charlie Byrd, en una gira por Latinoamérica en 1961 (que incluyó a la Argentina) quien escuchó las innovaciones de Jobim, Gilberto, Luis Bonfa, el poeta Vinicius de Moraes y otros, con las que quedó simplemente fascinado. Cuando volvió a los Estados Unidos, llamó al saxofonista tenor Stan Getz y lo convenció de grabar juntos un disco con varios temas de lo que ya se conocía como bossa nova. El título del disco, que fue un éxito impresionante, es elocuente: Jazz Samba. Un nuevo estilo dentro del jazz acababa de nacer, y aunque fue idea de Byrd y ambos están en la tapa del disco, todo el crédito fue para Getz. Menos de dos años después llegaría la versión definitiva -e insuperable- del nuevo estilo: el disco titulado simplemente Getz/Gilberto, con el saxofonista oriundo de Filadelfia y el guitarrista y cantante de Río en una comunión notable y única, con Jobim aportando todas las composiciones y sentado al piano, y una reveladora Astrud Gilberto (la esposa de Joáo) quien, a pesar de no ser cantante profesional y nunca haber grabado ni una canción, quedó en el disco con las ya inmortales versiones en portugués y en inglés de Corcovado y Garota de Ipanema (se cuenta que fue idea de Getz que Astrud cantara -y que terminara apareciendo en el disco- y que a Joáo no le gustó nada, al punto que tiempo después se terminaron separando). Getz/Gilberto fue y sigue siendo uno de los discos más vendidos y conocidos dentro y fuera del jazz; editado en 1964 en algún momento compitió en los rankings con A Hard Day´s Night, de Los Beatles, y fue sin duda el que estableció la conexión definitiva, el maridaje, de la música de Brasil con el jazz.
En esa misma tradición es que se encuentra Live at the Blue Note, con una Gal espléndida y revitalizando canciones tantas veces cantadas, tomándose un respiro, o quizá tomando envión, para los proyectos más innovadores que iba a consumar en los años siguientes, como Recanto (2011) o A Pele do Futuro (2018), discos con música electrónica, pop y música disco, bailable y moderna. La obra de Gal Costa es por supuesto mucho más rica y variada que lo que muestra el disco que elegimos, y algunos hasta podrían decir con buenos argumentos que no es más que una nota al pie en una discografía tan colorida, por momentos exuberante, fogosa y siempre apasionada. Pero lo cierto es que entre tanta música buena que hay por todos lados, acá tratamos de abrir una ventana hacia el jazz y sus múltiples universos, y no podíamos dejar de compartir esta joya. Nos confirma que la elección es correcta la propia Gal, que en medio de sus canciones de bossa nova rinde versiones hermosas de dos clásicos del jazz “cantado”: I Fall In Love Too Easily y As Times Goes By.
El disco es también un caleidoscopio en miniatura de paisajes y sensaciones, de la tristeza (que “no tiene fin”) de A Felicidade, a la amargura resignada de As Time Goes By; la noche tropical de Corcovado, o la erótica suavidad de Garota de Ipanema. Con su fraseo perfecto, su encanto y su voz únicos, Gal se apropia de un repertorio ya añejo y lo hace suyo, sólo para, como hizo siempre con su música, regalarlo otra vez y dejar que lo disfrutemos.
Live at the Blue Note:
https://open.spotify.com/album/1xu8wnBA119lcZvcBDJepl?si=e-uHF65VTjWVHaqW23kUqQ
Getz/Gilberto:
https://open.spotify.com/album/73ZRKdD3Ds43IjHrhKgucY?si=TvtVIDXEQnWlsOA7U_g00A
PAT METHENY: From This Place (21-10-22).
El guitarrista y compositor Pat Metheny volvió a Buenos Aires para brindar dos conciertos a sala llena en el Gran Rex con su grupo, después de veinticinco años desde su última visita. Tocaron por casi casi tres horas seguidas, y Metheny, a sus 68 años y con su melena heavy-metal ochentosa intacta, parecía no cansarse nunca. Todavía con la energía del concierto resonando fuerte, hacemos un repaso por algunos hitos de este artista tan especial, y del disco que grabó hace dos años con estos mismos músicos.
Bright Size Life, grabado a finales de 1975 para el entonces incipiente sello alemán ECM (que en unos pocos años se convertiría en uno de los sellos más prestigiosos en el jazz y en la música contemporánea en general), fue el disco debut de Metheny como líder, apenas pasados sus veinte años, marcando el inicio de una de las más fructíferas y variadas trayectorias de los últimos cincuenta años del jazz.
En trío con Jaco Pastorious en bajo eléctrico y Bob Moses en batería, el disco suena hoy tan vigente e interesante como entonces, a más de cuarenta años de su grabación. Es impactante reconocer ya el sonido personal de Metheny en la guitarra, y su manera tan característica de improvisar y de construir sus solos. Jaco Pastorious desparrama capas de armonías y Metheny, todavía más contenido y dentro de límites más previsibles, despliega su imaginación con frases afiladas, angulares. Casi todos los temas son propios, viñetas en las que los paisajes, las planicies y cielos abiertos de Missouri, parecen ser el punto de partida para las improvisaciones, una temática recurrente en Metheny (en especial en el disco con Charlie Haden, mencionado más adelante), lo cual se refleja en la música con frases abiertas y una guitarra que parece ir flotando en una superficie despejada; hay también una versión de un tema de Ornette Coleman (ver más abajo) que da la pista de que el joven Metheny ya estaba abriendo sus orejas a sonidos más intrépidos y osados.
Tan hijo de los Beatles como de los elegantes guitarristas de jazz de los años 50 y 60, del jazz de Miles Davis y del Free-jazz de Ornette Coleman, de la música country de Missouri, de Jimmy Hendrix, y de la electrónica que empezaba a ganar cada vez más lugar, el terreno natural para Metheny fue el de la fusión. Una fusión siempre anclada en el jazz -sobre todo en su sonido con la guitarra- que le permitió asomarse a sonoridades muy variadas y asimilarlas todas, (casi) siempre con elegancia, sensibilidad y profundidad.
A poco del debut solista, Metheny se juntó con el tecladista Lyle Mays (falleció en 2020) quien fue su principal socio y colaborador por más de treinta años, no sólo en la composición sino en la construcción de un sonido colectivo, ideal para un grupo más numeroso. El trío original se fue agrandando y ya a principios de los ochenta estaba formado el Pat Metheny Group, con el que Metheny terminó por explotar en popularidad y en éxito comercial, convirtiéndose en una de las figuras dominantes de la escena, y en el que brilló por algunos años -mediados y fines de los 80´s y principios de los 90s, “nuestro” Pedro Aznar, en discos como Letter From Home y el grabado en vivo, Road to You.
El Pat Metheny Group (PMG) se convirtió en un éxito impresionante, con giras por todo el mundo -incluida la Argentina: con un sonido amplio, abierto, cargado de teclados y sintetizadores, baterías programadas, bajos eléctricos, percusión variada y cierto “toque” latino -aportado justamente por Aznar y músicos brasileños que pasaron por el grupo- moviéndose en dosis exactas entre el rock y el jazz, Metheny borró por un tiempo toda frontera posible entre estos géneros, superando la maldición de esas mezclas en las que las partes originales terminan diluidas, y encontrando, por el contrario, un sonido nuevo, resultado del revuelto pero original y movilizante. Rápidamente el grupo (aunque algunos nombres, salvo Lyle Mays, fueron cambiando a lo largo de los años) se convirtió en una máquina perfecta, y en el “colchón” de sonido ideal para que Metheny soleara a sus anchas y con total libertad. Aunque algunos lo criticaron por superficial, esta época y este sonido de Metheny han superado tranquilamente el test más implacable: el del paso del tiempo. Los discos siguen sonando interesantes, intensos por momentos, con grandes temas y buenas melodías, y sin duda forman parte también de la banda sonora, para más de una generación, de aquéllos años 80´s. Last Train Home, uno de los temas más conocidos de esta época sigue siendo igual de pegadizo, emocionante y por qué no, épico también (para destacar, una vez más, las contribuciones de Aznar). Lo mismo que Better Days Ahead o Beat 70 (todos éstos y varios otros temas de aquéllos discos fueron incluidos en los conciertos del Gran Rex). El escenario, las giras, tocar en vivo, se convirtieron en el hábitat natural para el PMG, donde podían desplegar todo su arsenal de recursos, y una energía explosiva y abrumadora, más parecida a la de un grupo de rock que de jazz. Los recitales terminaban con todo el mundo parado y bailando.
Además del PMG, Metheny siempre tuvo proyectos paralelos, y por eso su discografía es tan amplia y variada, e imposible de referir acá. Incluye un disco de Free-jazz, Song X con uno de los padres de ese estilo, Ornette Coleman, que es una zambullida a cara descubierta en las olas más feroces de la música del siglo XX, y muy -muy!- difícil de escuchar; discos de solo guitarra, de pura improvisación o de piezas clásicas, discos en dúo -memorable, único, el grabado con el contrabajista Charlie Haden, Beyond the Missouri Sky, un catálogo de joyas-, en trío con contrabajo y batería como al principio de su carrera pero más energético y modernizado (Trio 99-00), a dúo con el pianista Brad Mehldau (Metheny Mehldau), a dúo con John Scofield (I Can See Your House From Here), y tantos más, sin contar (porque son incontables) sus participaciones en discos de otros músicos, incluida su colaboración con David Bowie, de la que salió el ya clásico This is Not America.
Cada uno tendrá su formato o período favorito, pero la trayectoria de Metheny está más allá de cualquier encasillamiento, y lo cierto es que hoy, a sus 68 años, muestra a un artista que siempre buscó nuevas formas y nuevos sonidos, que nunca titubeó a la hora de experimentar y tomar riesgos, como tampoco en buscar en formatos más austeros e íntimos, verdaderos diálogos llenos de inteligencia, humor, gracia y reflexión, ya sea con amigos y mentores (Burton, Haden, Dave Holland), colegas guitarristas (Scofield) o jóvenes de las generaciones siguientes (Mehldau, el trompetista Cuong Vu).
De sus discos más recientes (hay varios, solamente en los últimos dos o tres años!) vale la pena concentrarse en From This Place (2020) no solamente porque es un gran disco y quizá, hasta ahora, su obra cumbre, sino porque además lo grabó con los músicos con los que tocó en el Gran Rex y que lo acompañaron en esta gira latinoamericana (interrumpida justo antes de la pandemia y retomada ahora) que incluyó Uruguay, Chile, Brasil, Perú y México: el pianista galés Gwilym Simcock, la contrabajista australiana de origen malayo Linda May Han Oh, y el baterista mexicano Antonio Sanchez (que viene tocando con Metheny desde hace ya veinte años), los tres mucho más jóvenes que él.
Metheny había salido de gira con estos músicos entre 2016 y 2019, tocando en vivo temas de su largo repertorio personal, incluidos los más conocidos. Tocaron cientos de conciertos juntos en giras por Estados Unidos y Europa, hasta fundirse los cuatro en un grupo perfecto. Sin embargo, cuando llegó la hora de encarar un nuevo disco, Metheny optó una vez más por salirse de lo ya conocido y probado. Con el cuarteto a esa altura sonando en completa comunión -tal como lo escuchamos en Buenos Aires- sorprendió a todos entregando diez composiciones nuevas, un día antes de entrar a estudios. Él mismo contó que Ron Carter, bajista de Miles Davis en el fabuloso quinteto de los años 60, le había contado cómo trabajaba Miles en aquélla época: el quinteto salía de gira, tocaban y tocaban, y cuando ya tenían totalmente incorporado cierto repertorio y lo tocaban de punta a punta con total naturalidad, llevaba al quinteto a grabar… material totalmente nuevo. Miles quería que esa profundidad y comunión que el quinteto alcanzaba con los temas ya conocidos se impregnaran también a la música nueva. Metheny hizo exactamente eso: llevó las composiciones recientes en las que había estado trabajando, y además para darle una dimensión más expansiva al cuarteto, convocó a un percusionista, a la cantante Meshell Ndegeocello (que hace aportes muy medidos y puntuales, agregando voces, no cantando letras, salvo en la muy delicada versión del tema que da título al disco) y, lo más distintivo, a una orquesta sinfónica. Con estos agregados, consciente de ello o no, Metheny mantuvo el sonido del cuarteto, pero al expandirlo -con voces y percusión- lo acercó al sonido del Pat Metheny Group de los ochentas, y al sumar a la orquesta, lo acercó también a sus incursiones en la música clásica y en la música para películas.
No es la primera vez que que Metheny graba con una orquesta (Secret Story) pero en este caso está claro que el núcleo está en el cuarteto y su sonido propio, y que la orquesta, perfectamente ensamblada con ese sonido, es un complemento, que viene a reforzar climas, atmósferas, regular intensidades y proyectar con más profundidad algunos pasajes puntuales de la música. Lo mismo ocurre con los músicos invitados y sus intervenciones, acotadas, y en las reminiscencias, o mejor dicho, referencias, al sonido del Pat Metheny Group ya clásico. Claramente, From This Place tiene todo un desarrollo, casi como si fuera la música de un viaje con distintos episodios -una de las marcas distintivas de la música de Metheny, que él mismo ha llamado el “trip factor”- que en este caso tienen que ver con la trayectoria, como vimos, tan amplia y variada, del propio Metheny. De algún modo, From This Place, que dura una hora y cuarto, es una suerte de autobiografía musical en la que Metheny nos va mostrando sus distintas facetas.
Abre el disco America Undefined, un tema de casi quince minutos, de clima espeso y que bien podría ser una música de película de suspenso y cierto drama, con una tenue tensión que va in crescendo y que queda sin resolver… una parábola y un presagio a la vez de cómo está hoy el país del norte. El tema que da nombre al disco es el único con letra, una balada triste, más bien desoladora pero con un atisbo de esperanza hacia el final. La letra es elocuente: “Desde este lugar no puedo ver… Desde este lugar no puedo creer… Desde este lugar digo ´no puedo respirar´ (“I can´t breath” fue lo último que alcanzó a decir George Lloyd, un afro-americano, antes de ser ahorcado por un policía blanco, y no parece que la frase sea casual)... Desde este lugar me quedo con vos, hasta que los corazones sean libres de verdad”.
La potencia sonora de este cuarteto es impactante, y por eso es un acierto a lo largo del disco el uso sutil, casi en segundo plano de la orquesta, que no interfiere ni con el sonido grupal ni con los solos que van nutriendo este ensayo ambicioso, de carácter robusto, por momentos cinematográfico y tan lleno de matices. El disco tiene momentos reflexivos y calmos, por supuesto, pero ya desde la tapa, un tornado en medio de la llanura, se anuncia que la música provocará más de una sacudida. El título, traducible como “Desde este lugar”, aparece escrito al revés, como reflejando el estado de cosas tan alterado en el que se encuentran hoy los Estados Unidos. El tornado de Trump ya pasó, pero no se sabe bien dónde se está parado. Algo de esa inquietud trasunta la música.
En los conciertos en el Gran Rex Metheny y sus músicos tocaron al máximo de intensidad durante casi tres horas seguidas, en especial Metheny, que no paró nunca. Hubo momentos de dúo con el piano, con la batería, y, quizá lo más especial, con el contrabajo (hicieron una versión simplemente hermosa y conmovedora del tema de Cinema Paradiso, que está en el disco con Charlie Haden). Todos de una calidad superlativa, es notable cómo cada uno agregó (es cierto que Sánchez toca con Metheny desde 2002) su marca personal a viejos temas del guitarrista, haciéndolos propios de algún modo, y haciéndolos sonar sino nuevos, vigentes y renovados. En particular, impresionó Linda May Han Oh, que toca el contrabajo, un instrumento de por sí pesado y obviamente de rango sonoro bien grave, como si fuera flotando por el escenario, con la gracia de una bailarina que va saltando llena de swing entre la pirotecnia que lanzan sus compañeros. Como en el sutil cierre del tema Wide and Far, el segundo del disco.
En definitiva, Metheny y sus músicos regalaron con generosidad un concierto memorable, confirmando una vez más la trascendencia que pueden tener las aperturas, las mezclas, las fusiones, y también, que el principal logro del jazz seguramente haya sido ese: romper barreras, achicar vacíos, quitar prejuicios, para dejar que la música fluya en una corriente universal.
En sus pocas palabras al público, además de agradecer y presentar a los músicos, dijo Pat Metheny que ojalá no tarde tantos años en volver a la Argentina, como ocurrió esta vez. Ojalá.
Bright Size Life:
https://open.spotify.com/album/1wyaHGxXkIGaLGSQTTgKzw?si=sGYHb-jkQrKSgg7lBO5N8w
Letter From Home:
https://open.spotify.com/album/4dunPCYlcSkjfFdOKR32ZD?si=QUVafbW4RnGPCEsK8WK8qQ
The Road to You:
https://open.spotify.com/album/6zhcd9npDiEUGn66l1lzSU?si=OXzrUz7mRU-OqtHyMrdsNw
Beyond the Missouri Sky:
https://open.spotify.com/album/2PULgzT2IHwYzfNxi4n3vY?si=edKPclJ2STaOh5jddD6Tpg
From This Place:
https://open.spotify.com/album/5PfjsKZLI9whAwPSfNgnES?si=-DP
PHAROAH SANDERS: Thembi- Welcome to Love- Promises (6-10-22).
Siempre grandilocuente, el pianista y compositor Sun Ra (de quien escribimos el 10/12/21, ver más abajo) tuvo la ocurrencia de rebautizar al joven saxofonista Farrell Sanders: seguramente jugando con la fonética de su nombre y al mismo tiempo para darle confianza en un momento difícil en el que Sanders no conseguía mucho trabajo, le puso Pharoah (“Faraón”), nombre impactante -y que había que poder llevar- que le quedó para siempre.
Pharoah Sanders, como tantos otros músicos afro-americanos, había empezado a tocar diversos instrumentos de viento, clarinete y saxo alto, en la iglesia de su pueblo, en Little Rock, Arkansas (de la segregación racial en Little Rock, en la que debe haber crecido Sanders, escribimos al comentar un disco de Charles Mingus, el 8/10/20, ver -también- abajo). Imbuido del gospel más puro de las iglesias del sur norteamericano, a principios de los años 60 y sin conocer prácticamente a nadie, Sanders llegó a Nueva York, donde estaba en plena ebullición el movimiento por los derechos civiles y, en el plano musical, el Free-Jazz o lo que poco después empezaría a llamarse también “The New Thing”, movimiento, o estilo, del que Sanders fue sin duda una de las voces principales.
Además de la revolución estética y musical que implicaba el Free-Jazz, al menos en sus inicios encarnaba también la bronca, la frustración, el dolor, la furia de los afro-americanos, y su hartazgo con un sistema que los seguía relegando como ciudadanos de segunda. La música, el sonido del Free-jazz, siempre, entonces y ahora, fue difícil de escuchar. Sin tonalidades reconocibles, por momentos sin melodías, con ritmos desparejos y con solistas inmersos en una abstracción disonante y muchas veces desoladora, al tiempo que traía una ruptura de ciertas reglas básicas, en sus versiones más radicales simbolizaba (y de hecho sonaba como) un estruendo de desazón, sufrimiento y lucha. Con un sonido poderoso y arrollador, lleno de estallidos y erupciones filosas e impredecibles, que el crítico Gary Giddins alguna vez describió como “omnívoro y de shock”, Sanders había llegado al lugar justo en el momento justo, y allí estaba, con su nuevo nombre faraónico, dispuesto a derribar con su soplido frenético cualquier cosa que se le pusiera enfrente. La cuestión era que alguien lo escuchara.
Tras algún tiempo difícil y sin trabajo, que incluyó dormir en las calles y pasar hambre, bajo el ala de Sun Ra Sanders empezó a entrar en el circuito y a aparecer en algunas grabaciones. El quiebre llegó cuando John Coltrane, en ese momento la figura dominante del jazz, lo llamó para tocar junto a él. Coltrane ya había concretado su obra sublime, A Love Supreme (ver abajo, el 24/9/20) y el formato del cuarteto clásico empezaba a agotarse para él. Fue agrandando el grupo con más vientos -hasta disolverlo finalmente y convertirlo en otra cosa- y Pharoah Sanders fue el elegido para tocar a su lado. Juntos grabaron Ascension (1965), Meditations (1965), Expression y Stellar Regions (1967) además de los discos en vivo Live in Seattle y Live at the Village Vanguard Again! (1966). Para quien quiera incursionar en estos viajes finales de Coltrane (murió muy joven, en 1967, a los 40 años) y entender por qué el Free-Jazz siempre fue difícil de escuchar, estos discos, en especial Ascension (conceptualmente la continuación de A Love Supreme) son una muestra inmejorable. Para el valiente que lo aguante -dejamos el línk abajo, como siempre- la experiencia de estos dos saxos tenores juntos es algo único en la historia del jazz.
Claro: ser la segunda voz de Coltrane aseguró para Sanders un lugar de privilegio… pero, muerto el patriarca, y más aún con el vacío que dejó (musical y espiritual) en la escena del jazz de finales de los años 60, todas las miradas se dirigieron a él, quien aparecía como uno de sus herederos naturales. Difícil (y como siempre en estos casos, injusto) el desafío. Sostenido por el mismo sello de Coltrane, Impulse!, Sanders hizo su debut y grabó varios discos como líder en los años siguientes, y siguió siendo una figura de peso para la generación que lo había visto surgir y tocar al lado de Coltrane, aunque, está claro, nunca llegó a tener la dimensión ni la influencia superlativa de semejante figura.
Así como para esa misma época -finales de los 60 y principios de los 70- el Gato Barbieri se valía de las aperturas logradas por el Free-Jazz para mezclarlas con ritmos latinoamericanos, Sanders, convertido al Islam, se enfocó en la exploración de sus raíces africanas. Sus discos, en casi todos los casos con solamente dos o incluso a veces un solo, largo tema de cuarenta minutos, son incursiones repletas de poliritmos sobre los cuales Sanders despliega su sonido la mayoría de las veces desaforado, estridente, lleno de turbulencias y, muchas veces, perturbador.
Totalmente sincero y honesto en su búsqueda, Sanders nunca tuvo la complejidad musical ni la visión de su Maestro, y aunque en su momento sus discos fueron bien recibidos, su figura se fue irremediablemente diluyendo con el tiempo. A diferencia de los grandes discos de Coltrane, que se siguen escuchando hoy, la verdad es que los de Sanders rápidamente empiezan a sonar aburridos, como si, más allá de su propio sonido que siempre es movilizante, por su potencia, por cómo rompe las armonías, por cómo es capaz de lacerar al oyente más indiferente y duro, su música en general careciera de una dirección definida, en algunos casos cayendo en los lugares comunes de los sonidos “exóticos” por sí mismos.
Thembi, grabado a fines de 1970 y principios de 1971, es la excepción del período. Con la ayuda inestimable del pianista y tecladista Lonnie Liston Smith (quien también grabó con el Gato Barbieri en la misma época) a diferencia de otros discos acá nos encontramos con varios temas, que además van sugiriendo un desarrollo conceptual, que le da una forma integral a todo el trabajo. Construido a partir de una variedad de ideas y estilos -en contraste con otros discos que tenían un mismo tema que duraba 30 o 40 minutos y que terminan aburriendo- Thembi nos muestra al mejor Sanders, con momentos furibundos y descarnados, con aullidos tribales que estremecen; muchas capas sonoras que se van superponiendo y también intercalando, una banda que suena con coherencia, momentos de reposo y calma (hay un tema, “Love” que toca solo el contrabajo en un largo soliloquio) y hasta una plegaria matutina antes de cerrar con un baile colectivo y un tanto enardecido. Sin llegar a ser un disco “memorable”, Thembi concreta con calidad la búsqueda de Sanders, a través del lenguaje del Free-jazz, de su linaje africano.
Aunque nunca dejó de estar activo, Pharoah empezó de a poco a caer en la periferia del jazz, al igual que el propio Free-Jazz y el avant garde; sobre todo con algunos discos en los que jugaba con ritmos pop y algo de electrónica, bastante superficiales. En los años 90 tuvo de todos modos un resurgimiento: ya con la barba blanca que lo hacía imponente y le daba aires de un patriarca que regresaba a reclamar lo suyo, junto a la reivindicación que dan los años y la experiencia, Pharoah comenzó a ser reconocido por las nuevas generaciones. De esa época es Welcome to Love, un disco con un cuarteto clásico, en el que toca baladas en un claro homenaje a Coltrane -son las baladas que él tocaba- y en el que se puede apreciar su lado más suave y melodioso, con un sonido dulce, envolvente, seductor. Acá no hay nada de Free-jazz, ni de aullidos ni nada que irrumpa ni violente el devenir romántico del disco. El último tema, el único propio y que no tocaba Coltrane, es un largo solo improvisado de siete minutos con su saxo tenor, de una delicadeza sublime, casi como una canción de cuna (para esta época, 1991 o 1992, Sanders vino a la Argentina, y dio un concierto memorable en la sala principal del teatro San Martín, que terminó con todo el mundo parado y bailando en los pasillos).
“Floating Points” es el seudónimo, o nombre artístico de Sam Shepherd, un músico británico, también DJ y productor de música electrónica, mucho más joven que Sanders (nació en 1986), y quien lo convocó en 2021 para el que sería el último disco del ya legendario saxofonista, Promises. Sanders tenía ya 80 años, llevaba casi una década sin grabar, y el mundo del jazz lo tenía un poco olvidado. El proyecto terminó de levantar vuelo y acaparar toda la atención cuando se sumó a la Orquesta Sinfónica de Londres. Así como Sanders había llevado su sonido al Free-jazz, y de ahí a músicas de África, al funk, al disco y a la electrónica pop de los 80´s, en Promises entreteje con su saxo tenor, en una última exhibición de sutileza y profundidad, un mural impactante en el que conviven sus propias raíces (aquéllas del gospel de la iglesia y el Free-jazz), la música electrónica más bien minimalista, y una orquesta con el sonido de lo que comúnmente se llama “música clásica”.
Promises, compuesta por Shepherd, consta de nueve movimientos, en los que una frase de siete notas, tan misteriosa como inagotable, se va repitiendo a modo de mantra o leitmotiv. La frase es en efecto enigmática, abierta, suavemente inquietante, y funciona como un surco en medio de un terreno desolado, que va señalando una dirección, errática e imprecisa, y a partir de la cual brotan otras, siempre sutiles y tenues, melodías. El saxo de Sanders se mueve con destreza, en un paisaje que transcurre lentamente, en el que las cuerdas van imponiendo menor o mayor intensidad; más o menos volumen. Si Sanders hizo su aparición en la escena musical, y construyó buena parte de su carrera, a los gritos y a veces alaridos (cómo hacerse escuchar al lado de Coltrane, si no?) en este cierre nos habla en susurros, pero con la misma intensidad emocional. La música se va desarrollando con pesadez y ligereza al mismo tiempo, hundiéndose en abismos insondables y volando en cielos grises pero abiertos, por momentos de día y por momentos de noche, por momentos llevándonos a lo que tranquilamente podría ser un viaje espacial, aumentando el drama muy de a poco -las cuerdas y los sintetizadores enlazados a la perfección- y haciendo del silencio un sonido más en medio del paisaje.
Promises es una obra compleja, de esas que exigen una escucha atenta, milimétrica y reiterada. La recompensa es ir descubriendo detalles, cosas que no habíamos percibido, como en un viaje en el que vamos mirando por una ventanilla y sólo vemos una parte de todo lo que hay para ver. Al volver, y volver, y volver, lo que ya vimos se vuelve familiar y empieza a cobrar otro sentido, al tiempo que vamos, de a poco, viendo cada vez más.
Ascension (John Coltrane con Pharoah Sanders):
https://open.spotify.com/album/2TtadFmrnrFZecasfj0p4t?si=H1foFRbVTeO1gBZogJN8Lw
Thembi:
https://open.spotify.com/album/4Dz5vD2zfKr8OVtIgpcWOy?si=AWyUnxZrSaagfV556VpOog
Welcome to Love:
https://open.spotify.com/album/0whNev0NtT4HWILeU4qEsI?si=c_a725XARaC6XwPRwCuhrQ
Promises:
https://open.spotify.com/album/3ShtO5VCYa3ctlR5uzLWBa?si=03NgRVFIQtGXzA38bC5CLw
DUKE ELLINGTON: The Queen´s Suite (22-9-22).
Además de haber sido una de las figuras centrales de la cultura del siglo XX, el compositor más prolífico del siglo y el líder de la mejor orquesta de jazz de todos los tiempos, Edward “Duke” Ellington era un hombre encantador, con un carisma y un magnetismo únicos. Su elegancia y sofisticación, su genio musical y, en definitiva, su grandeza como músico y como persona, lo hacían moverse con la misma comodidad tanto en salones de baile perdidos como en las salas de concierto más célebres del mundo. Con su “don de gentes” único (perdón por la expresión añosa), el Duke estaba tan a gusto viajando en tren con sus músicos como compartiendo veladas y encuentros con presidentes, jefes de estado y monarcas, literalmente, de todo el mundo. Además de todo esto, Duke Ellington era un auténtico galán.
Inglaterra fue el primer país al que Ellington y su orquesta fueron a tocar fuera de los Estados Unidos, después de un viaje en barco de diez días cruzando el Atlántico, en 1933. Por ese motivo, y por la cálida recepción que tuvo tan temprano en su carrera, Inglaterra siempre fue un lugar querido por Duke. Por eso es raro que haya tardado veinticinco años en volver a la isla. Fue en octubre de 1958, invitado por un primo de la Reina Elizabeth II para la apertura de un Festival de Artes en Leeds, una ciudad a unas cuatro horas en auto al norte de Londres. Cuando recibió la invitación, Ellington lo pensó un poco (ya era entonces una celebridad y viajaba todo el tiempo por todo el mundo) pero sus dudas quedaron atrás cuando le confirmaron que la Reina iba a estar presente. Y así fue.
El concierto no quedó grabado, y las crónicas hablan de una presentación exitosa y a la altura de la fama de la orquesta y su líder, pero sin ninguna singularidad para destacar. El detalle vino después, cuando en una gala de recepción llena de personalidades, Duke conoció a la Reina, quien le dedicó varios minutos de conversación. Eran los primeros años de su reinado (había sido coronada en 1952), era joven, bella y glamorosa. Ellington era un hombre grande, con experiencia, de mundo… y sin embargo, cayó ante sus encantos.
-¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Londres?, preguntó la Reina en un momento de la charla. Duke, rápido de reflejos, no dejó pasar la oportunidad:
- En 1933, Su Majestad, mucho antes de que Usted hubiera nacido…La Reina (que había nacido en 1926) sonrió con elegancia y recogió el halago en silencio.
Aunque no hay un número definitivo, los historiadores coinciden en que Ellington dejó una obra de alrededor de dos mil piezas, un número impactante que incluye sus famosas canciones, y también sus obras más complejas: conciertos, música para películas, obras de teatro y ballets, una sinfonía, y varias “suites”, una denominación ambigua en su formato, pero que indicaba una unidad temática o conceptual en las composiciones que la formaban. Muchas veces los títulos de estas obras largas eran referencias o alusiones geográficas, como la “Latin American Suite” (en la que hay un hermoso tema dedicado a la Argentina) o la “Far East Suite”, compuestas de regreso de sendas giras con la orquesta; en otras ocasiones las referencias eran más específicas, o personales. Entre estas últimas, y como muestra del impacto que le produjo el encuentro aquí narrado, ni bien volvió de Inglaterra Ellington compuso The Queen´s Suite. Ellington era un observador agudo y sensible, y un narrador prolífico. Su manera de contar sus viajes era justamente componiendo música cuando volvía de sus giras, en la que trataba de captar alguna esencia de los lugares que había visitado. No era extraño entonces que Ellington, de regreso del viaje, quisiera componer y dedicar una suite a la Reina. Lo absolutamente inusual fue que una vez grabada, personalmente se ocupó de que se hiciera una sola copia, de que hubiera una versión única y exclusiva destinada a una sola oyente, un solo disco de oro que obviamente envió y regaló a la Reina.
Sólo después de la muerte de Ellington, en 1974, la Suite fue finalmente editada y comercializada por su productor histórico (acaso tal vez traicionando el deseo de intimidad de Duke), Irving Townsend, quien dijo: “Ellington se ocupó de componer la “Suite de la Reina” con mayor concentración de la que evidenció por cualquier otra música con la que estuvo vinculado”. Seguramente esto último haya sido una exageración de parte del productor que ahora tenía un producto nuevo y hasta entonces inédito para vender, pero de todos modos la conducta, casi secreta de Ellington, de hacer un solo disco para una sola y exclusiva oyente -algo que nunca había hecho ni volvería a hacer- es demostrativa del impacto del encuentro con Su Majestad. O al menos, de cuánto afán Ellington puso en querer impresionarla. De la reacción de la Reina, de si recibió o si incluso escuchó la Suite y en tal caso qué le pareció, aparentemente no hay registro alguno.
Lo que sí tenemos, entonces, es la música que Ellington le dedicó, ahora incluida en el disco The Ellington Suites, que incluye otras dos suites más bien menores, sin mucha gracia. Mucho se ha escrito de las suites de Ellington, muchas han sido elogiadas y otras criticadas con desdén, descriptas como superficiales y compuestas más bien a las apuradas. Cada uno tiene sus favoritas. La “Suite de la Reina” en general siempre estuvo considerada entre las más logradas: son seis temas, breves, de tres minutos aproximadamente cada uno, donde no hay mayores ambiciones ni pretensiones de grandes despliegues, sino trazos de sutiles melodías embellecidas y ambientadas de manera sublime por Ellington, que dominaba las dinámicas y las paletas sonoras de su orquesta como si toda ella fuera un solo instrumento. Los motivos melódicos, según él mismo cuenta en su autobiografía, son distintas escenas o situaciones vividas en la naturaleza, y que para él evocaban la belleza en su forma más pura: el canto de un pájaro, el croar de las ranas en un lago anticipando una tormenta, los colores de la aurora polar, o el simple pétalo de una rosa. En este último caso, en el tema llamado The Single Petal of a Rose, Ellington toca solo al piano, acompañado apenas por el contrabajo con tenues líneas tocadas con el arco. Es una balada bien sentimental, entre romántica y triste, contemplativa, que Ellington compuso y dedicó especialmente para la Reina, cosa que siempre se ocupó de anunciar cuando, en los años siguientes, la tocaba en algún concierto.
Cierra esta breve y placentera suite el único tema cuyo título no hace referencia a la naturaleza: Apes and Peacocks (“Simios y pavos reales”), que además tiene una sonoridad que se distingue de las piezas anteriores: si bien no abandona un tono medido, aquí hay tambores y percusiones marcando fuerte el paso, vientos y bronces más estridentes, un saxo barítono con aires misteriosos y una clara reminiscencia africana. Es un cierre brillante y sorprendente, suavemente disruptivo.
El título viene del relato bíblico según el cual la Reina Sheba llevó como ofrenda, al visitar al Rey Salomón, no sólo abundantes cantidades de oro, piedras preciosas, especias y todo tipo de riquezas, sino también simios y pavos reales. Ellington cuenta en su autobiografía que esto último para él era un símbolo de esplendor absoluto. Tal vez fuera así, pero no deja de llamar la atención el giro un tanto brusco y el cierre tan distinto (musicalmente, queda muy bien) para una suite que venía desarrollándose con motivos casi impresionistas, bucólicos y de una delicada sensibilidad, como la del canto de un ruiseñor en la puesta del sol.
Salomón pasó a la historia no sólo por su gran sabiduría y su famosa intervención en la que dos mujeres reclamaban la maternidad de un mismo niño, sino también por sus riquezas, sus prolíficas composiciones musicales y literarias, y por su enorme capacidad de amar a las mujeres: según el propio relato bíblico, Salomón tuvo más de setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas… No hay elementos para decir que la Reina Sheba haya sido también una de ellas, pero lo cierto es que en la escena relatada y de la que Ellington se sirvió para el último tema de su Suite dedicada a la Reina Elizabeth, estamos ante una Reina que se presenta con ofrendas y sucumbe ante el esplendor de un Rey, sabio, magnificente y seductor.
¿Acaso quiso decirle algo más, el Duque a la Reina, con esta alegoría, enviada casi en secreto? ¿Fue esa su manera, encubierta, quizá inconsciente, de decirle a Elizabeth que a pesar de todo, él, nieto de un esclavo afro-americano, era el continuador de Salomón, el prolífico, el encantador, el mujeriego indomable… el verdadero Rey?
(En spotify está el disco original en el que apareció The Queen´s Suite, The Ellington Suites, que incluye la dedicada a la Reina y otras dos -bastante aburridas- por lo que hay que estar atento a cuándo termina la primera, que es en el tema nro. 6, Apes and Peacocks).
The Ellington Suites:
https://open.spotify.com/album/2xjUTAmc4gI76Js8T6Aj0s?si=sS3MI-z_QGS9VqxkfSMBvQ
CHARLIE HADEN-LIBERATION MUSIC ORCHESTRA: Not In Our Name (7-7-22).
Por algún tipo de ficción -y de contrato- los países, las sociedades, la gente, le otorga a algunos organismos del Estado una suerte de vida propia, más allá de sus integrantes circunstanciales y pasajeros. Ocurre con algunos, no con todos, y especialmente con la Corte Suprema de Justicia. Es así que, por ejemplo, en un fallo emitido hoy, citando un precedente que justifique o dé apoyo a la decisión que se está tomando, los jueces (la Corte) tranquilamente pueden escribir en la sentencia algo así como “ya tiene dicho esta Corte que… bla bla bla”, y citan un fallo de hace cien años, o más. Hace cien años, los jueces que están firmando la sentencia no habían nacido… pero la Corte sí. Y por eso dicen “esta Corte”, como si fuera realmente "la Corte" la que habla, no las personas, y como si fuera, además, la misma. ¿Lo es en verdad?
En una de las sentencias judiciales más espantosas que se hayan dictado por un tribunal de tan alta jerarquía, la Corte Suprema de los EE.UU. dijo en 1857, básicamente y en resumen, que los negros no eran ciudadanos y que por lo tanto no tenían derechos. El caso, tristemente famoso, era el de un ex esclavo, Dread Scott, que huyó de la plantación de su dueño, y escapó a uno de los Estados donde ya se había abolido la esclavitud. El dueño lo persiguió y lo reclamó, tal como se reclama a un objeto. Tras años de pelea judicial, la Corte Suprema dio la razón al “dueño”, y reconoció su derecho a reclamar su pertenencia.
¿Es ésta Corte, la de ahora, la que ha dejado sin efecto, tras casi cincuenta años, el precedente Roe vs Wade, que consagraba, bajo protección constitucional, el derecho al aborto, la misma que aquella?
¿O la que dictó, también hace pocas semanas, fallos a favor del derecho a portar armas, tan sólo días después de una matanza en una escuela primaria? Esta misma Corte -que sí, que se parece tanto a aquella de 1857- dictó también un fallo en contra de la política de preservación del medio ambiente que pretende llevar adelante el Presidente Biden. Entre el del aborto y el de las armas, este último pasó un poco más desapercibido, pero también es gravísimo, y semblantea el camino oscuro que se ve por delante.
En un ensayo sobre la Corte Suprema, el historiador Howard Zinn (autor del magnífico A People´s History of the United States, “La otra historia de los Estados Unidos”) dice “La Constitución, al igual que la Biblia, es infinitamente flexible y es utilizada para servir las necesidades políticas del momento”. Por eso, dice líneas más adelante, “Sería naive depender de la Corte Suprema para defender los derechos de los pobres, de las mujeres, de la gente de color y de los disidentes de todo tipo. Esos derechos sólo nacen cuando los ciudadanos se organizan, protestan, demuestran, hacen paros, boicotean, se rebelan y hasta violan la ley para lograr justicia”.
En otro ensayo breve, reunido junto al anterior en el volumen A Power Government Cannot Suppress (algo así como “Un poder que los gobiernos no pueden suprimir”), Howard Zinn habla de la “literatura de protesta”, y se pregunta cómo es que este tipo de literatura logra o consigue algún efecto. Y lo mismo podemos preguntarnos sobre la música. Y ahí entra, y ahora sí, vamos a la música, Charlie Haden (1937-2014) contrabajista, compositor, arreglador, figura clave en el desarrollo del jazz moderno. Exquisito y único en el contrabajo, Haden participó en cientos de grabaciones, muchas de ellas muy notables, como en los históricos y revolucionarios primeros discos de Free-jazz de Ornette Coleman (entre 1959 y 1961), y desde allí con músicos como Pat Metheny, Keith Jarrett, Paul Bley, Egberto Gismonti y tantos otros.
De su carrera como líder, hoy nos interesan sus discos al frente de la emblemática Liberation Music Orchestra, cuyo disco debut fue editado en 1969, en un claro gesto en contra de la guerra en Vietnam. Con arreglos suyos y de Carla Bley, el tema central del disco es una especie de suite con versiones reformuladas de viejas canciones republicanas (anarquistas) de la Guerra Civil Española; lo completan una versión breve del tema de Brecht Canción del frente unido, todo un himno en sí mismo, una canción de Ornette Coleman con un título más que elocuente, War Orphans ("Huerfanos de la Guerra"), algunos temas propios, uno de ellos, Song For Ché dedicado al Ché Guevara (que incluye pasajes de “Hasta Siempre”) y breves interludios compuestos por Carla Bley que terminan de dar una estructura narrativa al disco, cuya postura política estaba más que clara.
En la tapa, bien de la época por la estética, los colores, la ropa, se ve a Haden y a Bley, uno en cada punta, sosteniendo el cartel de la LMO, y en el medio a todos los músicos que la formaban, todos destacados y con trayectoria propia. Distraído y sin mirar a la cámara, se ve a nuestro Gato Barbieri, que toca un solo vehemente, con su sonido tan propio lleno de furia irrefrenable, en uno de los temas españoles, Viva la Brigada Quince. El sonido de la LMO es, como en toda orquesta, un sonido colectivo, grupal y mancomunado; pero formada por músicos notables, y dirigida por dos líderes generosos como Haden y Bley, también destacan las voces individuales. El sonido moderno y atravesado del free-jazz, con armonías libres, ritmos desparejos que se arman y disuelven, métricas irregulares, solos cargados y desafiantes, quitan a estas viejas melodías su pátina de nostalgia y melancolía, y al contrario, les devuelven desde otra perspectiva su innata condición de canciones de protesta. No casualmente, el disco cierra con We Shall Overcome, “la” canción de protesta desde aquellos años 60.
Charlie Haden (siempre junto a Carla Bley) volvió a convocar a la Liberation Music Orchestra varias veces más a lo largo de los años, en general con músicos nuevos cada vez: en 1982 grabó The Ballad of the Fallen (“La balada de los caídos”) donde otra vez vuelve sobre canciones de la Guerra Civil Española, junto a temas latinoamericanos (“El pueblo unido jamás será vencido”, de Chile, junto a otros de El Salvador y Venezuela); en 1990 con Dream Keeper, que trae una versión poderosa y conmovedora de Rabo de Nube, esa canción tan hermosa de Silvio Rodríguez, también con temas latinoamericanos y por primera vez, también de Africa, y finalmente, cerrando el círculo, en 2004, y al que queríamos llegar: Not In Our Name (“No en nuestro nombre”).
Bush había ganado la reelección (luego de la controvertida victoria en 2000) y Estados Unidos estaba lanzado en su “guerra contra el terrorismo”, con invasiones -que el tiempo probó inútiles- en Afganistán e Irak. Sin ambages ni medias tintas, Haden escribió en el “librito” del cd: “Queremos que el mundo sepa que la devastación que esta administración está causando no es en nuestro nombre, no es en el nombre de mucha gente de este país. Este disco nos trae a Carla (Bley) y a mi de vuelta en un círculo de 36 años después de nuestro primer disco con la Liberation Music Orchestra de 1969, cuando la guerra en Vietnam estaba en plena escalada. Las cuestiones siguen siendo las mismas, y nuestra oposición al trato inhumano de este universo sigue siendo la misma”.
Siempre con músicos del mejor nivel, en este caso todos de varias generaciones menores, el repertorio es bien variado, pero esta vez concentrado en los Estados Unidos. Además de algunos temas originales, un par de spirituals, Skies of America de Ornette Coleman (otra vez un tema de Ornette con título elocuente) y This is Not America de Pat Metheny y David Bowie, hay versiones libres del Largo de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak y del Adagio para Cuerdas de Barber, una obra que destaca y es conocida por su marcada tristeza y melancolía, que cierra el disco.
Not in Our Name es un disco poderoso, solemne, esperanzador y triste a la vez. Todo eso, y claro, ya sin el bravío y los arrebatos sonoros de décadas pasadas, musicalmente mucho más aquietado que sus predecesores. Aunque grabó varios discos más hasta su muerte en 2014, seguramente ésta haya sido la última declaración abiertamente política de Haden.
Al final de su ensayo sobre la Corte Suprema, Zinn decía: “No nos desconsolemos por el creciente control del sistema judicial por la extrema derecha. Las cortes nunca han estado del lado de la justicia, sino moviéndose unos pocos grados a un lado u otro, a menos que fueran empujadas por la gente. Esas palabras grabadas en mármol en la Corte Suprema, “Igualdad ante la ley”, siempre han sido una farsa”.
“Los cambios importantes, terminaba Zinn, dependerán de las acciones de una ciudadanía alzada, exigiendo que la promesa de la Declaración de la Independencia -igual derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de felicidad- sea cumplida”.
Como si estuviera contestando la pregunta que hacía Zinn sobre la literatura de protesta, Haden se hace cargo: “Me preguntan qué diferencia hace grabar un disco como éste. Lo importante es que elegimos manifestar nuestra preocupación y compromiso cuando las circunstancias lo exigen, y nuestro modo de hacerlo es con la música”.
A pesar del sombrío horizonte que parece cernirse sobre al menos buena parte de los Estados Unidos, y sobre el mundo en general, ahí está la música intensa y profunda de Haden y los suyos, y sus propias palabras en el disco Dream Keeper: “Ojalá que este álbum exprese la necesidad de cada ser humano de trabajar para que en los puestos de gobierno haya gente con visión, inteligencia, compasión y compromiso hacia los derechos humanos, para asegurar que el sueño de igualdad sexual y racial sea una realidad a lo largo del mundo… mantengamos vivo el sueño!”
Liberation Music Orchestra:
https://open.spotify.com/album/7rqdziyEA9441OtWILhVwt?si=YZMLRUV1STyNR2Ao6pl9ZQ
The Ballad of the Fallen:
https://open.spotify.com/album/0TpxlDN2jFuRTF38sjjUlF?si=pqQnsGXyR7-OOrPrJVnVbg
Not in Our Name:
https://open.spotify.com/album/57MUe8bApq5nuqvhaozCFE?si=9zdyZMCzT2mzsaqOyYKniw
LESTER YOUNG: With Count Basie- The Complete Aladdin Sessions- Pres & Teddy (10-2-22).
A veces ocurren cosas que, a pesar de comprobar su realidad con nuestros sentidos, nos parecen de todos modos increíbles: que en este verano porteño esta noche abra sus puertas un nuevo y flamante club de jazz en pleno barrio Norte, entra sin dudas en esa categoría de ocurrencias. Es un sótano, tiene un gran piano, excelente sonido, estética sobria y bien jazzera, y se llama “Prez”, en honor al gran saxofonista Lester Young.
Tratándose de uno de los grandes héroes del jazz (héroe trágico, por cierto), es difícil elegir discos de Lester Young (1909-1959), porque sus mejores grabaciones fueron hechas para otros. Claro, esos “otros” fueron nada más y nada menos que Billie Holiday y Count Basie, también figuras estelares del Panteón del jazz, con quienes Young pasó sus mejores años y con quienes dejó registrado su aporte excepcional no solo al desarrollo del sonido del saxo tenor sino al del lenguaje musical del jazz en general. A quienes nos gustan los árboles genealógicos tan propios del género, de Lester Young, para ir adelantando algo, salieron Charlie Parker y su revolución del Be-bop en los años 40, pero también el cool de Miles Davis y el West Coast jazz de los años 50; y un poco más adelante saxofonistas gigantes y que también dejarían su marca y su estilo propio, como Stan Getz y Dexter Gordon, entre tantos otros.
Entrenado en la música del carnaval y las ferias itinerantes, el vaudeville, el circo, la música de las marching´-bands y también en los sonidos precoces del jazz con la banda familiar que dirigía el padre (con la que recorrían casi todo el sur de los Estados Unidos), después de una pelea Lester decidió cortarse solo, y en 1927 se fue para Kansas City, por entonces uno de los centros musicales en plena ebullición de jazz y blues, llena de músicos y de bandas (varias, notables) con quienes tocar. Un talento natural y único, Young rápidamente se convirtió en el saxofonista estrella de toda la ciudad. Era la época de las “batallas” en jam-sessions que duraban desde la noche hasta el mediodía siguiente, horas y horas de improvisación, en las que ganaba quién más ideas e imaginación tenía, quien era capaz de tocar todas esas horas y no repetirse. Lester Young, dicen, era invencible.
Cuando se supo que Coleman Hawkins, apenas unos años mayor que Young y considerado como el “padre” del saxo tenor en el jazz, iba a dejar su puesto en la orquesta de Fletcher Henderson en Nueva York (por entonces más popular que el propio Ellington y que Count Basie) Young fue el candidato cantado para reemplazarlo. Siempre callado, más bien humilde, demasiado oscuro para ser blanco y demasiado blanco para ser negro, Young dejó Kansas, donde ya era local, y partió hacia Nueva York, donde debía ratificar todo lo que se decía de él.
Hawkins representaba el arquetipo del saxofonista tenor de aquellos años pioneros: un sonido rudo, fuerte, que inspiraba respeto desde la primera nota, que llenaba la sala con un vibrato que era como un bramido. Claro que había sido también una influencia en el sonido y en la concepción armónica de los solos de Young, pero Lester traía además otras influencias con las que había moldeado su estilo. En otro ejemplo más de lo absurdas que siempre han sido las divisiones raciales en la música, esas influencias tan notorias en el sonido de Young eran dos músicos blancos (en aquellos años, salvo en raras ocasiones informales, los músicos blancos y los músicos negros no tocaban juntos), Frankie Trumbauer y Jimmy Dorsey. Como fuera, y a pesar de las credenciales con las que venía, y de su verdadera calidad musical, Lester Young fue rechazado por sus nuevos compañeros de orquesta, para quienes su sonido era demasiado “light” en comparación con el de Hawkins. No querían tocar con él, y menos que fuera el saxofonista estrella de la banda. Contra su voluntad, Fletcher Henderson despidió a Young, quien volvió a Kansas, donde al poco tiempo entró en la orquesta de Count Basie, donde encontró no sólo el estilo sino el ambiente y la camaradería perfecta para su personalidad y su sonido, y desde la cual terminaría de consagrarse.
De todos modos, Young cargó con semejante afrenta por años, hasta que conoció a Billie Holiday, con quien grabó algunas de sus mejores interpretaciones, y con quien trabó una relación profunda e indescifrable incluso para sus colegas contemporáneos y cercanos. Lo cierto es que Holiday, en un acto de reivindicación para la historia, y siendo que a pesar de que ya habían pasado años de aquel incidente todavía había gente que lo recordaba y que criticaba a Young, lo rebautizó, llamándolo “el Presidente” de los saxofonistas. De ahí viene el apodo “Pres”, o “Prez”; desde entonces, la nueva y definitiva identidad de Lester “Pres” Young.
Young devolvió la gentileza, y apodó a Holiday “Lady Day”, resaltando su honor y dignidad, en una época, como señala John Szwed en su biografía de Holiday, en que era todavía impensable para las mujeres negras pertenecer a la categoría de “ladies”, o a cualquier otra que elevara su estatus social.
Volviendo al sonido tan personal de Lester, en efecto era más suave en comparación con otros saxofonistas de la época, más sutil, más lírico, más melodioso y en cierto sentido, más profundo también. Young ya era cool, cuando el término todavía ni existía. Para Lester, lo más importante era “contar una historia”, y por eso para él eran tan importantes las letras de las canciones que tocaba. Su dupla con Billie Holiday, y el modo en que hacía una segunda línea tras la voz de la cantante, fue simplemente único, irrepetible. “Lester canta con su saxo. Cuando toca, decía Holiday, casi podés oír la letra de la canción”.
Aunque autodidacta y con su padre en la banda familiar como principal maestro, Young tenía ideas armónicas avanzadas, y un sentido del ritmo único, fuera de lo convencional. Por eso también atraía a los jóvenes (Charlie Parker lo emulaba al punto de aprenderse todos sus solos de memoria) y por eso Young fue uno de los puentes entre el sonido clásico del jazz de los años 30 y los nuevos movimientos modernos de mediados de los años 40 y principios de los 50. Los discos que compartimos hoy muestran parte de ese desarrollo.
Sin embargo, todo se derrumbó para Young cuando fue convocado al ejército, en plena Segunda Guerra Mundial, a principios de 1944. Al poco tiempo, en un incidente confuso y que nunca fue aclarado del todo, como así tampoco lo que vino después (el propio Young nunca hablaba de eso) lo encontraron con marihuana, estando de servicio. Lo metieron preso en una cárcel, en la que estuvo varios meses y en la que no la pasó nada bien, para ser luego sometido a una Corte Marcial, que lo dio de baja y lo expulsó del ejército en forma humillante.
Aunque Young volvió a la música, el trauma sufrido, agravado por el racismo del ejército, dejó marcas de las que no se recuperó. El alcohol pasó a ser un problema cada vez más serio, y, como atestiguan las grabaciones, es difícil encontrar momentos en los que pudo volver a tocar realmente como antes. Aunque ahora sí era querido y hasta venerado por todos, especialmente los más jóvenes que habían crecido bajo su influencia, con la llegada del be-bop, del cool, del West Coast jazz (todos estilos que venían en forma más o menos directa del suyo propio de aquéllos años 30 y primeros 40´s) Lester Young era ya una figura del pasado.
El pianista Teddy Wilson cuenta algo en su autobiografía (“Teddy Wilson Taks Jazz”, escrita en 1976): “Hice una grabación con Lester, en enero de 1956, creo, justo cuando salía después de un mes de estar en el hospital, “secándose” de la bebida. No había tomado una gota en un mes entero… y tendrías que escucharlo tocar! Deberías escuchar a Lester en estas grabaciones, el tono que tenía. Tenía ese sonido grande, y estaba recuperando la facilidad para tocar que tenía antes de la Segunda Guerra Mundial, en las fechas con Billie Holiday. Había una gran vitalidad en su manera de tocar otra vez, sólo con un mes sin tomar. Cuando Lester tomaba su tono adquiría un sonido desesperanzado, sin vida, demasiado lánguido. Si escuchás estas grabaciones vas a escuchar al viejo Lester volviendo a la vida otra vez, como en los años 30. Ni una sola gota en un mes, y la manera en que tocaba ese tenor! Cuando lo dejaron salir del hospital se suponía que no tenía que volver a tomar nunca más, pero lamentablemente al poco tiempo volvió a tomar…”. El disco del que habla Wilson es Pres & Teddy y en verdad es una joya.
Con una calidad de grabación ya mucho mejor que la de aquellas pistas de los años 30, se trata de una sesión simple, pero poderosa: un cuarteto clásico de jazz (piano, batería, contrabajo y saxo tenor) tocando viejos temas conocidos, el material perfecto para que Lester, con la guía firme y sobria, llena de un swing ajustado y austero, de su viejo amigo Teddy, se explaye a gusto improvisando a sus anchas, mostrando, quizá en parte, es cierto, todo su encanto y su magia únicos, como gran improvisador pero, especialmente, como gran melodista. Como en aquellas interminables batallas de trasnoche, Young va construyendo una melodía tras otra mientras desarrolla sus ideas, con frases escurridizas, siempre originales, y siempre imprevisibles, a la vez que se deja llevar por el ritmo y juega con él, a veces tocando sobre el ritmo, otras adelante y otras detrás del pulso (en esto, en tocar detrás del pulso, su mejor alumno seguramente haya sido Dexter Gordon). Como buen prestidigitador, Lester muestra y esconde todo el tiempo, y lo gratificante siempre llega a través de la sorpresa que provoca.
Triste y vencido por la vida, Lester Young murió en 1959, unos pocos meses después que Billie Holiday, agrandando la leyenda respecto del vínculo entre ambos.
Cuenta el historiador Douglas Henry Daniels, autor de una biografía sobre Young, que en cierta ocasión le comentó a Al Cohn, saxofonista y otro de los “hijos” directos de Lester, que había notado que él y sus músicos, ya varios años después de la muerte de Prez, seguían hablando de él como si aún estuviera vivo, entre ellos. “Eso es porque en verdad lo está”, dijo Cohn.
Pues bien: ratificando que sí, que efectivamente Prez sigue estando alrededor y dando vueltas, ahora hay un flamante y hermoso club de jazz que lleva su nombre, acá, en Buenos Aires, en 2022. No dejen de ir a conocerlo y a escuchar jazz en vivo.
The Columbia, Okeh & Vocalion Sessions (1936-1940):
https://open.spotify.com/album/6QhoZXYczPSjwFN6KrBvid?si=fIQy9U9uQLuD4aDiCOosLQ
The Complete Aladdin Recordings:
https://open.spotify.com/album/5SV2xaecPee0ELXJILjDh3?si=5RTanEP5R5qrL4rrYef5Rg
Pres & Teddy:
https://open.spotify.com/album/7BsTlBs92PJa4mTPKTi8Nq?si=dOekT1zBSG2PZQCH33Ae0Q
MILES DAVIS- Tutu-Amandla (20-1-22).
Sin ninguna otra razón que estar allí por y para su amigo, Miles Davis concurrió a una ceremonia oficial en la que el entonces Presidente Reagan entregaría un premio por la “Labor de una Vida” al cantante, pianista y compositor Ray Charles. Era 1987, y esto es lo que Davis pensaba de la clase política de su país: “Reagan, tratado personalmente, es un tipo bastante agradable. Supongo que hacía las cosas lo mejor que podía. Es un político, macho, que da la casualidad que se inclina hacia la derecha Otros se inclinan hacia la izquierda. La mayoría de los políticos roban al país sin inmutarse. No importa que sean republicanos o demócratas, están allí para ver lo que sacan. Los políticos ya no se preocupan en absoluto del pueblo americano. En lo único que piensan es en la manera de enriquecerse”.
A pesar de que el homenaje y el premio eran para un hombre negro, en el recuerdo de Davis al menos, en toda la ceremonia -en la que estaban el Presidente y el Secretario de Estado, entre otros- no habría más de veinte personas negras. Sentados a la mesa para la cena de gala, una mujer blanca, esposa de un político, empezó en mal tono a incomodarlo haciéndole preguntas ridículas sobre el jazz, y por qué se le daba tanta importancia. Davis, que no tenía nada de paciencia, subió también el tono de sus respuestas, hasta que le dijo que en Europa valoraban más al jazz que en los Estados Unidos: “El jazz es ignorado aquí porque al hombre blanco le gusta ganarlo todo, y no pueden ganar cuando se trata de jazz y de blues, porque son creaciones de los negros. Cuando tocamos en Europa, los blancos de allí nos valoran porque saben quién ha hecho qué, y lo admiten. Pero la mayoría de los americanos blancos, no”.
Enfurecida, la mujer lo increpó preguntándole: “Bien, ¿qué es lo que ha hecho usted en su vida que sea tan importante? ¿Por qué está usted aquí?”. Sigue el relato Davis: “Detesto que alguien completamente ignorante suelte semejantes mierdas, alguien que quiere ser mundano y te coloca a la fuerza en una situación en que hablas casi a su manera. La mujer se lo había buscado, así que le dije: “Veamos, yo he cambiado la música cinco o seis veces, de modo que supongo que eso es lo que he hecho, y supongo que no creo en tocar solamente composiciones de blancos.” La miré con frialdad y agregué: “Ahora dígame usted qué cosas ha hecho que tengan alguna importancia, aparte de ser blanca, lo cual no es importante para mi; cuénteme cuáles son sus títulos para reclamar la fama”. Hubo un silencio tan espeso que podía cortarse con un cuchillo” (todas las citas son de “Miles: la autobiografía”, que obviamente, fue traducida en España).
La verdad es que Miles, fuera quien fuera esa señora, tenía razón: a esa altura había cambiado y revolucionado el curso de la música del siglo XX ya unas cuantas veces, y hacía muy poco, con su álbum Tutu, editado en 1986, lo había hecho una vez más. Aunque todavía grabaría algunos discos más antes de morir en 1991 a los 65 años, Tutu fue su último gran disco.
Miles Davis, como lo refleja esta anécdota, estaba harto del racismo. Se crispaba de inmediato, no tenía tolerancia. En la misma autobiografía: “Estados Unidos es un lugar tan racista que inspira compasión. Es exactamente igual que Sudáfrica, salvo que, hoy en día, más saneado: su racismo no está tan a la vista. Excepto esto, es la misma cosa. Pero yo tengo para el racismo un instinto especial, algo congénito. Puede olerlo, puedo percibirlo aunque esté a mis espaldas”.
El álbum Tutu y su tema de apertura fueron titulados en homenaje al Arzobispo de la Iglesia Anglicana de Sudáfrica, Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz en 1984 por su lucha sostenida y permanente contra el apartheid. A Miles le pareció que en aquel momento en relación a Sudáfrica sólo se hablaba de Mandela, y por eso quiso rendir tributo a Tutu con su nuevo disco. A fines de diciembre del año pasado, a los 90 años y dejando atrás una vida entera dedicada a luchar contra el racismo, Desmond Tutu murió en Sudáfrica, lo cual nos trajo al centro de atención el disco de Miles.
¿Y qué tuvo de distinto y novedoso Tutu, en la discografía de Davis? Bueno… prácticamente todo, salvo, claro, el sonido filoso, punzante, acotado y casi siempre quirúrgico de la trompeta de Miles. El sonido del disco es bien de los 80´s, es decir, está lleno de sintetizadores, ritmos electrónicos, samplers, sobregrabaciones, guitarras y bajos eléctricos, tambores y percusión, mucho funk, mucho pop y mucho de rock también. Por primera vez, además, Davis no llevó al estudio a una banda a tocar, sino que un sólo músico, el (entonces muy joven) talentosísimo Marcus Miller grabó casi todos los instrumentos él solo (más algunos colaboradores puntuales en algunos temas) creando, tecnología de estudio mediante, unas bases sonoras complejas (en cuanto a las varias “capas” de sonidos) y sencillas a la vez (melódica y armónicamente), con algunas melodías casi hasta pegadizas, misteriosas por momentos, bien rítmicas, sobre las que Davis va paseando, a veces casi como surfeando entre olas, nunca muy agitadas, pero sí lo suficientemente revoltosas como para que el paseo sea entretenido y por momentos invite a moverse un poco, destilando sus frases cortas y (casi siempre) geniales.
El propio Davis lo explica bien: “Cuando grabamos Tutu no tomamos ninguna decisión previa sobre la música. Lo único que decidimos fue el tono en que estaría cada tema. Con Marcus no tengo demasiado trabajo, porque conoce mis gustos. Le bastaba con trazar unas pistas, y yo intervenía y grababa de acuerdo con ellas. Él y Tommy Li Puma (el productor) se pasaban la noche trasladando la música a la cinta, y luego llegaba yo y añadía la voz de mi trompeta a lo que habían hecho”.
A pesar de ser un disco casi de laboratorio, el resultado es excelente y no suena para nada artificial, y si bien hay un enorme mérito de los músicos-productores que lo hicieron, si Tutu brilla, radiante y fuerte, es por la trompeta de Miles Davis, que una vez más, justo con sesenta años cunplidos, mostraba al mundo del jazz no “el” camino (es que nunca hay uno solo, en realidad), pero sí uno de los nuevos caminos por donde iría la música, y mostraba que, a pesar de que su salud estaba cada vez más complicada y que su cuerpo estaba empezando a cobrarle por una vida entera vivida al límite, seguía estando a la vanguardia. La tapa del disco, una foto del fotógrafo Irving Penn sin ninguna leyenda, ni siquiera el nombre del álbum, se volvió con el tiempo uno de los retratos más icónicos de Miles, un primerísimo plano que lo muestra como un verdadero Príncipe de las Tinieblas, emergiendo de la oscuridad y compartiendo una mirada que, al menos hoy, parece llena de dolor.
Tutu, como ya había ocurrido con otros discos de Davis desde finales de los sesenta cuando abrió esa nueva dimensión llamada genéricamente “fusión” (y de la que Tutu es obviamente una continuación), trajo polémica, pues para muchos eso “ya no era jazz”. Lo de siempre. Querían al Miles Davis de los años 50, con su quinteto acústico. A Davis poco, o mejor dicho, nada, le importó, y lo cierto es que el disco -por el que ganó un premio Grammy- sirvió (una vez más!) para atraer nuevamente al jazz a la gente joven. Allí había funk, hip-hop, rock, pop, algunos atisbos de reggae, y ciertamente, todo el jazz de Miles Davis en cada nota que salía de su trompeta. ¿Que eso no es jazz? Primero: y qué importa. Segundo: estás con problemas severos de audición!
Lo mejor de Tutu, al escucharlo hoy, es el clima festivo, alegre, jovial y de festejo que transmite la música, que tampoco está desprovista de buenos momentos de tensión. Miles había estado cinco años retirado por completo, sin tocar la trompeta ni siquiera en la intimidad de su casa, y había vuelto, con mucho trabajo, a principios de los ochenta. Cada disco nuevo suyo era una fiesta, y puede entenderse la alegría que seguramente tenían Marcus Miller y Tommy Li Puma de estar escribiendo y haciendo música para que luego Miles tocara sobre ella. Eso se escucha en el disco. Consejo: subir -mucho- el volumen.
Un par de años después, editado en 1989, siguió Amandla, también con Marcus Miller en un rol protagónico, pero esta vez con otros músicos completando una banda poderosa -en la que se destacaba el saxofonista Kenny Garrett- con la que Davis salió de gira por EEUU y por Europa (y con la que iba a venir a la Argentina en 1989, concierto que se canceló por sus problemas de salud). De esa gira está el disco Live Around the World, que tiene temas de Tutu y Amandla, más algunos temas pop del momento que a Davis le gustaba tocar: “Time After Time”, de Cindy Lauper, y “Human Nature” de Michael Jackson, por ejemplo.
Si bien Davis siempre había sido muy claro en sus opiniones referentes al racismo, que había sufrido obviamente a lo largo de su vida, en su música en general no había referencias explícitas a esa cuestión. Tutu fue el primer disco ya desde el nombre políticamente comprometido, al igual que Amandla (que musicalmente suena en la misma línea): “Amandla” quiere decir “poder” en zulú, una de las lenguas originales de Sudáfrica, y se había convertido en un grito y un emblema de la lucha contra el apartheid sudafricano. Sobre el final de su carrera, entonces, y dirigiéndose especialmente a las nuevas generaciones de oyentes que recibían su música con oídos y espíritus más abiertos, ahora sí, además de su música, Miles se ocupaba de enviar mensajes explícitos.
Desmond Tutu contó una vez que su padre le había aconsejado “no levantes la voz… mejorá tu argumento”. Aunque a partir de finales de los años 60 buena parte de la música de Miles se volvió eléctrica, él nunca tocó más fuerte ni levantó la voz. Al contrario, sus frases se volvieron más cortas, más definidas, más sutiles y por eso más profundas. Qué duda cabe: Miles Davis dedicó su vida a mejorar sus argumentos, y Tutu es un gran ejemplo en medio de su enorme legado.
Tutu:
https://open.spotify.com/album/0toDuabaPv8Pa2KGI88eB7?si=FGAYIIjiTxmgS1DVW5X7bw
Amandla:
https://open.spotify.com/album/0fabOosWong8kopy57JitO?si=eGv5lNgUT--J0xBV9rC1gQ
Live Around the World:
https://open.spotify.com/album/0YBvNUUwBf23f5hKhk8xLj?si=cDZqOOlARimTxK3z6wtcTg
SUN RA ARKESTRA- Swirling (10-12-21).
Ataviado con trajes rarísimos inspirados en el Antiguo Egipto y en una visión futurística del espacio, el pianista, tecladista, compositor y líder de orquesta Sun Ra (1914-1993), siempre quedó como un personaje más que nada vistoso, singular, medio freak, y por tanto, totalmente colateral en el desarrollo y en el panorama general del jazz. La perspectiva del tiempo, pero más que nada, la enorme obra que dejó como legado (era un compositor ultra prolífico, y llegó a grabar más de cien discos bajo su propio nombre) nos muestran que en realidad este personaje tan singular, cuya música sigue sonando en la actualidad, tal vez debería ser considerado más allá de su propio personaje, que él mismo se encargó de crear.
A mediados de los 50, según relató hasta el final de sus días, había sido abducido por seres alienígenas, y llevado, ni más ni menos, que hasta el planeta Saturno, donde tuvo una suerte de conferencia con estos seres extraterrestres. A partir de esa experiencia fue que cambió su nombre original y adoptó el de Sun Ra, en tributo al dios del Sol egipcio. Decía también que él era un hijo del espacio, y bueno, algunas otras cosas más del estilo que, es cierto, no ayudaban mucho a tomarlo del todo en serio. Aunque su música era totalmente seria, profunda, arriesgada, valiente y precursora en muchos aspectos. El discurso “espacial”, por llamarlo de algún modo, venía acompañado también por una fuerte reivindicación de su origen afro-americano, y de la cultura egipcia como fuente original de la cultura occidental, robada luego por los griegos y ocultada finalmente por los europeos. Salvo por lo de Saturno (y en realidad, ¿quién sabe?) Sun Ra no estaba tan loco… y en definitiva, si lo estaba, en todo caso para mejor, pues así fue como hizo su música.
Hoy lo traemos porque, claro, algo que nunca estuvo ni cerca de ocurrir mientras vivía, la Sun Ra Arkestra (que sigue activa, dirigida por el saxofonista Marshall Allen, quien tiene 97 años y que integró la orquesta en tiempos de Sun Ra, desde 1957) ha recibido la primera nominación en su historia a un premio Grammy, con el disco Swirling, editado en 2020, en la categoría de mejor disco (de jazz) de big-band (compite entre otros con el disco de Terence Blanchard, Absence, que comentamos hace algunas semanas, y que seguramente sea el ganador).
Aunque posiblemente no resulte ganadora, el hecho de estar nominada tal vez traiga algo más de atención para esta orquesta que, con algunas interrupciones, ha estado siempre activa desde la muerte de su líder y creador.
La verdad que Swirling (“Torbellino”) es un discazo, impresionante, un verdadero remolino o tornado de música intensa, profunda, inquietante y también divertida, que logra condensar en un collage de múltiples capas y relieves, lo mejor de la tradición de las big-bands del jazz. Claro que a la manera y con la impronta del genio de Sun Ra, lo cual hace a la música totalmente original e impredecible, pero sobre todo, aún en los casos en que oímos referencias a las bandas clásicas de Count Basie o Duke Ellington, moderna.
El repertorio del disco está compuesto por temas originales de Sun Ra (algunos de sus clásicos como Rocket No. 9 o Astro Black) reversionados y re-arreglados nuevamente, en su mayoría por el veterano Allen, que también aporta varios solos de saxo alto.
La música es un compendio de la historia del jazz, desde el blues más puro y rural (Sun Ra, al menos el humano, había nacido bien al Sur de los EEUU, en Alabama) hasta sonidos realmente abstractos, atonales y provocadores, casi disruptivos, “molestos”, podría decirse en algún caso, bien experimentales, pasando por sonoridades ellingtonianas (los arreglos y los timbres de las secciones de vientos), algo de Monk, ciertamente Mingus, toques de la psicodelia (entonces futurística) de los años 60 (Sun Ra fue de los primeros en usar sintetizadores electrónicos en el jazz) y algún guiño al rock, que Sun Ra vio nacer y con el que siempre se llevó muy bien.
Cada tema va contando una historia, siendo a la vez un capítulo de un relato más largo, y todo el disco se va desplegando en un viaje fantástico, lleno de imágenes y colores, de climas y humores, en el que no faltan ni la diversión (hay una versión alucinante del tema de Batman, de la serie de televisión de los años 70!) ni las turbulencias. Los nombres de los temas son elocuentes y nos van llevando por esta suerte de odisea espacial en la que, una vez más, tiempo y espacio se van desfigurando hasta disolverse, dejándonos flotando… pero no a la deriva. Como en Seductive Fantasy, el segundo tema, de casi doce minutos, en el que sobre un ostinato firme y certero del saxo barítono, que nos sube a una especie de mantra, se van alternando el orden y el desorden que aportan distintos instrumentos, aumentando la tensión muy muy de a poco, hasta volver a cierto reposo y cierta calma, acompañados por la dulce -pero no suave- voz de la cantante Tara Middleton, que aparece en varios temas mostrando su enorme personalidad.
En el tema que da nombre al disco todo empieza bien clásico, con el swing de las orquestas de los años 30, bien a lo Count Basie, pero no hay que relajarse mucho porque en el siguiente tema, Angel and Demons at Play, la cosa se empieza a poner más áspera. Sea of Darkness abre con un coro bien gospel, crudo y visceral, y sigue con un swing mingusiano, desparejo pero convincente y arremetedor.
Rocket No. 9 vuelve a sacudirnos con riffs y voces que incomodan, sonidos “espaciales” y un derrotero incierto y atribulado, tenso. Lo contrario a Space Loneliness (algo así como “Soledad espacial”) donde la soledad en todo caso tiene la compañía de un blues profundo, meditado, que abre con un solo de contrabajo memorable, para la entrada de la orquesta a pleno y de Middleton, que vuelve a mostrar su categoría. Si así es la soledad en el espacio interestelar de Sun Ra… no está nada mal.
. En cuanto a la discografía del propio Sun Ra, es larguísima, incluso en Spotify, así que el interesado deberá hacer su propia exploración. Como yapa, de todos modos, quedan un par de recomendados.
Con su estilo omnívoro, experimental, innovador, pero también embebido en las raíces más puras de la música afro-americana, Sun Ra sin duda fue uno de los grandes músicos del jazz del siglo XX. Como explica Ekkehard Jost en su libro Free Jazz: “el estilo heterogéneo de la música de Sun Ra, su aversión a las formas y principios creativos del pasado, y su anticipación a una música imaginaria del futuro; las partes casi irracionales de sus shows y la disciplina de sus músicos -que parecen cualquier cosa menos disciplinados- todo ello confluye en definitiva a la evolución del jazz, y al desarrollo de un nuevo lenguaje musical”. Swirling sin duda está a la altura del desafío de tocar hoy la música de Sun Ra, y ojalá sirva como puerta de entrada a su maravilloso universo.
Swirling:
https://open.spotify.com/album/3zYyRJVrm6q4X49WgPY6mO?si=xgzSaGYYTaqU_COf19g0uQ
Space is the Place:
https://open.spotify.com/album/2FbVN08tPRbCfe8wLe3lRj?si=yhgGG97gRR6awIulDb-42w
The Magic City:
https://open.spotify.com/album/4hqD5lN02dq75HeiP9TtNf?si=fyetmDxgQWuZho__tQj8yQ
MAKAYA McCRAVEN- Deciphering the Message (3-12-21).
“Descifrando el mensaje”, el último disco del baterista, productor y Dj Makaya McCraven (1983) tiene tantas connotaciones y trae tantos desafíos que, además de ser un álbum con muy buena música, tiene el potencial de convertirse en una suerte de punto nodal en el que convergen distintas frecuencias y vibraciones, del pasado, del presente y quién sabe, del futuro también, en el que, más de algún oyente obsesivo podría pasarse horas y horas buceando y escuchando una y otra vez… en el intento, justamente, de descifrar el mensaje que nos trae esta música. McCraven sin duda plantea su versión y su propia narración histórica y actual. La tarea, de todos modos, queda abierta e inconclusa, para sucesivas interpretaciones y lecturas.
Entonces, Deciphering the Message nos trae una música que suena bien moderna, totalmente actual, pero que, y al mismo tiempo que va hacia adelante mirando al futuro, viene de uno de los pasados más ilustres y potentes del jazz del siglo XX: el catálogo del sello Blue Note de los años 60, que terminó de consolidar el estilo “hard-bop” y del que salieron grandes figuras como Lee Morgan, Kenny Dorham, Wayne Shorter, Horace Silver, Herbie Hancock y tantísimos otros y, en especial para el caso de McCraven, el baterista Art Blakey. Aquí hay varias de las claves y pistas necesarias para, además de escuchar la música de McCraven, sumergirse en la tarea que él mismo propone, en la que se mezclan tanto la arqueología que bucea en el pasado como la imaginación, que solamente puede juguetear en el presente y delinear uno o varios de muchos futuros posibles.
Empecemos por el sello Blue Note y su peculiar historia: fundado en 1939 por dos alemanes que escaparon a tiempo del nazismo a mediados de los años 30, Alfred Lion y Francis Wolff (el primero, luterano, el segundo, judío, los dos entusiastas del jazz desde la adolescencia), luego de algunas grabaciones de corte más bien clásico, rápidamente se puso a la vanguardia de lo que empezaba a llamarse “jazz moderno”, especialmente a mediados de los años 40. Con un cuidado poco frecuente, en el jazz de esa época al menos, por la calidad de las grabaciones, por el arte de las tapas de los discos, y con un respeto hacia los músicos fuera de lo común, Blue Note fue convirtiéndose en sinónimo y garantía de calidad. La lista de músicos que pasaron por el sello sería interminable: Thelonious Monk, Miles Davis, John Coltrane, Bud Powell… y así.
El período de mayor explosión vino sin duda a finales de los años 50 y principios de los 60, con lo que se empezó a llamar “hard-bop”, estilo continuador del be-bop de los años 40´s pero quizá con más apego al blues y, cosa novedosa, a la música de las iglesias baptistas del sur, y al gospel, más concretamente. El ritmo, adormecido tras la época del Cool jazz recuperaba todo su fuego, y las líneas melódicas se volvieron más incisivas y profundas. Apareció el funk, y el soul.
Hubo muchos artistas que se convirtieron en emblema del sello, y muchos que “rompieron” las ventas con sus discos para el siempre acotado mundo del jazz. Coltrane grabó allí su célebre Blue Trane, Herbie Hancock su Maiden Voyage, Lee Morgan su The Sidewinder (hay un muy buen documental en Netflix sobre este gran trompetista y su trágico final, I Called Him Morgan, y que también muestra toda esta época de la que hablamos, de paso) y un larguísimo etcétera. Pero quizá uno de los mayores exponentes de lo que significó el sello y su desarrollo en la historia, también por su propio desarrollo personal y su permanente influencia en el jazz en innumerables ramificaciones, incluso hasta el presente, como lo muestra este disco que comentamos hoy, haya sido el baterista Art Blakey (1919-1990).
Pionero y revolucionario entre los bateristas modernos, Blakey terminó de encontrar y asegurar su lugar en la historia cuando fundó, a mediados de los 50, y mantuvo siempre activo hasta fines de los años 80, el grupo The Jazz Messengers, por el que pasaron, a modo de una exigente y prestigiosa escuela de posgrado, muchísimos músicos que después seguirían sus propias carreras solistas (el ya nombrado Lee Morgan o Wayne Shorter, en los comienzos, hasta los hermanos Wynton y Branford Marsalis o Terence Blanchard, de quien hablamos hace poco, a fines de los 80´s).
Además de sus innovaciones estilísticas en la batería, con un estilo agresivo y dominante desde los tambores y los platillos, y con muchas influencias de diversos ritmos africanos que fue incorporando especialmente después de pasar un tiempo en ese continente, la importancia de Blakey en el jazz viene a través justamente de esa capacidad extra para “descubrir” nuevos talentos y figuras, con quienes fue nutriendo a sus “messengers”, grupo que a pesar de los cambios de nombres a través de las décadas, guiado por su líder, siempre mantuvo una firme identidad sonora: temas originales, mucho swing, una primera línea de saxo y trompeta (a veces también trombón) de altísimo vuelo y una sección rítmica poderosa, todo imbuido de las más fervientes raíces del soul y del blues.
Alfred Lion, Francis Wolff, Lee Morgan, Wayne Shorter, Art Blakey… si es cierto aquello que dijo Einstein, acerca de que la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión persistente, pues es McCraven quien ahora queda al mando de darle forma a esa ilusión, y de confirmar con su nuevo disco que el tiempo no es lineal, que no avanza en una sola dirección, que es relativo y que varía según quién lo percibe, y de traer todos esos nombres, todo ese maravilloso legado (una parte al menos) al más vívido presente.
Según explican los que saben, “la teoría de la relatividad de Albert Einstein sugiere que no sólo no existe un único presente especial, sino que todos los momentos son igualmente reales... En el fondo, el futuro no está más abierto que el pasado.” (“Es el tiempo una ilusión?, de Craig Callender, en https://www.investigacionyciencia.es/). Desafiando nuestros sentidos, que indican que lo que escuchamos es simplemente música tocada en un presente determinado, y dándole una vez más la razón a Einstein y su teoría, McCraven mezcla distintas líneas temporales en un mismo instante.
Para darle forma a este proyecto en el que trabajó durante años, McCraven se sumergió en los archivos -las grabaciones originales- de Blue Note, aquéllos discos ya legendarios principalmente de fines de los 50´s y principios de los 60´s, tomó una serie de temas de distintos artistas y los trajo a la vida de nuevo, en una tarea artesanal y tan delicada y detallista como podría ser la de un científico en un laboratorio. Junto a cuatro miembros de su banda regular, McCraven mezcla música (su música) totalmente nueva con la música original de aquellas grabaciones, pero lo hace de tal modo, utilizando samplers y muchos efectos (ritmos) electrónicos, y recursos tecnológicos apropiados, que la línea entre lo viejo (lo ya grabado) y lo nuevo, queda totalmente borrada. Afilando mucho (mucho) el oído, en algunos tramos podemos (o creemos) distinguir un solo o una línea melódica o un ritmo de alguna grabación que nos es familiar, pero en general, la mezcla es tan eficiente que escapa a las posibilidades de nuestro oído. El resultado entonces es una súper banda con los mejores talentos de aquéllos años, muchos de ellos ya en la categoría de “leyendas”, tocando junto a músicos modernos que sin duda se nutrieron de esa música, pero que hoy habitan en otros mundos sonoros, con mucho de hip-hop, con guitarras eléctricas distorsionadas, máquinas de ritmos, efectos electrónicos y otras tantas parafernalias. No es que McCraven haya hecho un empaste de partes de grabaciones viejas con nuevas, o que haya modernizado viejas grabaciones, sino que en esa disección minúscula, de partículas casi, de esas grabaciones, ha tomado y aislado fragmentos, solos, melodías, ritmos, de esos discos de los años 60, y, como si fueran contribuciones de músicos grabadas especialmente para su disco, las utiliza junto a su banda en la creación de una música nueva y moderna.
McCraven rinde especial tributo a Art Blakey, ya desde el comienzo del disco: sampleado y mezclado con ritmos modernos, escuchamos al presentador del famoso club Birdland, anunciando justamente a Blakey y sus Messengers en un concierto grabado en vivo 1954. Blakey, por peso propio y por su rol de maestro intergeneracional, y la voz del mismo presentador, que vuelve a aparecer en otro tema -sacado de otro disco en vivo del genial baterista-, vienen a ser como un tronco común, una autopista para el viaje atemporal de McCraven y los suyos, que va uniendo y disfrazando, ocultando y uniendo, lo viejo con lo nuevo.
La música que viene es innovadora, muy rítmica pero también llena de melodías que aparecen y desaparecen, se mezclan, se confunden, insinúan y a veces se desarrollan de maneras inesperadas. Reconocemos el sonido de algún saxofonista o trompetista, pero lo escuchamos sonar de manera totalmente distinta. ¿Está tocando ahora, realmente? ¿Es una banda esto que armó McCraven? ¿Cuándo fue compuesta esta música: hace sesenta años, ayer, hoy… mañana? ¿Ese sólo de guitarra que de pronto aparece en un tema… es el genial Wes Montgomery tocando en 1963 o es un solo grabado por un músico de McCraven? ¿Y esa trompeta que corta el aire con su filo, quién es, Lee Morgan, tocando… cuándo? Escuchamos el saxo de Wayne Shorter… no hay dudas de que es él… pero… ¿ahora Shorter toca en una banda de hip-hop? ¿Y por qué no?
Me acuerdo de Johnny, el personaje inspirado en Charlie Parker de El Perseguidor, de Cortázar, cuando en un ataque de ira -drogado- deja de tocar y, golpeándose la frente, dejando atónitos a sus compañeros de banda, empieza a repetir a los gritos “¡esto ya lo toqué mañana… esto lo estoy tocando mañana!”.
McCraven no está para nada fuera de control. En su cuenta de Instagram se auto-define como un “científico del ritmo”, y en efecto el trabajo que ha concebido en este álbum tiene tanto de escenario y de estudio de grabación como de laboratorio. Las preguntas están abiertas, el legado de los “Messengers” para ser descifrado e interpretado una y otra vez, tan vivo y desafiante como siempre; la música, como el tiempo, también. Mientras, lo único que importa: a disfrutarla.
Deciphering the Message:
https://open.spotify.com/album/3yrDdyKK5WdYFAHUNmradZ?si=Lok2XLS_Rd-rhVHbk9v6EA
Live at Birdland, Vols. 1 & 2:
https://open.spotify.com/album/00kSJu1snceWGZ0yYkTZXr?si=d3-RcTX9TBqo9RmGD2Thsw
https://open.spotify.com/album/6JNF5lZc9IWDLTtbmfh8IM?si=RmoZjeL6R-2xYpJQBkpP6Q
JONI MITCHELL- Shine- Herbie Hancock: River: The Joni Letters- A Tribute to Joni Mitchell- FLORENCIA OTERO-Nocturno Mundo. Músicas de Joni Mitchell (18-11-21)
La música de la cantante, letrista y compositora Joni Mitchell (Canadá, 1943) siempre cautivó a los músicos de jazz. Y ella misma, como contó muchas veces, desde muy joven se sintió no sólo atraída, sino fascinada por el jazz, sus músicos, las armonías, las cantantes. Miles Davis y Johnny Hodges (saxofonista de Duke Ellington) estaban entre sus preferidos cuando era muy jovencita. Luego aparecerían Charles Mingus, Larry Klein, Herbie Hancock, Jaco Pastorious, Pat Metheny, y muchos más, con quienes se mezcló y compartió la aventura de la música, la vida, las giras; con quienes cantó, grabó discos, y a quienes brindó también tantas de sus canciones para ser versionadas, cambiadas, expandidas en otras direcciones. ¿Es Joni Mitchell una cantante de jazz? La verdad, poco importa a esta altura… pero forzando una respuesta, podría decirse que sin ser una cantante de jazz, el jazz y Joni Mitchell han tenido y tienen una relación estrecha, íntima, de amor y aprecio mutuo, y que fue creciendo a lo largo de los años.
Aunque comenzó su carrera profesional, a mediados de los 70´s cantando sola con su guitarra acústica en pequeños clubes o bares, muy al estilo Dylan (con quien rápidamente se la empezó a comparar, incluso describiéndola como la versión femenina de Dylan), la calidad de sus canciones, inicialmente más que nada de sus letras, la fueron convirtiendo en una de las voces más notables del circuito del folk-rock. En una terminología que los tiempos actuales seguramente pondrían en cuestión, el New York Times la catalogó como una de las “cantantes mujeres” más importantes de su época.
Pero el gusto por el jazz fue llevando a Mitchell, luego de sus primeros discos, a trabajar en arreglos para sus canciones más vinculados con la estética y la forma del jazz, especialmente desde el punto de vista armónico. Algo que, por ejemplo, Bob Dylan (y no es una crítica para el Premio Nobel!) o en general, el folk y el rock, nunca hicieron. De algún modo, para muchos, la música de Mitchell se volvió más “difícil”, y de hecho en su momento empezó a perder a muchos de sus seguidores, para quienes su música se estaba volviendo más “oscura”. A pesar de estas pequeñas críticas iniciales, la verdad es que un nuevo universo musical empezó a tomar forma, un universo profundo, lleno de sutileza, de poesía, de contenido político también, y fundamental y sencillamente, de canciones hermosas. Algunos músicos de jazz venían poniendo el ojo a algunas de las canciones de Mitchell hacía algún tiempo: ya en 1971, el pianista Keith Jarrett había grabado una versión instrumental con su trío de “All I Want”, del disco Blue, una de las primeras joyas de Mitchell. En The Hissing of Summer Lawns, de 1975, Mitchell directamente armó una banda de músicos de jazz para acompañarla, terminando de darle forma a esta apertura que venía buscando: sus canciones se volvieron más elásticas, con frases más largas y no siempre en métricas predecibles, con armonías más complejas, que no eran las del folk, pero tampoco las del jazz más ortodoxo (Mitchell contó una vez que Wayne Shorter, saxofonista sublime de quien hablamos hace poco, solía reaccionar a sus composiciones diciendo “esto está mal, este acorde está mal”, y luego de unos minutos de tocar la canción finalmente decía “no, no, ahora entiendo, es un ´acorde Joni´”). En 1979 Mitchell grabó el disco Mingus, hoy ya en la categoría de “legendario”, en el que, con una súper banda que incluía al propio Mingus, cantaba con letras suyas canciones del gran contrabajista, que además falleció poco después de las grabaciones y antes de que el disco pudiera ser editado.
Más allá de alguna resistencia -efímera- inicial, el vínculo de Mitchell con el jazz ha resultado ser una de las conexiones más ricas de la música contemporánea, un puente que permitió a Mitchell profundizar en su faceta como compositora -y con ello seguramente también la de letrista- y a la vez ofreció y sigue ofreciendo al mundo del jazz la posibilidad de versionar y disfrutar las canciones de una artista única como lo es Joni Mitchell.
En 2002, con algunos problemas de salud y desilusionada con la industria musical, Mitchell anunció que se retiraba, despotricando contra las grandes compañías porque, según dijo, estaban arruinando la música. Los tributos no tardaron en aparecer. Entre 2005 y 2007 aparecieron dos discos de homenaje que muestran por sí mismos la amplitud de su obra, su alcance y diversidad en cuanto a géneros, y la elasticidad de sus canciones, que resisten (o mejor dicho, permiten) ser versionadas por artistas diversos de orígenes también diversos. Los dos son discos impresionantes, sin puntos flojos, para escuchar y disfrutar una y otra vez. A Tribute to Joni Mitchell trae doce de sus canciones versionadas por artistas tan distintos como Björk, Caetano Veloso, Prince, Cassandra Wilson, Annie Lennox, k.d. lang, James Taylor o Elvis Costello. Por otro lado, River: The Joni Letters, del pianista Herbie Hancock y desde una aproximación claramente anclada en el jazz y con una gran banda que incluye a Wayne Shorter (quien se luce en un par de versiones instrumentales) presenta canciones de Mitchell interpretadas por Norah Jones, Tina Turner (que está genial), Luciana Souza, el Gran Leonard Cohen, Corinne Bailey Rae y hasta la propia Joni. Varias de las canciones elegidas (“River”, “Amelia”, “Edith and the Kingpin”) pertenecen a los primeros discos de Mitchell, pero aún así Hancock comanda a sus colegas, incluso en las versiones cantadas, a sumergirse en los intersticios de las letras y explorar esos otros territorios que ofrecen estas canciones.
También desde estas tierras llegó el homenaje para Mitchell, con el muy buen trabajo de la cantante Florencia Otero, Nocturno Mundo. Músicas de Joni Mitchell (2015). Este trabajo también es excelente, incluso sorprende que haya sido el disco debut de Otero, que encara las canciones de Mitchell con devoción pero también con audacia y originalidad, también acompañada por una banda muy sólida en la que se destacan Paula Shocron en el piano, Ingrid Feniger en saxo alto y Rodrigo Domínguez como invitado en el tenor.
La discografía propia de Mitchell obviamente es extensa y cada uno encontrará sus momentos preferidos. Para esta reseña de cumpleaños -atrasado- y quizá porque es de sus trabajos que más reafirman esta conexión entre su música y el jazz, elegimos Shine, de 2007, que además y por problemas de salud, resultó ser su último disco de estudio y con canciones nuevas. Luego de un silencio de cinco años y movilizada por la guerra de los EE.UU. en Irak, Mitchell volvió al ruedo acompañada por una banda austera (guitarra, piano, bajo, batería y saxo, más ella misma en teclados y guitarra, y un par de percusionistas adicionales en dos temas) pero tan sustanciosa como delicada, con varios de sus músicos provenientes directamente del jazz, en especial el bajista y productor (y ex marido de Joni) Larry Klein, y el saxofonista Bob Sheppard (de labor superlativa en todo el disco).
Shine abre con una pieza instrumental “One Week Last Summer”, con Mitchell al piano, que marca el tono del resto del disco: si bien fue concebido como respuesta a otra guerra por tantos percibida tan injusta como innecesaria, seguramente por las circunstancias personales que estaba atravesando, esta vez en el caso de Mitchell la protesta se transfigura en melancolía y, más notable aún, nostalgia por lo que ella misma recuerda como un “mundo mejor”, en varias de las letras.
Hay guiños a viejos temas, incluso una reversión de uno de sus clásicos, “Big Yellow Taxi”, casi un himno a favor de la protección ambiental, pero también un sonido más moderno, como en “Hana” “Night of the Iguana”, con algunos sonidos electrónicos en la percusión. Hay críticas al gobierno de entonces, a la tecnología, al deterioro ambiental, y claro, a la guerra. Así y todo, las melodías de Joni Mitchell, en su voz más grave pero no menos dulce, aún siendo en algunos casos directamente tristes, nunca dejan de ser hermosas. Y así, entendemos, quizá a su propio pesar, que si hay belleza, a pesar de tantas quejas por tantas cosas, siempre habrá también esperanza. Shine, un disco que concentra todo su optimismo en el título mismo, es un disco delicado y profundo, para escudriñar entre las letras y disfrutar de las melodías, a la altura de lo mejor de esta gran, incomparable y única artista que es Joni Mitchell.
Shine:
https://open.spotify.com/album/49LmTpAbIQKfDhNmmtCaD9?si=aT_-yy73SjmzUQ22OoyiEA
A Tribute to Joni Mitchell:
https://open.spotify.com/album/6bVE0WDWHM9h7Ghiwjua5T?si=1j--nAOuRGWwUpL-Du93Kg
River: The Joni Letters:
https://open.spotify.com/album/3GwR5VxaMzB01ay6qIT3Yq?si=Mj0DNOYtSq-z4Va92nLDGg
Nocturno Mundo. Músicas de Joni Mitchell:
https://open.spotify.com/album/30k3KsCHYYq30Yki5EcBqC?si=Xxro773nSpGQ87pdvyoOOg
PAT MARTINO- We´ll Be Together Again (4-11-21).
La guitarra tardó bastante en aparecer en el jazz, y más aún en convertirse en un instrumento de jerarquía individual. Tal vez haya sido uno de los últimos instrumentos en incorporarse en las primeras décadas del siglo XX, cuando poco a poco fue reemplazando al banjo, mucho más rústico y limitado en cuanto a posibilidades melódicas, pero con un sonido fuerte y que se hacía escuchar casi como un instrumento de percusión marcando el ritmo en aquellas primeras bandas de Nueva Orleans. También la guitarra durante un buen tiempo estuvo confinada a ser un instrumento más de la sección rítmica, junto a la batería, el contrabajo y el piano. El mayor problema era su bajo volumen y la dificultad técnica que presentaba para, por ejemplo, tocar un solo con swing y a velocidad, como una trompeta o un clarinete. Al lado de los vientos, además, (saxos, trompetas, trombones) ni se la escuchaba.
La cosa empezó a cambiar con la aparición y luego el perfeccionamiento de la guitarra eléctrica, y en especial de la mano de Charlie Christian, joven guitarrista que, en los grupos de Benny Goodman (el músico de jazz más popular en los años 30 y el primero en armar bandas interraciales) fue el primero en lograr poner a la guitarra eléctrica a la par de un saxo o un clarinete a la hora de tocar un solo y lograr la misma expresividad que esos instrumentos. La exposición que tuvo Christian tocando con Benny Goodman logró finalmente atraer suficiente atención respecto de la guitarra eléctrica, que adquirió su status definitivo como un instrumento tan importante como cualquier otro dentro del jazz, y allí comenzó una genealogía de grandes guitarristas que sigue hasta hoy, llena de nombres ilustres y con grandes contribuciones dentro del género. Bill Frisell, Pat Metheny o John Scofield son hoy algunos de los nombres más importantes dentro de esa tradición, que se inició con Charlie Christian (incluimos hoy un tema suelto, Solo Flight, de 1941, en el que se aprecia el estilo y el sonido de Chistian) y que obviamente tuvo muchos continuadores.
Uno de los más importantes fue Pat Martino, quien falleció esta semana a los 77 años, dejando una discografía llena de trabajos interesantes, con un estilo y un sonido totalmente personales y únicos, como quedó claro a lo largo de estos días con el reconocimiento de sus colegas músicos y en especial de los guitarristas de las generaciones siguientes a la suya. Sin ser un músico deslumbrante, o un revolucionario, o alguien que generara cambios estilísticos o grandes innovaciones, a través de una técnica impecable y su calidad como improvisador, siempre sobrio y siempre elegante, Martino se convirtió desde fines de los 60´s en referencia obligada para todo guitarrista de jazz. Justamente en esa época, y sobre todo en la década siguiente, la guitarra, que había aparecido tan tímidamente, pasó a ocupar el centro de la escena musical: por supuesto que con el rock y todos sus derivados y estilos afines, pero también cuando el jazz se volvió más eléctrico y se empezó a fusionar con otras músicas. Dentro de la eclosión de guitarristas que empezaron a aparecer, Martino siguió destacándose y distinguiéndose, con un sonido prístino, certero, lleno de inventiva y creatividad.
We´ll Be Together Again, grabado en 1976 a dúo con el pianista y tecladista Gil Goldstein (en todo el disco toca el piano eléctrico, muy de moda por esa época) no fue de los discos más populares de Martino, aunque a mi me parece no sólo su mejor trabajo y el más adecuado para presentarlo, sino además, un disco perfecto en sí mismo, incluyendo su duración: apenas un poco menos de cuarenta y cinco minutos, como para poder escucharlo entero con plena atención.
Como a todo guitarrista, a Martino también le gustaba improvisar a gran velocidad, y justamente una de sus marcas distintivas siempre fue que su técnica y versatilidad nunca le hacían perder ni el rumbo ni el sentido de lo que quería tocar. En este disco, sin embargo, y por eso es tan distinto al resto, Martino se dedica a un repertorio de baladas y temas lentos, llenos de espacios, silencios, climas e ideas que se van desarrollando, donde no hay lugar para artilugios ni pirotecnias, ni nada que disfrace cada una de las notas con las que va construyendo su fraseo, y con las que va armando solos plenos de melodía, a veces casi como si estuviera recitando.
El disco abre con la única composición del propio Martino, una mini-suite podríamos decir, “Open Road”, en tres partes, en las que hay un claro desarrollo temático y en la única en la que, en el nudo de la composición, aumenta un poco la intensidad y la velocidad.
El resto, un conjunto de standards bastante conocidos y en tono más bien tristón y melancólico, es todo calma y serenidad. Martino recién había pasado los treinta años en ese momento, y sin embargo suena con la seguridad y la profundidad en su discurso de alguien mucho mayor. Goldstein, pianista ecléctico que ha participado en cientos de discos, cumple un rol en este caso bien definido: más allá de algún que otro solo, desde el piano eléctrico va presentando y desplegando como capas sonoras, con armonías sutiles, a veces insinuadas, y climas nebulosos que se concentran y disipan con total suavidad, imperceptiblemente, sirviendo de inspiración para Martino.
Así, cada tema es hilvanado entre los dos, con cariño y respeto por la melodía, por la canción pura y original, para luego incursionar en improvisaciones en un tono amable, en las que afloran la reflexión y los sentimientos. En You Don´t Know What Love Is (el título ya da una idea de por dónde va esta canción) Martino “canta” la letra con una sutileza y suavidad conmovedora, a ritmo muy lento, más que lo habitual en otras versiones, pero no abusa de la tristeza intrínseca de la canción: como decíamos, la trata con cariño y respeto, como dejándola que hable y cante sus penas a través de su guitarra, sin caer en el lamento forzado ni menos aún en un fraseo cursi.
Send in the Clowns, un clásico con cientos de versiones, incluyendo las de Frank Sinatra, Barbara Streisand y Sarah Vaughan, entre tantas tantas otras, es otra maravilla de este disco, en la que Martino nuevamente nos muestra cómo “cantar” una canción con la guitarra, metiéndose en los recovecos de la melodía, reformulándola, mostrando las posibilidades infinitas que ofrece una música hermosa cuando se toca desde el alma.
We´ll Be Together Again, además, puede ser escuchado tanto con el volumen alto, para conocerlo, explorarlo y descubrir sus detalles y sutilezas, como con el volumen bajo, de fondo, y hacernos compañía mientras nos dedicamos a alguna otra cosa, sin invadir ni desconcentrarnos, pero llenando todo de una suave calidez. Recomiendo las dos maneras, definitivamente.
We´ll Be Together Again:
https://open.spotify.com/album/0ucCtWHiorF9dyVIt9FxNL?si=U4uAzd7JSxOF5Scxpe82ow
Benny Goodman-Charlie Christian Solo Flight:
https://open.spotify.com/track/0bq4bgBivn2sF4fjvYmdbj?si=f5bd382c241a4b80
Frank Sinatra Send in the Clowns:
https://open.spotify.com/track/0aMBJsMtNUl5Ow5XZ77vZr?si=1e62e63b6a0d40a5
TERENCE BLACHARD- Absence (2021)/ WAYNE SHORTER- Emanon (2018)- 28-10-21.
Hace unas pocas semanas atrás ocurrió un hecho histórico en la Ópera Metropolitana de Nueva York: no sólo fue el regreso de la ópera a esa casa ya legendaria, en vivo y con público desde que empezó la pandemia a principios de 2020, sino que por primera vez desde su fundación, en 1883, se estrenó una ópera de un compositor negro: Fire Shut Up In My Bones (“Un fuego ardiente encerrado en mis huesos”), de Terence Blanchard, que “además” de este logro, es trompetista, músico y compositor… de jazz, y de música para películas. Los medios se ocuparon de resaltar el hito como corresponde (llamativamente, hasta donde pude leer, que de ningún modo fue una búsqueda exhaustiva, no encontré que nadie se hiciera una pregunta obvia: “¿por qué no ocurrió antes?”) y, por ejemplo el New York Times, envió nada menos que a cuatro de sus críticos de música estables a cubrirla y a escribir al respecto. Primero fueron dos críticos, uno de música clásica y otro de jazz, y cada uno escribió su respectiva crítica, y luego, un poco más adelante, fueron otros dos (también, uno de música clásica y otro de jazz) para tener entre ambos (y publicarla, claro) una conversación sobre la ópera.
Como, a diferencia de lo que hacemos acá, la música no viene incluida en esos artículos, y porque, además, jamás me atrevería a hablar de ópera, sólo puedo limitarme a comentar que para estos cuatro críticos, la ópera, y en especial la música de Terence Blanchard, es excelente y realmente original. No es que a Blanchard le vaya a cambiar nada, pero en lo personal me alegró mucho, porque Terence es un “viejo conocido”. Y pensándolo un poco, de algún modo, y por razones variadas, resulta natural que en él haya caído el honor y la responsabilidad de ser el primer compositor negro en estrenar una ópera en la Met.
Blanchard nació en Nueva Orleans en 1962, curiosamente, una de las primeras ciudades (tal vez incluso la primera) de los Estados Unidos en las que hubo ópera, principalmente gracias a la presencia francesa; el primer registro que hay de una ópera allí es de 1796, cuando se estrenó Sylvain, una ópera-comedia de un acto que se había estrenado en París veinte años antes, y bien sabido es que en esa ciudad sureña el entretenimiento estuvo ligado a la música prácticamente desde su misma fundación. Blanchard, de apellido claramente de origen francés como tantos otros músicos de jazz nacidos en Nueva Orleans, y contemporáneo de Wynton Marsalis, empezó su carrera como músico profesional muy joven, y formó parte de ese genérico, encabezado por Marsalis, al que se llamaba “the young lions”, y que venían, allá a principios de los años noventa, a “defender” al jazz verdadero y puro, justamente, el jazz de Nueva Orleans. Eran los años posteriores a las fusiones de los 70 y 80, cuando parecía que el jazz estaba perdiendo el rumbo “correcto” según los puristas, y estos jóvenes, devenidos en neo-conservadores, venían a preservarlo y a mostrárselo a la juventud.
Marsalis quedó para siempre en ese rol, hizo toda una carrera a expensas de esa postura, muy exitosa por cierto, al punto que debe ser uno de los pocos - o el único!- músico de jazz que es millonario. Pero eso será para otro día, hoy estamos con Blanchard.
En algún momento, Blanchard, empezó a despegarse de esa postura conservadora, y a hacer su propio camino. Un camino brillante, que seguramente es el que lo ha traído al lugar en el que está hoy. Creo (supongo, mejor dicho) que alguien clave en ese camino de Blanchard fue el director Spike Lee, quien, cuando filmó sus películas Jungle Fever y la biopic sobre Malcom X, le encargó la música a Blanchard. Esto fue en 1991 y 1992, respectivamente, y el inicio no solo de una relación fructífera entre Blanchard y Lee (habría que chequear bien, pero creo que Blanchard hizo la música de casi todas las películas de Lee), sino que además lanzó la carrera de Blanchard como compositor de música para películas, más allá de Spike Lee (compuso la música para más de treinta).
Por suerte, Blanchard nunca dejó de ser, al propio tiempo, un (gran) trompetista de jazz, y siempre siguió, en paralelo con su actividad como compositor de música para películas, con su vida jazzística. En 2015 formó un grupo nuevo, el E-Collective, con el cual empezó a incorporar sonidos electrónicos y, en un guiño irónico a sus primeros años en la escena, sonidos de otras músicas, como el rock, el hip-hop, el blues, algo de rap y de funk. El Miles Davis de los últimos años 80´s (criticado en su momento por los jóvenes conservadores encabezados por Marsalis) se volvió una referencia ineludible en el nuevo sonido de Blanchard y el E-Collective, al igual que otros grupos que brillaron en los años 80´s, más abiertos a las fusiones, como Weather Report, o el Pat Metheny Group, entre otros.
El primer disco del grupo fue Breathless (2015) al cual siguió Live (2018), grabado en vivo en varias ciudades de los Estados Unidos. Según Blanchard mismo explicó, su idea al armar el grupo no había sido teniendo en cuenta ninguna cuestión política en particular, pero varios eventos de violencia con armas que ocurrieron en esa época de algún modo lo obligaron a tomar una posición pública claramente en contra de las armas, siempre un tema (parece increíble, realmente) de debate acalorado (y sin resolver) en los Estados Unidos. El disco Live registra partes de conciertos en ciudades que habían sufrido hechos de violencia, y a las que Blanchard había decidido ir a tocar especialmente.
El tercer trabajo de Blanchard con el E-Collective es Abscense, editado este año, un disco ciertamente más complejo y ambicioso que sus predecesores, en el que además de desplegar sus habilidades en la composición y en los arreglos, rinde homenaje a uno de los grandes nombres del jazz de todos los tiempos, el saxofonista y compositor Wayne Shorter, quien recién dejó de tocar en público hace muy poquito, cuando cumplió 88 años, pero que sigue activo escribiendo y enseñando música. De hecho, este año también, concluyó una ópera junto a la contrabajista, compositora y cantante Esperanza Spalding, que está esperando reunir los fondos para ser estrenada.
Wayne Shorter tocó con Miles Davis en su segundo quinteto (1961-1965) uno de los mejores grupos de jazz de la historia, y también en Weather Report, el “súper grupo” que elevó (y salvó) la categoría de jazz-fusión, entre 1971 y 1985. Pero además de estar en esos grandes grupos, Shorter tuvo una carrera como líder y solista notable, de la cual dan una buena medida unas cuantas de sus composiciones, que hoy son ya clásicos del jazz, que siguen siendo tocadas alrededor del mundo, en los formatos más variados. Como dijo un crítico, “sus canciones son sucintas, inteligentes, a veces lindas, pero además plantean preguntas que no tienen respuestas. Muchas de sus canciones de los años 60´s, cuando escribía una pieza maestra tras otra -”Fall”, “Limbo”, “Nefertiti”, “Orbits”, “Footprints”, “Speak No Evil”- están imbuidas de frases con ritmos y duraciones extrañas, desparejas, y asentadas en armonías enrarecidas” (Ben Ratliff).
Aunque la música de Shorter continuó siempre en permanente expansión y exploración, esa descripción respecto de sus primeras composiciones creo que sigue siendo totalmente válida, tanto para sus composiciones con su último cuarteto (un grupo maravilloso que tuvimos la fortuna de escuchar en Buenos Aires, con Brian Blade en batería, el magnífico Danilo Pérez en piano, y John Patitucci en bajo, de quien escribimos una reseña en estas columnas) como en su último gran trabajo discográfico, Emanon, un disco triple editado en 2018, que venía acompañado de una novela gráfica.
En Emanon (no name al revés, “sin nombre”) Shorter evidentemente empieza a plasmar algún tipo de legado, a su estilo, circular, ambiguo, sin formas del todo definidas, en el que aparecen algunas de sus viejas composiciones, reformuladas, y otras nuevas, estrenadas en el disco. Hay una suerte de suite en cuatro partes en la que participa una orquesta de cámara, la Orpheus Chamber Orchestra, que interactúa con Shorter (ya sin tocar el saxo tenor, sino solo el soprano) y su cuarteto. El resultado es realmente interesante y desafiante, hay pasajes en los que orquesta y cuarteto realmente entran en una misma dimensión y la música fluye de manera extática, y otros en los que parecen dos fuerzas en colisión, buscando cada una su lugar. En esa incomodidad de pronto aparece el sutil saxo de Shorter, tratando no de guiarlos, sino de aportar alguna idea que permita ir allí, donde todos quieren ir, a ese lugar en el que todo parece estar en paz. Son tres discos, más de dos horas de música (aunque hay buena parte del cuarteto solo, grabado en vivo) así que justamente de eso se trata; de una búsqueda, con momentos de calma y alivio y otros de incertidumbre. En cualquier caso la experiencia es estimulante, enriquecedora. Hay muchos momentos, en especial cuando está la orquesta, en que la música adopta un cariz definitivamente cinematográfico, con la tensión creciendo y creciendo, acompañando el desarrollo dramático de un guión que desconocemos, pero que cada uno podrá ir imaginando. La música cambia, drásticamente, como siguiendo un guión que avanza hacia lo desconocido
Esta cualidad en la música de Shorter no es casual: el cine siempre ha sido una de sus principales inspiraciones y motivaciones, y uno de sus compositores favoritos es el inglés Vaughan Williams, quien a su vez fue una influencia importante en los compositores de música para películas de la segunda mitad del siglo XX.
Absence, el más reciente trabajo de Blanchard en el que rinde homenaje a Shorter, parece justamente desarrollarse en estas dimensiones múltiples que ha venido transitando Blanchard a lo largo de su carrera, y si bien al principio en sus reuniones con Spike Lee era sin duda el jazz de su cuna el que nutría su pluma a la hora de escribir los soundtracks para las películas, aquí claramente las influencias se revierten, y es evidente cómo el recorrido de Blanchard como compositor de música para acompañar imágenes empieza a nutrir su relación con el jazz. Junto al grupo de corte más electrónico E-Collective, se suma un conocido y experimentado cuarteto de cuerdas, el Turtle Island String Quartet, que le permite ampliar el paisaje sonoro todavía un poco más, a algo parecido al “jazz de cámara”, pero en el que hay rock, hip-hop, música electrónica, armonías y formas abstractas, y unas cuantas cosas más.
La trompeta de Blanchard, modificada a través de efectos electrónicos, suena punzante y desgarradora, a veces abriendo camino en medio de la confusión general que crean ciertas armonías indefinidas y adrede confusas, y otras delineando - a lo Shorter- melodías incisivas y precisas, originales y en especial, impredecibles. El sonido del grupo ampliado es moderno, venturoso, arriesgado y para nada complaciente. La escritura de Blanchard es profunda, y tanto en los temas originales como cuando versiona los de Shorter (cinco de doce temas) la música fluye misteriosamente a través de fulgores a veces inquietantes y a veces reconfortantes, nunca intrascendentes.
Abscence es un gran homenaje al Shorter de todos los tiempos, al de los años 60 y al actual, al que tocó con Miles Davis y Art Blackey y que encabezó Weather Report, al que le gustan las películas y la música para películas, y al que grabó ese gran disco que es Emanon, en algún punto redefiniendo el jazz actual. Difícil pensar en alguien que lo pudiera hacer tan bien como el inigualable Terence Blanchard.
Emanon:
https://open.spotify.com/album/4Uguo06n5X81MwqGM9H2Ok?si=MLstTszqSNuH2cc10MafYw
Absence:
https://open.spotify.com/album/1fzoq1zIpM4L6KOpjpfLdp?si=lJsfEEOZQvuQhlx2nNMgyQ
Live:
https://open.spotify.com/album/23RkwE72XLLSM2PAaT0pk9?si=1dOugLnMROKMKgkWvPLtiw
TOM HARRELL- Live at the Village Vanguard (2002) First Impressions (2014), Infinity (2019) (21-10-21).
Con una discografía que destaca no sólo por lo prolífica sino por lo coherente y su consistente calidad, el trompetista (también tocal el flugelhorn, o fiscorno) compositor y arreglador Tom Harrell se ha convertido a fuerza de trabajo y tenacidad en uno de los nombres imprescindibles del jazz moderno de los últimos treinta años. Hoy compartimos sus dos últimos trabajos, y un previo grabado en vivo, pero realmente es difícil encontrar algún disco suyo que no sea interesante y que no contenga música original, que valga la pena conocer y explorar.
Nacido en 1946 en Illinois, Harrell tiene entre sus antecedentes haber tocado en los últimos años de dos grandes orquestas de la era dorada de las big-bands de jazz, las de Woody Herman y Stan Kenton, ni más ni menos, aunque luego tocó con figuras más modernas como Horace Silver y en especial, Bill Evans, Ya a fines de los 80 empezó su carrera solista, grabando discos como líder y con sus propias composiciones. A su evidente talento Harrell le ha tenido que sumar una constancia y tesón admirables, pues en más de una ocasión en su carrera tuvo que sobreponerse al agravamiento de una esquizofrenia crónica y bastante severa.
El disco en vivo en el legendario Village Vanguard de Nueva York, sede de tantos álbumes en vivo memorables (que por suerte reabrió sus puertas a fines de septiembre luego de haber estado totalmente cerrado durante la pandemia), fue grabado en noviembre de 2001, con un quinteto lleno de brío y entusiasmo (Jimmy Green en saxo tenor, Xavier Davis en piano, Ugonna Okegwo en contrabajo y Quincy Davis en batería). El disco abre con Asia Menor, a todo ritmo y con aires orientales, sobre los que ya de entrada Harrell, aunque todavía un poco tímido en el comienzo del set, dispara sus frases típicas: largas, punzantes, con un swing implícito y firme pero nunca exuberante ni pretensioso. Las composiciones de Harrell tienen mucho trabajo intelectual, un desarrollo casi arquitectónico en el que distintas capas se van superponiendo y sobre las que se van creando tensiones y equilibrios. Así también se lo escucha cuando improvisa, como un improvisador eminentemente intelectual, y a la vez con el nervio a flor de piel.
Everything Happens to Me, de los años 40, es uno de los standards más hermosos del universo del jazz, una balada entre triste y quejosa con una melodía única, que entre otros inmortalizaron Frank Sinatra y, especialmente, Chet Baker. La letra habla de un hombre al que todo le sale mal, al que la buena suerte le resulta siempre esquiva, hasta, por supuesto, enamorarse de la persona equivocada. Y sin embargo, es una canción que al mismo tiempo está llena de esperanza, solamente de lo linda que es. Hay cientos, seguramente a esta altura miles de versiones, y acá, sobre el final del concierto, a solas con el pianista Xavier Davis, Harrell regala una de las más hermosas que hayamos escuchado. Claro que esta versión es solo instrumental, y puede percibirse a Harrell, que sabe de padecimientos, pelear con algunos demonios al final de su primer solo, meterse en cierta oscuridad, y salir a flote otra vez, rescatado por la propia melodía. El disco, que tiene el encanto adicional de poder escuchar aplausos, voces y susurros, del público y de los músicos, termina con Party Song, como indica el título con un clima más festivo y como corresponde, lleno de swing.
Las dos décadas siguientes encontraron a Harrell, ya un veterano con amplísimo recorrido, productivo y muy enfocado en la composición, con casi un disco por año en forma ininterrumpida, verdaderamente, todos muy buenos. Tuvimos la suerte también de tenerlo en Argentina de visita un par de veces, en ambos casos, con conciertos memorables. Quizá arbitrariamente tomamos dos de los últimos editados hasta la fecha para recomendar especialmente.
First Impressions podría aparecer a simple vista como un intento más, entre tantos, de fusionar música clásica con jazz, pues aquí Harrell se dedica a explorar la música de Ravel y Debussy, dos compositores del Impresionismo francés de finales del siglo XIX y principios del XX. La verdad que a poco que escuchamos este disco nos damos cuenta de que no, de que esto es algo realmente serio, con un tratamiento respetuoso pero sumamente creativo de la obra original, y de sus propias composiciones, que siguen la misma línea temática y melódica formando un todo no sólo coherente sino sumamente placentero. Acompañado por su quinteto al que se suman un cello, un violín y una flauta, Harrell aporta con refinado gusto pequeños toques de Latin-jazz, su infaltable concepto del swing, mucho de hard-bop y, a lo largo de todo el disco, un tratamiento de las melodías -tanto al rendir los temas como en las improvisaciones- que no hacen más que realzar la belleza de esa música delicada y tan sensual de los compositores franceses, tan presente además, en las aventuras del cool jazz de Miles Davis, por ejemplo. Es novedoso el enfoque para Beau Soir, de Debussy, que luego de un comienzo tranquilo y elegante, poco a poco va mutando hasta desarmarse y sonar bastante más desencajado y con cadencias propias del free-jazz. Harrell, a conciencia o no, ha hecho con este trabajo un recorrido generoso, en el que los impresionistas, los cooleros y los hard-boppers quedan entrelazados en un viaje atemporal exquisito y estimulante. Escuchen, con el volumen bien alto, el tema de Harrell, Perspectives, donde todo lo que nutre este álbum está concentrado de forma maravillosa.
La tapa de Infinity nos muestra a Harrell parado y trompeta en mano en un pasillo, que podría ser en un piso de uno de esos hoteles modernos y enormes, lleno de habitaciones anónimas, o quizá algún otro tipo de instalación futurista, iluminada, pero incierta. El disco arranca con todo desde las primeras notas de Fast y ya nos prepara para lo que vendrá a lo largo de todo el trabajo: un quinteto on fire que avanza con paso decidido e intrépido en las incursiones que propone el líder, a través de un repertorio formado totalmente por composiciones originales, que abundan en influencias variadas y en recursos cuidadosamente utilizados, siempre al servicio de la música, y no al revés. El grupo lo completan Mark Tuner en saxo tenor, Charles Altura en guitarra eléctrica, Ben Street en contrabajo y Jonathan Blake en batería. Para un tema, se suma Adam Cruz en percusión. Harrell sigue exhibiendo su categoría de músico “total”, tanto como compositor y arreglador, como intérprete y como líder de banda, ya que bajo su dirección todos los músicos que lo rodean contribuyen al proyecto común, con un sonido realmente grupal con mucha personalidad. La música de Harrell está en permanente movimiento hacia adelante, como movida por algún tipo de urgencia; un movimiento que transcurre en los márgenes de una elaboración meticulosa, donde todo está calculado, y en el que la solidez rítmica de sus grupos resulta esencial. Ground, llegando al final del disco, parece hecha para salir a correr, a moverse, o a bailar; difícil escucharla y quedarse sentado.
Harrell, tanto en la trompeta como en el fiscorno tiene un sonido controlado, en general dentro de un registro sin grandes sobresaltos, pero que domina a la perfección y lo hace capaz de diseñar líneas angulosas y frases complejas a velocidad, y también frases repletas de un lirismo ascético en las baladas o temas más lentos. En total, la música de Harrell entra en la mejor categoría: aquélla música que es compleja pero sin que casi nos demos cuenta. Un lujo de músico para explorar y recorrer.
Live at the Village Vanguard:
https://open.spotify.com/album/2Yu60bLFKkSu67g52wfKDB?si=fnWF2X6HSlaG_3cjV2W7BQ
First Impressions:
https://open.spotify.com/album/0jb5CI1ujuLcYu61odKXLl?si=tiV_C1aEQg6AtafliZLLHw
Infinity:
https://open.spotify.com/album/1u1MSp3R5PMVCk6tYf0ekp?si=Jm_8jhCMRYOQfV-IIT8YDw
ART TATUM- Piano Starts Here (14-7-21).
Aunque incluso para los amantes del jazz poco a poco empieza a ser un nombre relegado en el olvido, Arthur “Art” Tatum Jr. fue uno de los primeros grandes virtuosos del jazz, y sin duda, uno de los grandes virtuosos de toda su historia. Nadie, antes ni después, tocó el piano como él, y es difícil encontrar un talento similar, una destreza técnica al mismo nivel incluso en otros instrumentos, sobre todo en aquéllos años pioneros. Su peculiar vida estuvo llena de anécdotas; como siempre, algunas verídicas y otras, distorsionadas y exageradas un poco por la leyenda.
Tatum nació en Toledo, Ohio, el 13 de octubre de 1909; casi ciego desde muy pequeño a causa de unas cataratas tan severas como incurables, logró recuperar algo de su visión gracias a algunos tratamientos descriptos por él mismo como tortuosos, aunque pocos años después, luego de un asalto en la calle cuando tenía veinte años, perdió la vista definitivamente, en ambos ojos.
Ya a los tres años estaba claro que Tatum era un niño prodigio, con un oído superlativo (oído absoluto) y una impresionante habilidad para aprender todo tipo de música de oído y de una sola vez; sus padres eran músicos amateurs, y se ocuparon de que pudiera de algún modo desarrollar y explotar su talento. Si no hubiera sido negro, y si no hubiera vivido en la época en la que vivió, seguramente un niño prodigio de esas características hubiera empezado muy pronto una carrera en el mundo de la música clásica. Vedado ese mundo por completo (no está claro de todos modos, como en otros casos -el de Nina Simone, por ejemplo- si a Tatum le hubiera interesado) siendo todavía adolescente empezó a tocar profesionalmente, y su nombre empezó a recorrer los circuitos jazzísticos de la época. Revisando su biografía, encontramos una de las primeras anécdotas justamente en esos años, imposible de verificar: mientras se corría la voz sobre el talento de este chico, estrellas de la época como Duke Ellington, Louis Armstrong, Joe Turner o Fletcher Henderson, iban de uno en uno en una suerte de peregrinación a Toledo, sólo para escuchar a este nuevo fenómeno.
¿Y qué era tan extraordinario respecto de Tatum? Para empezar, encarnaba todos los estilos pianísticos que lo habían precedido hasta entonces, y aunque su mayor influencia era el también pianista Fats Waller, cinco años mayor que él y mucho más famoso, Tatum también incluía -y superaba- en su estilo a grandes pianistas como James P. Johnson, Earl Hines, y todos los exponentes del blues y del stride. Cuando tocaba, además, sobresalía con una técnica que estaba más allá de cualquier descripción posible con palabras, capaz de tocar cualquier cosa que quisiera, y en especial, cosas que otros directamente no podían tocar. La gran Mary Lou Williams, pianista genial, dijo una vez: “Tatum hace todo lo que otros pianistas intentan hacer, pero simplemente no pueden”.
Esa habilidad técnica, llena de virtuosismo y con la que podía correr en el teclado a una velocidad imposible y tocar los pasajes más intrincados con total facilidad y naturalidad, era a la vez un despliegue permanente, con esa misma naturalidad, de ideas armónicas y melódicas que solían dejar a los oyentes, boquiabiertos y absortos. Podía tocar un mismo tema por horas, sin siquiera repetirse, tocando cascadas de notas y las más complicadas sustituciones armónicas y modulaciones de acordes, como si estuviera tocando un tema infantil. Sus interpretaciones de canciones populares eran al mismo tiempo exuberantes, sofisticadas, grandiosas, simples, e imposibles de emular.
Tatum también tenía un “toque” totalmente único, con sus dedos que apenas si se apoyaban en el teclado, con una articulación fantástica, que valió comparaciones (las odiosas comparaciones que pretenden “legitimar” o “enaltecer” al comparado, en este caso Tatum) con eximios y famosos pianistas como Vladimir Horowitz y Leopold Godowsly, quienes además eran, a propósito, admiradores pasionales de Tatum, al igual que lo era George Gershwin.
Otra de las anécdotas refiere que Gershwin, siendo ya una celebridad en Nueva York, dio una fiesta en su casa, justamente, para “mostrar” a Tatum delante de una cohorte de personalidades. Horowitz estaba presente, y había preparado especialmente un arreglo de Tea for Two (que Tatum había grabado en 1933, y que era una de sus canciones preferidas) para mostrársela. Cuando Horowitz terminó su arreglo, Tatum, emocionado, le dijo “estuvo fantástico, siga tocando, por favor”. Un poco avergonzado, Horowitz le explicó que eso era todo, que ese era el “arreglo” y que ahí terminaba la interpretación… Tatum sonrió y se sentó al piano, para mostrarle algunas variantes que se le ocurrían a partir de su arreglo… y estuvo tocando Tea for Two por más de una hora....
Por su flexibilidad para tocar, su velocidad y por sus innovaciones armónicas, Tatum fue también una influencia fuerte en saxofonistas como Coleman Hawkins y, muy especialmente, Charlie Parker, quien apenas llegó a Nueva York se consiguió un trabajo como lavacopas en el bar en el que cada noche tocaba Tatum, sólo para poder escucharlo. De hecho, el be-bop en general recibió y se nutrió de la influencia de Tatum y sus articulaciones, tanto en el fraseo como en las armonías que tocaba con tanta facilidad. El fraseo endiablado de Parker, si es que viene de algún lado concreto, es del fraseo de Tatum en el piano.
Ahora, si Tatum era realmente tan genial (la verdad, no hace falta más que escucharlo tocar unos minutos para advertirlo y comprobarlo) ¿qué fue lo que pasó con él? Es difícil no caer en lugares comunes a la hora de encontrar razones que expliquen por qué quedó truncada la carrera de un genio del jazz, o al menos por qué la historia no fue más justa con él, pero la verdad, es bastante obvio: Tatum era negro (y ciego) en los Estados Unidos, en la primera mitad del siglo XX, y lo cierto es que ese hecho define toda su vida y explica todo. Horowitz mismo, supuestamente, dijo que si Tatum hubiera tenido la oportunidad, “hubiera habido un montón de pianistas de música clásica desempleados caminando por las calles”. Pero claro, Tatum no tuvo igualdad de oportunidades, en una época en la que lo máximo a lo que se podía aspirar siendo negro era a la doctrina “separados pero iguales”, una trampa dialéctica que simplemente servía para perpetrar la desigualdad y la discriminación racial.
Según cuenta otra de las leyendas, cierta noche Tatum estaba tocando su repertorio habitual, cuando una mujer blanca se le acercó y, sólo para desafiarlo, le preguntó si podía tocar algo de “música seria”. Sin parar de tocar, sin mirarla siquiera, Tatum enganchó lo que estaba tocando y tocó de memoria las Variaciones Goldberg, de Bach.
Desde otra perspectiva, Tatum era un músico, y un pianista, tan complejo, que era difícil tocar con él, y así es como casi siempre terminaba tocando solo (aunque sí hay algunas grabaciones con su trío) en una época en la que el formato de piano solo como forma artística más “elevada” no tenía ni la difusión ni el status que tiene hoy; más bien al contrario, el pianista solo era en general catalogado como un mero entertainer. (Tatum grabó un disco con Ben Webster, que vale la pena escuchar por la calidad de ambos y el repertorio, pero que es un ejemplo de cómo Tatum quedaba contenido en estos contextos, sin poder desplegar del todo sus habilidades y su sonido).
Finalmente, Tatum era un improvisador maravilloso que podía tocar sin límites de tiempo, y nunca se quedaba sin ideas musicales, pero no fue un compositor en el sentido más formal del término (era, en realidad, un compositor “instantáneo”) y apenas si escribió un puñado de piezas con las que contribuyó al repertorio jazzístico. Y para rematar todo esto, como escribió el histórico crítico e historiador de jazz Leonard Feather, “Art Tatum no tiene ni la apariencia ni los modos de un gran artista. Su voz ronca, su andar torcido y su infinita capacidad para tomar cerveza no daban ninguna señal de la delicadeza y la finura de su arte”. Tatum fue un pianista tan excepcional e inimitable que, al contrario de tantas otras figuras del jazz, no hizo “escuela”, ni tuvo “sucesores”, salvo, en cierta medida, el gran Oscar Peterson.
Con sólo 46 años y luego de complicaciones renales, Tatum murió en un hospital en Los Angeles. De todas las anécdotas acerca de él, algunas seguramente exageradas, hay una en particular que nunca fue puesta en duda y que varios testigos relataron a lo largo de los años. Resulta que Fats Waller estaba tocando en un bar de Nueva York a sala llena cuando se dio cuenta de que Tatum había entrado al local para escucharlo. Paró de tocar, tomó el micrófono y dijo a su audiencia: “Señoras y señores… yo soy sólo un pianista, pero Dios está en la casa con nosotros esta noche” (“Ladies and Gentlemen, I´m just a piano player, but God is in the house tonight”).
Piano Starts Here:
https://open.spotify.com/album/1FCIddh80qKhpueDBsLNfr?si=uWfTUeIkSfaKZoXJBTCKKA
Solo Masterpieces Vol. 1:
https://open.spotify.com/album/6u03wnGbicx8NYZ38R1hOW?si=-a_CNjHiRDKfZRRDLyqSsQ
Art Tatum and Ben Webster:
https://open.spotify.com/playlist/6dSkCqP0VyNpig9ENpH4Y7?si=8a76379435c743f9
YAZZ AHMED: Finding My Way Home (2011), La Saboteuse (2017), Polyhymnia (2019) (7-10-21)
Hija de madre inglesa y de padre oriundo de Bahrain, un pequeño país de la península arábiga formado totalmente por islas (algunas de ellas artificiales, para darle un toque todavía más extraño), en el cual ella misma también vivió por varios años, Yazz Ahmed, compositora y trompetista nacida en Inglaterra en 1983, se ha ido convirtiendo, a fuerza de trabajo, constancia, talento, becas y encargos recibidos en el momento justo, en una voz imprescindible de la escena actual del jazz. Muy activa hace ya más de una década, sus tres álbumes como líder editados hasta ahora muestran perfectamente su continuo desarrollo, y cómo fue trabajando sobre una matriz propia, vinculada directamente a su ascendencia y a su experiencia personal en el archipiélago.
El título de su primer disco, Finding My Way Home habla por sí mismo de las intenciones de Ahmed, de encontrar su propio sonido en medio de una escena multi-cultural como la inglesa, llena de inmigrantes prácticamente de todo el mundo. En el caso de Ahmed esa búsqueda la encontró tratando de unir jazz y música árabe, entrelazando tonalidades, buscando un territorio común en la improvisación y en el trabajo moldeado de melodías tradicionales. Es un disco interesante y promisorio, agradable de escuchar, con varios pasajes intensos y climáticos, con ritmos cambiantes e intrigas que se van desarrollando. Hay mucha interacción a dúo entre Ahmed y Janek Gwizdala (co-compositor de algunos temas y virtuoso del bajo eléctrico, quien también participa en los otros dos discos), y algunos invitados notables, especialmente Shabaka Hutchings en clarinete, en un tono general más bien íntimo y medido. Además de ser una compositora original, Ahmed se destaca notablemente como trompetista (también toca el fiscorno) con un sonido cálido, audaz y confiado. Todos los temas son propios, excepto una más que interesante versión a dúo (trompeta y bajo eléctrico) del clásico de Miles Davis, So What y Birthdays, Birthdays, de Stan Sulzmann.
Lo mejor, de todos modos, estaba por venir en los dos discos siguientes, en los que Ahmed siguió desarrollando sus ideas y su imaginación a la hora de componer, cada vez de manera más refinada, aguda y compleja, trabajando sobre esa matriz conjunta de jazz y música árabe, pero de manera mucho más sutil (y profunda) que en su disco debut.
La Sabateuse de entrada nos muestra una sonoridad mucho más ambiciosa y power, con los mismos ingredientes primarios que en el disco debut, pero potenciados por un ensamble mucho más largo y estable (un septeto con el que empezó a trabajar regularmente) y por el uso de la música electrónica de manera más ambiciosa, sonidos más rockeros y muchos pasajes de psicodelia setentista renovada y enaltecida. Las melodías arábigas están tal vez más presentes y son más reconocibles, y lo interesante es el trabajo ornamental a través de un sonido bien jazzístico que les da Ahmed. Dispuesta a arriesgar más, a lo largo del disco Ahmed lleva su grupo a nuevos terrenos, jugueteando con desafíos que sacan al oyente de cualquier lugar de comodidad posible, algo que no se percibía en el primer disco. La música es intensa y arremetedora, llena de colores, matices y micro-temas dentro de los temas que se van superponiendo de maneras interesantes y novedosas, en una clara expansión sonora original y poderosa. Hay mucha percusión, teclados eléctricos, un clarinete bajo rabioso que se vuelve omnipresente en buena parte del disco y muchos solos sobrevolando una base rítmica enérgica y potente. Un gran segundo disco que muestra el trabajo meticuloso en la composición y en la instrumentación respecto de su antecesor, y que además terminó de colocar a Ahmed en el centro de atención, ya que recibió solamente buenas críticas con este álbum, que incluso para un medio especializado fue el mejor disco del año.
Hasta ahora su obra más compleja y novedosa, Polyhymnia es una obra larga en seis partes, comisionada especialmente por una organización en Birmingham dedicada a los derechos de las mujeres, cuyo título está inspirado en la diosa griega de las artes, y en la que cada parte está inspirada en y dedicada a una mujer en especial, sobresaliente e inspiradora. Acá el septeto también fue ampliado a una suerte de big-band de hasta doce instrumentistas (todas mujeres) y así como La Saboteuse representó un salto adelante respecto del primer disco, este tercer trabajo vuelve a mostrar la capacidad de Ahmed de seguir expandiendo sus propias fronteras. Los temas son largos, hasta 10 minutos en algunos casos, cada uno con desarrollo dramático propio e intensidad variables, y según se explica en el disco, inspirados en Rosa Parks, Ruby Bridges (ambas con roles salientes en el movimiento por los derechos civiles en los EEUU), Malala Yousafzai (Pakistaní, premio Nobel de la Paz), las mujeres que participaron del movimiento que permitió el voto femenino en Inglaterra a principios del siglo XX (the Suffragetes), Bárbara Thompson, saxofonista pionera en el jazz inglés, y la directora de cine saudita Haifaa Al Mansour.
Más allá de estas referencias y de las fuentes de inspiración de Ahmed, el disco muestra un trabajo fenomenal, que oscila con un sonido propio y original desde melodías inconfundiblemente arábigas a piezas directamente con aire a Nueva Orléans y a una marching band del sur de los EEUU, pasando por el blues, el pop y el rock, la composición más abstracta, melodías oscilantes y pasmódicas y ritmos que pueden acelerarse o detenerse en forma sorpresiva pero nunca disruptiva. La calidad de Ahmed como compositora y arregladora, en este caso para un ensamble complejo y numeroso, es fusionar todo y que suene atractivo y estimulante, y no como un mero collage de ideas superpuestas que buscan lograr un efecto superficial más que adentrarse en las profundidades de estos universos sonoros, que aquí quedan plasmados con total genialidad.
Finding My Way Home:
https://open.spotify.com/album/0D9L3GIs2csJ7LOXtE9EXm?si=6DC_9krWTCKeM4D-7qtpSw&dl_branch=1
La Saboteuse:
https://open.spotify.com/album/7wnkO3e8Hj7ECrSliO6qQs?si=UTMV20EbQ8W2mNhBkWZvXQ&dl_branch=1
Polyhymnia:
https://open.spotify.com/album/3O5YfA2W8L8yGtViVRwd61?si=lJ2ZGRlHTpWJnzbJanQceQ&dl_branch=1
JORGE NAVARRO-Por todos estos años/ ERNESTO JODOS- La mirada detenida (30-9-21).
Dos discos de dos grandes pianistas de jazz argentinos. Generaciones distintas, estilos distintos, sonoridades distintas, y estos dos discos en particular grabados con diez años de diferencia entre uno y otro. Lo que hay en ambos, lo que los une, es la enorme calidad, y el amor y respeto por esta música.
Por todos estos años del querido Jorge Navarro (1940) presenta una hermosa colección de diez canciones del gran “American Songbook” (“cancionero norteamericano”), esas canciones imperecederas, escritas principalmente entre los años 20 y 40 del siglo pasado, por compositores como los hermanos Gershwin, Irving Berlin, Cole Porter, Ray Noble, Johnny Mercer, entre tantos otros. Aunque estas canciones fueron escritas dentro de contextos más amplios como los musicales de Broadway, producciones teatrales o películas de Hollywood, algo hizo que se destacaran y se ganaran un lugar para siempre en el repertorio de los músicos de jazz: lo que comúnmente se llama en este universo, standards.
Navarro, que apareció en la escena local allá hacia fines de los años 50 con el celebrado grupo Swing Timers, siempre ha sido un consumado intérprete de standards: los ha tocado durante toda su vida, literalmente, y por eso es el lenguaje musical en el que más cómodo se siente, y ésta es la música, como él mismo lo explicaba en las líneas que acompañaban la edición del disco, en 2009, que más quiere. En este álbum precioso y que no tiene desperdicio, rinde tributo a su propia carrera (más de cincuenta años como músico profesional, en ese momento) y a la música que más quiere con la inestimable compañía de su clásico trío, con Eduardo Casalla en batería (otro veterano local) y Carlos Alvarez en contrabajo.
Si bien editar un disco entero sólo con standards podría ser algo riesgoso, en tanto es un repertorio ya muy conocido y tocado cientos de veces, Navarro fue lo suficientemente inteligente para evitar los “grandes éxitos” y los temas más populares, optando por canciones un poco menos conocidas. Además, tanto él personalmente como el trío suenan en excelente forma, en lo que termina siendo un fantástico tour de force de jazz clásico de primer nivel.
En una entrevista que le hice en aquéllos años, pero previa a la grabación del disco (para la presentación de un proyecto junto a Ernesto Acher, de homenaje a Gershwin) Navarro me había contado que se acababa de mudar a una casa grande, en las afueras de la ciudad, y que estaba estudiando “un montón”, prestando especial dedicación a viejos standards que nunca había tocado, o bien que hacía muchos años. Obviamente el resultado de ese proceso de estudio y revisión fue la grabación de este disco, que deja en claro no sólo la belleza de estas canciones, sino además la plena estatura de Navarro como uno de los grandes pianistas y jazzeros del país.
Su toque y su sonido, reconocibles de inmediato, y su clarísimo sentido del swing -una de sus marcas registradas- están presentes en todo el disco, al igual que su costado más lírico, romántico por momentos. Así y todo, y con años en el camino, en este disco Navarro suena más profundo, sus solos transmiten una sensación de ameno reposo, y se puede percibir un nuevo uso de los silencios. Su agilidad en el teclado sin duda estaba intacta tanto como su swing, y su conocimiento de estos temas, con los que evidentemente tenía una relación casi de intimidad, le permiten literalmente darlos vuelta, y sonar con frescura y espontaneidad mientras va improvisando. Para decirlo claramente, en Por todos estos años, Navarro sonaba mejor que nunca.
La música de Ernesto Jodos (1973) es siempre interesante, muchas veces incluso un desafío para el oyente, como en este caso, en el que junto a un cuarteto que completan Carto Brandán en batería, Maximiliano Kirszner en contrabajo e Inti Sabev en clarinete, se interna en los sinuosos caminos de la improvisación libre, por definición siempre más arriesgados. Hace tiempo que Jodos viene recorriendo este camino en varios de sus proyectos, y se percibe en este trabajo, que además tiene una sonoridad totalmente nueva gracias a la incorporación del clarinete en el centro del sonido grupal, un nuevo avance, una nueva profundización, en esa búsqueda.
Cuando decimos “improvisación libre” queremos decir que se trata de una improvisación no tan estrictamente ligada a la melodía y a la armonía iniciales de los temas, sino que estos últimos son más bien puntos de partida para una excursión libre (o relativamente libre, ya que la interacción grupal siempre es un condicionante) que termina siendo mucho más colectiva que en el esquema clásico, en el cual el solista improvisa sobre la armonía fija que ya viene dada por el tema o canción (el ejemplo clásico: los standards, de los que hablábamos recién) y que en general sigue tocando la base rítmica.
Desde esa premisa el cuarteto se mueve con seguridad y paso firme, aún cuando incursiona justamente en terrenos donde lo que aguarda es lo inesperado. Ya sea a través de las líneas más aplomadas y económicas de Jodos, o siguiendo el trazo más enérgico, agitado y por momentos hasta revoltoso de Sabev (que redondea una tarea impecable a lo largo del disco, con un gran dominio de todo el registro del clarinete, que lo recorre de punta a punta), los temas -las improvisaciones- van creando climas cambiantes, en un permanente juego de tensión, más tensión, más tensión… y luego algo de calma, breve, pero calma al fin. Tempos que se difuminan, acordes disonantes, métricas imposibles de seguir, sonoridades inquietantes, melodías que no se puede anticipar hacia dónde van, enlazadas por momentos con un ritmo y un swing sostenidos y bien cargados, conforman un trabajo que, a medida que lo escuchamos y nos familiarizamos con el sonido del cuarteto, se nos revela más y más cautivador.
Para cerrar, dos yapas, una de cada uno:
Grabado en 2000, Sexteto fue el primer disco como líder de Jodos, en el que ya se vislumbraba una voz original con composiciones y arreglos propios, y que hoy sigue sonando con plena actualidad.
En 2019, Navarro se dio el gusto de grabar junto a un grupo de colegas-amigos, muchos de ellos de toda la vida, un disco en directo: Jorge Navarro & Amigos: En Vivo en la Usina del Arte. Standards, un bolero, un par de blues clásicos, y una buena versión de Último Tango en Paris, con Bernardo Baraj en saxo tenor, redondean un disco de claro aire festivo.
Por todos estos años:
https://open.spotify.com/album/6FiLoLQCx2Akw91YUf45BL?si=5Nk1g4IIRTisMFbG6dUnew&dl_branch=1
En Vivo en la Usina del Arte:
https://open.spotify.com/album/0Rgb95NIBVhMSkjLXucAm9?si=AeG-Wf2ORSORj0uRzRciHg&dl_branch=1
La Mirada Detenida:
https://open.spotify.com/album/2GTuPK5XGfbFzRzRJWumRD?si=mG6f5jaqSZqpuq97QzrWSQ&dl_branch=1
Sexteto:
https://open.spotify.com/album/02menM9lxdI7XjuShjpAQz?si=96ipTpg_Tw6VbLFsqTgysA&dl_branch=1
TRIBUTO A GEORGE WEIN: DUKE ELLINGTON, MILES DAVIS, NINA SIMONE: Live at Newport (17-9-21).
El martes pasado, a los 95 años, murió George Wein, figura emblemática y legendaria del jazz, cuyas contribuciones al desarrollo y la promoción de esta música que tanto amó serían imposibles de detallar en estas humildes líneas. Pianista de alma y devoto del blues, su aporte trascendente fue la creación, a mediados de los años 50, de un festival de jazz al aire libre, con el objeto de ampliar las audiencias hasta ese entonces limitadas a las capacidades de pequeños clubes o teatros. No estoy seguro de que el Newport Jazz Festival, cuya primera edición tuvo lugar en 1954 justamente en Newport, Rhode Island (a unas cuatro o cinco horas en auto de Nueva York) haya sido el primer festival al aire libre, pero sí que en su momento fue de los más importantes y exitosos, abriendo el camino para la creación y el desarrollo de otros festivales al aire libre de más de un día de duración, en los que se podía escuchar a un importante número de músicos y grupos a lo largo de una o varias jornadas, un formato que el rock iba a copiar y explotar en los años siguientes, especialmente con el festival de Woodstock, por ejemplo.
En la primera edición se calcula que unas seis mil personas asistieron a los dos días que duró el festival, un número exorbitante para los conciertos de jazz de aquellos años.
Wein, nacido en Boston en 1925, hijo de padres judíos, estuvo en el ejército de los EEUU, tocó el piano profesionalmente, tuvo clubes de jazz (con los que casi siempre perdió plata), sellos discográficos (lo mismo), y ayudó a tantos músicos (no sólo de jazz) en sus carreras, a través de sus festivales, que se convirtió en una figura querida y venerada por todos los músicos, creo que sin excepciones (cosa rara entre los empresarios).
El Festival de Newport (que luego se mudó a Nueva York) se convirtió así en escenario de conciertos memorables, y por suerte muchos de ellos quedaron grabados y registrados en discos para la historia. Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Louis Armostrong, Miles Davis,Thelonious Monk, Duke Ellington, Count Basie, Nina Simone, Ray Charles, y tantos tantos otros tuvieron sus discos “At Newport”. Testimonio de eventos musicales para la historia, parece claro que la mejor manera de honrar a Wein y rendir tributo a su mejor obra es justamente evocar algunos de esos discos, y revivir aquellas jornadas maravillosas.
El Newport además se convirtió en el epicentro de incontables anécdotas, algunas “famosas” (dentro del círculo del jazz) y otras no tanto. Muchas de ellas las cuenta el propio Wein en su libro de memorias, que escribió con el periodista Nat Chinen, con el humilde título Myself Among Others: A Life In Music (algo así como “Yo mismo entre otros: Una vida en la música”).
Entre las más famosas, y que está registrada en disco, además, es la que tiene como protagonista, cuándo no, al Gran Duke Ellington. Fue en la edición de 1956.
A principios de los años 50 Ellington atravesaba una suerte de transición, con su enorme popularidad declinando por primera vez en treinta años de carrera exitosa. Algunos de sus mejores solistas habían partido para empezar carreras solistas, el rock ya empezaba a ser la música claramente más popular, sobre todo entre los jóvenes, y en el campo del jazz, ya estaba bien asentada la revolución del be-bop de finales de los 40, con músicos “modernos” como Dizzy Gillespie, Thelonious Monk, Miles Davis, un incipiente Coltrane, y tantos otros, dominando la escena y acaparando la atención de la jueventud.
Por primera vez, además, Ellington se había ido del sello Capitol sin tener previamente un nuevo contrato ya firmado. De hecho, su contrato con Columbia Records fue cerrado tan sólo ocho días antes de este concierto. Un concierto que terminaría siendo fundamental.
Johnny Hodges, su saxofonista estrella, que había estado con él desde el principio y que había tomado unos años para lanzar su carrera solista, había vuelto a la orquesta apenas un tiempo atrás, luego de un paréntesis de casi cinco años; el baterista Sam Woodyard se había recién incorporado (se quedaría en la orquesta por los próximos quince años) trayendo con él un fuego nuevo desde los tambores y un nuevo concepto del swing totalmente revitalizado. La banda, en definitiva, estaba en excelente forma cuando llegó la fecha de presentarse en el Festival de Newport, con varias “leyendas” en plena forma entre sus filas: Paul Gonsalves, Willie Cook, Cat Anderson, Harry Carney, Clark Terry, Ray Nance, Jimmy Hamilton, Quentin Jackson and Britt Woodman.
Después de un primer set en la tarde-noche del 7 de julio, con el que Ellington no había quedado satisfecho, estaba prevista una segunda entrada, ya en la madrugada del día siguiente. Según comentarios posteriores, nadie en la banda estaba muy contento por tener que esperar tres horas en una carpa para volver a tocar. Quién sabe, tal vez haya sido esa bronca la que los hizo tocar como tocaron en ese segundo set, no sólo en su mejor versión, sino descargando una energía creativa realmente inusual para una big-band de jazz. El lugar todavía estaba lleno pasada la medianoche, y el Duke combinó viejos números como Black And Tan Fantasy, Sophisticated Lady y Take the “A” Train con una nueva composición, escrita especialmente para el festival, una suite en tres partes. Sin embargo, fue con dos antiguas piezas de 1937, Diminuendo in Blue y Crescendo in Blue, unidas por un largo solo de Paul Gonsalves en el saxo tenor, que la banda, casi casi literalmente, prendió fuego todo.
Con la banda y el Duke mismo gritando, aplaudiendo, alentándolo, Gonsalves se despachó con un solo de veintisiete coros de blues (lo que significa un solo muy largo) con una tensión tal que todo el mundo en el público terminó de pie, bailando, gritando, aplaudiendo, y encarando directamente hacia el escenario, como hipnotizados y contagiados por la euforia de Gonsalves y la banda, que tocaban al máximo, con un swing demoledor y Gonsalves lanzando melodía tras melodía, una mejor que la otra, hasta alcanzar un clímax sorprendente. A pesar de lo tarde que era, había como siete mil personas todavía. Algo que pocos años más tarde, en los conciertos de rock, iba a ser algo totalmente natural e incluso esperable, en 1956 y en un concierto de jazz, alarmó incluso a la policía, que se preparó para interrumpir el concierto. Cuando Gonsalves terminó su solo y dejó el escenario en llamas el propio Duke tomó la posta por un par de compases, y finalmente Cootie Williams cerró con las notas más agudas que se puedan tocar en una trompeta. El público estalló.
Alguien hizo señas a Ellington, que indicó a la banda un par de números más tranquilos, para calmar a todos, y Hodges encaró el micrófono para solear en I Got It Bad (And That Ain´t Good) y Jeep´s Blues. Durante años hubo una versión acotada del concierto en disco, pero a partir de la edición completa, se pueden escuchar los gritos y las quejas del público cuando el concierto termina, así como los intentos del Duke para calmar a la gente. Luego de Hodges, tuvo que llamar a Woodyard para que tocara un solo de batería, y evitar que la cosa pasara a mayores. Hoy parece mentira: la gente descontrolada en un concierto de jazz?
George Avakian, legendario productor de Columbia, escribió en las líneas que acompañaron la edición del disco: “Inmediatamente, periodistas y críticos ya estaban hablando de lo que había pasado. A la mañana siguiente, todo el mundo coincidía en que había sido una de las performances más excitantes que jamás hubieran escuchado. Todos coincidíamos en que había sido el triunfo del viejo “rocking blues”, algo que se extrañaba demasiado en el jazz de los últimos quince años”.
Aunque la banda estuvo al máximo todo el concierto, el solo de Gonsalves (y la reacción del público) quedaron por siempre grabados como uno de esos momentos históricos e inolvidables. Live at Newport fue el disco más vendido de Ellington, y marcó su regreso triunfal. Él mismo diría tiempo después, “pocas veces la frase de ´estar en el momento y en el lugar oportunos´ tuvo tanto sentido para mi. Esa noche en Newport nos devolvió como banda al centro de la escena del jazz”. (abajo ponemos el link para el disco completo. Para escuchar este momento en especial del concierto, ir a los temas: Duke Introduce Tune(s) and Paul Gonsalves- Diminuendo in Blue- Announcements, Pandemonium, y de ahí en adelante).
Otra de las anécdotas alrededor del festival tuvo a Miles Davis por protagonista. Sin haber estado incluido inicialmente, parece que llamó directo a Wein y le dijo “no podés hacer un festival sin mí. Tengo que estar”. El problema era que en ese momento Miles no tenía ni siquiera su propia banda. Wein le dijo de todos modos que sí, y lo incluyó en un grupo como invitado, sin que estuviera ni anunciado. Miles tocó un par de temas nada más, entre ellos Round Midnight, y fue uno de los grandes momentos de todo el fin de semana. Casi de inmediato, Columbia le ofreció contrato, y de ahí vino el primer disco de Davis para el sello, no casualmente también llamado Round Midnight (editado a fines de 1955) su primer disco con John Coltrane. Tres años después, en 1958 y ya afianzado con su nueva súper banda que incluía a Coltrane, a Julian “Cannonball” Adderley y al magnífico Bill Evans (con quienes en pocos meses iba a grabar quizá su obra maestra, Kind of Blue) Miles se presenta otra vez en el festival y el concierto es grabado y editado, Miles Davis-At Newport. La banda suena impecable, con la energía propia del lugar y de un concierto en vivo, tocando un repertorio que ya venía tocando hacía un par de años, con la chispa creativa al máximo, listos para entrar en la historia con las grabaciones que harían tan solo unos meses después.
Como dijimos, hay muchos conciertos editados y habrá que explorar y buscar qué está disponible en las plataformas. Para cerrar, compartimos otra joya memorable, por la música en sí y por la emotividad, de la inigualable Nina Simone.
El disco abre con Trouble in Mind , un clásico que Simone revivió en los arduos años de la lucha por los Derechos Civiles, al cantar:
Trouble in mind, I’m blue
But I won’t be blue always
'Cause I know the sun's gonna shine in my back door someday
El carisma, la potencia de la voz de Simone son, como siempre que la escuchamos, estremecedoras, como habrá sido escucharla en vivo en 1960, en plena lucha, dando pelea y haciendo oír su voz... gracias a George Wein, en Newport.
Ellington At Newport:
https://open.spotify.com/album/0t41BkcZayaAsa0FdRelfz?si=pszpF3mzTOaBowBQCmzLLA&dl_branch=1
Miles Davis At Newport:
https://open.spotify.com/album/6xFfdaTaeBM1eJ8StSH5hd?si=gIsnjW_tSS6md5bdKD-06w&dl_branch=1
Nina Simone At Newport:
https://open.spotify.com/album/5zQ76TVqIbQrAylEmWAmhC?si=m22_Su5BQia4h5dNhUBTbg&dl_branch=1
ENRIQUE OLIVERA, Incerteza- Everything I Love (Live)- SONNY ROLLINS, The Bridge (10-9-21).
Esta semana se cumplió un año desde que empezamos estas reseñas, o recomendaciones. Y esta semana cumplió 91 años el inigualable, único, Sonny Rollins, saxofonista tenor y hace mucho integrante del Panteón del jazz. Hace unos años que dejó de tocar, por cuestiones de salud, pero hasta que ya le resultó imposible seguir haciéndolo, estuvo muy activo bien pasados los ochenta años. En alguna oportunidad, el New York Times lo describió como "un genio" y como "el más grande improvisador viviente del jazz". Su discografía es enorme, con sus primeros discos como solista grabados allá a finales de los años 50, cuando irrumpió en la escena con una voz poderosa y original, únicamente eclipsada en aquellos tiempos por la figura monumental de John Coltrane.
Coltrane murió muy joven, y además como ya vimos en otras reseñas, realmente revolució el jazz al menos dos o tres veces, con discos que siguen siendo hoy venerados en todo el mundo. Rollins tuvo en cambio una larga y fecunda vida, y si bien es difícil decir que alguno de sus discos "revolucionó" el curso del jazz, su valor hay que encontrarlo en el altísimo nivel mantenido a lo largo de las décadas, marcando el camino para generaciones y generaciones de músicos de jazz que vinieron después que él, incluso hasta el presente.
Por eso mismo nos pareció que, además de comentar uno de sus discos más emeblemáticos, el mejor homenaje era compartir el trabajo de un gran saxofonista contemporáneo, de un lugar no tan evidenemente ligado con la New York de Rollins, con voz propia pero que sin duda encontró en el Gran Sonny una de sus mayores fuentes de inspiración. También, un festejo de cumpleaños para estas notas, en las que tratamos de traer tanto discos históricos como discos grabados recientemente. En tributo a Rollins, hoy hacemos las dos cosas. Bueno, a la música.
Desde Málaga, ciudad costera de Andalucía, tenemos dos trabajos notables del saxofonista tenor Enrique Oliver (1985), una muestra más de la estupenda salud y variedad imperante en el jazz español. Con un sonido impoluto pero no por eso vacío de carácter y dirección, Oliver toca realmente lindo y no se queda atrás a la hora de improvisar, en la línea, como venimos diciendo, de Rollins y más acá en el tiempo, Joe Lovano. El primer trabajo, Incerteza, editado en 2020, lo muestra junto a un cuarteto de lujo y con varios temas propios que exhiben una escritura firme y bien arraigada, lo suficientemente permeable para dejar que el cuarteto respire tanto colectiva como individualmente. Albert Sanz al piano, Deejay Foster al contrabajo, el más popularmente conocido Jorge Rossy en la batería, a quienes se suman Voro García en trompeta y Fernando Brox en flauta y trombón para un par de colaboraciones, forman un grupo de altísimo nivel y entre todos construyen un disco impecable de principio a fin, con todo lo que esperamos de un buen disco de jazz: melodías interesantes, interacción grupal, improvisación individual, buenos solos, swing, un par de baladas, un homenaje a Sonny Rollins en clave de calipso (uno de los ritmos favoritos de Rollins) y un homenaje a Coltrane, al hard-bop de los años 60 y a su sonido intenso pero todavía amable, antes de que entrara en su última etapa en la que se hacía (se sigue haciendo) difícil escucharlo. De hecho, el tema con aires coltraneanos, After This, es el único momento en el disco en que el sonido se vuelve un poco más áspero, en contraste con el resto del álbum que es ciertamente de tono mucho más cortés. Blues for Joshua cierra el disco bien arriba, con un tema bien sesentoso y lleno de swing al estilo de los hits que para el sello Blue Note grabara el genial trompetista Lee Morgan.
Everything I Love (Live) es un trabajo de corte más hondo, más personal tal vez, en el que Oliver toca a dúo con el guitarrista Jaume Llombart, y se dan el lujo de tener a Jorge Rossy como invitado en algunos temas. Desamparado de la protección que puede dar un cuarteto, aquí el dúo queda totalmente expuesto, en un mano a mano sin margen para el error y obligado a entregarlo todo para mantener vivo el fuego e interesada a la audiencia. La verdad es que lo logran con creces, construyendo un diálogo que nunca decae y recorriendo un repertorio de standards de jazz a los que le encuentran siempre un giro novedoso para construir una nueva versión. Llombart realiza una tarea admirable tanto brindando el anclaje armónico y rítmico para Oliver como también cuando le toca, más acotadamente, solear a él también. Y Oliver supera el desafío con un sonido realmente encantador, envolvente, con el vibrato justo, e improvisando con creatividad y la destreza suficiente para abordar temas que, por tan conocidos y tocados, demandan cierta audacia para seguir sonando atractivos.
A poco que empieza a sonar el disco, nos recuerda a The Bridge, de Sonny Rollins, grabado en 1962. Aquel fue un gran disco de Rollins (luego reeditado en cd bajo el título Sonny Rollins, The Quartets que incluyó otros dos temas originalmente pertenecientes a otro disco) que tenía en la participación de Jim Hall en guitarra eléctrica un encanto extra y muy particular, y es justamente por esa combinación de saxo tenor y guitarra eléctrica que el disco nos viene a la mente mientras escuchamos el de Oliver. Y también, claro, por el sonido del malagueño, que si bien ha logrado el suyo propio, la influencia de Rollins es inocultable. En The Bridge también están Bob Cranshaw en contrabajo, un compañero de Rollins durante décadas, y el gran Ben Riley en batería (baterista regular de Thelonious Monk, entre otros). El disco abre con una descarnada, por momentos lúgubre versión de God Bless the Child, tema escrito e inmortalizado por Billie Holiday, la cantante favorita de Rollins, tocada bien lenta y con el saxo arrastrando la melodía hasta casi desarmarla.Hall contribuye también con un solo breve y elocuente, que transmite todo el dolor de la letra escrita por Holiday. Siguen algunos standards conocidos, como Without a Song, You Do Something to Me, If Ever I Would Leave You y The Night Has a Thousand Eyes
Luego de una década intensa y repleta de discos de altísimo nivel, que lo colocaron junto a John Coltrane en el podio de los saxofonistas más influyentes, Rollins había hecho una pausa de un par de años alejado de las grabaciones y los conciertos, pero no había dejado de tocar. Al contrario, había encontrado un lugar en el puente colgante Williamsburg, que une Manhattan con Brooklyn, y se iba a tocar ahí todos los días, durante horas, al aire libre, soplando y soplando al viento y al río. Si había alguna duda con su regreso respecto a en qué estado estaba después de tanto tiempo sin grabar y tocar en vivo, The Bridge las despejó de un plumazo: Rollins estaba mejor que nunca, y así se comprueba cada vez que volvemos a escuchar estas grabaciones, en especial If Ever I Would Leave You (que Oliver también toca en su disco con Llombart, confirmando que la asociación inicial con la dupla Rollins-Hall era atinada) y más todavía en The Night… donde aparece Rollins en toda su dimensión, el improvisador de melodías capaz de tocar el mismo tema una y otra vez y no repetirse nunca, y menos aún aburrirnos, con una inspiración lírica y rítmica sin iguales.
Que el dúo Oliver-Llolmbart nos haya traído a la memoria y nos haya hecho escuchar de nuevo esta joya del catálogo de Sonny Rollins ya bien vale su escucha y amerita su recomendación. En medio del deprimente 2020 Oliver se las ingenió para editar dos discos excelentes, que nos harán seguir de cerca los próximos trabajos de este singular saxofonista malagués.
Nuestro consejo, nuestro homenaje, es escuchar a Oliver y después, más aún si siguen los días grises para este fin de semana, simplemente dejar que suene, horas y horas, el saxo rotundo, melódicamente imbatible, rítmicamente insuperable, de Sonny Rollins. Saxophone Colossus, otro de sus grandes discos, abre con uno de sus temas más conocidos, St. Thomas (un calypso en homenaje a su madre, que era de esa isla) uno de los mejores comienzos en la historia del jazz grabado, con un solo maravilloso de batería a cargo de Max Roach. A subir el volumen y disfrutarlo. Seguramente nos haga sentir mucho mejor.
Incerteza:
https://open.spotify.com/album/3F6aio7Nns3ehZAMtmzpWJ?si=I94CCGrVSbGzgF0p9vQILg&dl_branch=1
Everything I Love:
https://open.spotify.com/album/442Fd6gqwd9rIDshSKcKA4?si=ir9drujeSP6kBgEc-ktubQ&dl_branch=1
The Bridge:
https://open.spotify.com/album/4IUPjc5q4g3MlRC2TFHHOJ?si=K_R_1e4qTG6XYzFSokoilQ&dl_branch=1
Saxophone Colossus:
https://open.spotify.com/album/2dtjLAwt7Cq763h6AupyPZ?si=uYyqpYBjSom5uK4XjClxBQ&dl_branch=1
DIANE SCHUUR: Some Other Time- Running on Faith (2/9/21)
Nat Hentoff, histórico crítico de jazz, sostenía que no cualquier cantante, por más que interprete un repertorio jazzístico y que así sea presentada comercialmente en sociedad (se refería en ese caso puntual a Diana Krall y a Jane Monheit) puede ser definida o definido como un verdadero cantante de jazz. Citaba en su apoyo una frase del clarinetista Pee Wee Russell, aludiendo a los músicos de jazz: “Es una clase de gente -decía Russell- y no importa de dónde vengan, que tienen un sentimiento en su corazón y un ritmo en sus organismos que no se los podés sacar, incluso si los ponés a tocar en una orquesta sinfónica”.
Hentoff completaba la idea con sus propios pensamientos: “Cantar jazz es mucho más que una habilidad. Es algo tan serio como tu vida misma. Seguro, hay matices en cuanto a habilidades, pero para ser un cantante de jazz tenés que tener algo que decir, tu “propia historia”, que es lo que te mueve y te pone en ese lugar en ese momento”.
La cantante y pianista Diane Schuur vino dos veces a la Argentina, y en ambas ocasiones, en las que encantó al público, no dejó dudas en cuanto a su pertenencia a esa categoría aludida tanto por Hentoff como por Russell. La primera vez fue en aquel recordado Festival de Jazz de los Siete Lagos (Bariloche y San Martín de los Andes, en 2000, que nunca pudo tener siquiera una segunda edición), y fue una sorpresa para todos: por su increíble rango vocal, su voz a la vez suave y poderosa, su habilidad para cantar cómodamente en una variedad de ritmos y estilos, y por su actitud relajada en el escenario, bromeando con sus músicos y con el público. Quedó en claro también su calidad como pianista, que excede en mucho su habilidad para simplemente acompañarse al cantar.
La segunda visita fue varios años después, en 2008, cuando vino con su cuarteto de entonces a presentar justamente el primero de los discos que compartimos hoy. Sin el contexto más amplio de un festival en el que también hay otros artistas, en este caso Schuur cantó para un público que había ido especialmente a escucharla a ella, y el concierto que brindó fue memorable, con el cuarteto, y especialmente el guitarrista Dan Balmer, en altísimo nivel. El momento más emotivo llegó con el cierre y el clásico Danny Boy, un tema tradicional de Irlanda, casi un himno en ese país, que de ahí pasó a la cultura norteamericana, y que Schuur -como en el disco- cantó a capella, apenas acompañada sutilmente por su guitarrista.
Nacida en Washington en 1953, Schuur quedó ciega al nacer a causa de un accidente en el hospital. Fue en la Escuela Pública de Washington para Ciegos que, alentada por sus padres, empezó a cantar y a tocar el piano. Según ella misma contó, fue al escuchar a Sarah Vaughan y a Dinah Washington que quedó enganchada para siempre con el jazz, y que tuvo claro que quería ser una cantante de jazz.
Su momento llegó cuando el saxofonista Stan Getz, ya una figura prominente, la escuchó cantar en el Festival de Jazz de Monterrey en 1979, y la invitó a cantar con él, abriendo el show como número previo al suyo y a cantar un par de temas juntos. El siguiente gran momento llegó también de la mano de Getz. En 1982 el Presidente Reagan invitó a una serie de músicos de jazz para un evento en la Casa Blanca, entre ellos a Getz, quien llevó con su grupo a Schuur para que cantara con ellos. A partir de esta exposición prácticamente a nivel nacional, llegó el disco debut de Schuur, en 1984, Deedles, lo que marcó el inicio de una carrera fructífera y que continúa hasta el presente. Ha grabado un montón de discos, como líder y como invitada, cubriendo un amplio espectro del jazz vocal (incluido un disco entero con B.B. King, que justo no es uno de los más recomendables), y convirtiéndose en una de las cantantes más respetadas del género. Claro que a diferencia de otras apariciones más rutilantes y posteriores, y a pesar del amplio consenso entre músicos y críticos en cuanto a su talento y dos premios Grammy ganados como mejor cantante de jazz, Schuur, como tantos otros casos, ha debido hacer su camino en los márgenes de la atención del público más masivo, que parece preferir a las cantantes bonitas, correctas, ciertamente más superficiales… y que si susurran y hasta languidecen cuando cantan, mejor.
Está claro que Schuur no tiene la belleza comúnmente aceptada ni el encanto (superficial) de Diana Krall, Norah Jones o Melody Gardot (y la lista sigue) y tal vez eso explique que nunca haya recibido, a diferencia de esas colegas, un gran apoyo comercial y que nunca haya sido conocida fuera de los circuitos del jazz.
De su amplia discografía entonces, elegimos dos como punto de partida para quien quiera conocerla más y después siga con otros de sus discos.
Some Other Time (2008) es una colección de standards bien conocidos y de clásicos de aquellos “días de radio”, temas de Irving Berlin, los hermanos Gershwin, Rogers & Hart, y tantos otros compositores de esa era dorada de la canción norteamericana (que en EE.UU llaman el “American songbook”, el “cancionero americano”). El disco, en el que está acompañada por un grupo pequeño, básicamente una sección rítmica de contrabajo, batería y guitarra eléctrica, es simplemente impecable. Schuur rescata estas canciones tan tan versionadas y escuchadas, que ya han pasado los cien años de vida, y es aquí donde demuestra, con creces, tener aquello que reclamaba Hentoff: para cantar estas canciones no alcanza con la calidad técnica, hay que ponerles los “condimentos” propios, el toque personal, y Diane las revive con pasión, encanto y sutileza. Ya una cantante consumada, sabe perfecto cuándo swinguear, cuando seducir, cuando ponerse más dramática, cuando acelerar el tempo y cuando hacer la pausa para que la música respire.
Más de diez años (y varios discos) después, Running on Faith, editado en 2020 y con Schuur aproximándose a los setenta años, la vuelve a mostrar en plenitud total, al comando de una banda un poco más grande y (cuando los temas lo exigen) enérgica, encarando un proyecto más asentado en el blues, el gospel y algo de pop, al que igualmente se aproxima, y lo desarrolla con calidad y en algún caso, coraje, desde el jazz más puro. El tema del título, popularizado por Eric Clapton (acá en una versión más lenta, tipo balada), un par de viejos blues de Percy Mayfield; Something So Right, de Paul Simon, suenan con fuerza y originalidad, en la voz de Schuur, en los climas que va construyendo la banda en pleno, y en especial también en los solos que aportan, en el tenor o en el soprano, Ernie Watts, uno de los saxofonistas más relevantes del circuito (ex Chick Corea, entre muchos otros) y Kye Palmer en trompeta. En Chicken, un tema de fines de los 60 estilo James Brown, la banda se pone bien funky, con un groove contagioso y el saxo y la trompeta bien arriba, como para sacar a todos a bailar por un rato, mientras que en Everybody Looks Good at the Starting Line, Schuur despliega su pirotecnia vocal -scats incluidos- con la banda rockeando a pleno.
Dos puntos altos del disco, donde aparecen el coraje y la personalidad: All Blues, de Miles Davis, emblema del disco Kind of Blue, en una versión con letra, ajustada al espíritu complejo y relajado a la vez del tema, y Let it Be, no hace falta decir de quién. No es fácil versionar esta canción, y Schuur y su banda tomaron el camino correcto, seguramente el único posible: darle con todo, no quedarse a medias, hacer su propia versión, y dejar que el tema tome vuelo propio, como en el solo de Watts con el soprano: sin entrar ni buscar nada muy complejo armónica o melódicamente, encuentra el tono perfecto para mantenerlo simple y alcanzar el clímax emocional que esta canción, casi un himno ya, necesita. El disco termina con la única pieza instrumental, el spiritual Swing Low, Sweet Chariot, donde Schuur muestra lo excelente pianista que es, de dónde viene su música y que canta y toca con el alma y el corazón.
Some Other Time:
https://open.spotify.com/album/01X8iHu0gfFG64nWA1Lu3D?si=g2m01xzSQHGA33Prf-vmsw&dl_branch=1
Running On Faith:
https://open.spotify.com/album/6QFU1JtCOaV4P0aaEA9Aw9?si=ovk4Bm7WQNy7NAhpDxkULA&dl_branch=1
CHARLIE WATTS: From One Charlie- Charlie Watts Meets the Danish Radio Big Band// PETER KING: Footprints (26-8-21).
Dato curioso: hace exactamente un año, el 23 de agosto de 2020, y también a los 80, falleció en Londres Peter King, saxofonista alto y una de las figuras más prominentes del jazz británico. Por supuesto, era amigo y compañero musical en varios proyectos del mejor baterista de jazz de la historia del rock, Charlie Watts, quien obviamente no necesita ninguna presentación.
King era un caso especial: era autodidacta, dato en sí mismo no tan llamativo, si no fuera por el nivel musical que alcanzó rápidamente, y que lo llevó a debutar profesionalmente con sólo 18 años. Además, King aprendió a tocar copiando y emulando nada menos que a Charlie “Bird” Parker, (tarea en sí misma casi imposible) convirtiéndose en el emblema del be-bop en la escena londinense. Cuando en 1999 se inauguró una plaza con una escultura en bronce de Parker en Kansas, su ciudad natal, King fue el único invitado inglés a participar en los homenajes al gran saxofonista.
Por ser de la misma edad, por compartir la pasión por el jazz en general y la devoción por Parker en particular, cuando Charlie Watts empezó a armar su propia banda para grabar un disco de jazz puro dedicado a Parker, puede ser que haya tenido que elegir entre algunos nombres para completar el quinteto, pero tenía en claro de antemano quién estaría a cargo del saxo alto.
En uno de los tantos recreos (básicamente, de sí mismos) que se tomaron los Stones a lo largo de las décadas, en 1991 Watts se da uno de los mayores gustos de su vida y graba From One Charlie, justamente con King en el saxo alto, Gerard Presencer en trompeta (quien aparece también en el último disco solista que grabó Watts), Brian Lemon en piano y David Green en contrabajo (amigo de Watts de la infancia). El peso emocional del proyecto estaba a la vista ya desde la tapa del disco, y del pequeño librito que venía adentro: dibujos que había hecho el propio Watts, a principios de los 60 y antes de la fama Stone, dedicados a Parker, y que había sido editado como un libro infantil con el título Ode to a Flying High Bird.
El disco, más allá de que se tratara de un gusto que se estaba dando Watts, es una breve, sentida y excelente incursión en, y un homenaje a la música de Charlie Parker, que por supuesto, cobra vuelo en las ejecuciones magistrales de Peter King, quien además aporta varias composiciones propias. El disco dura apenas media hora, e incluye dos temas de Parker, Relaxin´ at Camarillo y Bluebird. A diferencia de lo que ocurría con Jagger y Richards en sus proyectos en solitario, con los que recibían casi la misma atención que con el grupo a pleno, tocando en grandes estadios llenos por todo el mundo (o casi; Jagger solista no llegó a venir a la Argentina, pero Richards, sí), Watts junto a su quinteto obviamente prefería la intimidad de los clubes de jazz.
Justamente, en el más famoso de los clubes londinenses, fundado y dirigido por el saxofonista Ronnie Scott, Watts graba en 1992 la secuela natural para su primer disco, A tribute to Charlie Parker with Strings (hablamos del clásico disco de Parker acompañado por una sección de cuerdas en la nota del 26/11/2020), en el que amplía el repertorio del disco debut con otros temas de Parker. Acá también -no encontré link para incluir el disco entero- el cuarteto suena excelente, con King inspirado, labrando solos tanto intensos como inteligentes, cuidando en mantener la fuente de su inspiración pero sin quedarse en la simple copia parkeriana, y con Watts haciendo lo que hizo durante seis décadas con los Rolling Stones: en un (aparente) segundo plano, se dedica con su sobriedad e incluso austeridad ya conocidas a brindar un swing preciso, un tempo infalible, un pulso que empuja la música hacia adelante sin pausa y sin prisa, haciéndolo realmente en forma tan perfecta que casi nos olvidamos que allí hay un baterista tocando.
Luego de los tributos a Charlie Parker siguieron dos álbumes en formatos más amplios, con cuerdas, instrumentos de viento y cantantes invitados, uno de ellos incluso con una orquesta sinfónica, en ambos casos dedicados a standards y clásicos del jazz, con un resultado un poco más desparejo, y más cercano a los experimentos que mezclan jazz y música clásica, pero que no logran conmovernos, porque no terminan sonando ni a una cosa ni a la otra.
Charlie Watts Jim Keltner Project sí que es una rareza, de la que el propio Watts, ya terminada, como dijo en una entrevista, no sabía bien qué pensar. Acá sí que no nos olvidamos de que hay un baterista, porque básicamente es un disco de batería y percusión. Se trata de varios temas, o pistas, dedicados a distintos bateristas emblemáticos e importantes del jazz (cada tema lleva el nombre de un baterista, lo cual vuelve a confirmar la importancia, musical y sentimental, que siempre tuvo el jazz para Watts) en los que Watts ahora sí, ocupa el primerísimo plano, junto al trabajo del productor Keltner, quien provee un arsenal de samplers, sonidos electrónicos, instrumentos adicionales, y una serie de agregados que terminan arrojando un resultado… cuanto menos original, en algunos casos entretenido y estimulante, y en otros un tanto incierto e indefinido, pero que vale la pena escuchar. Cada uno dirá qué le parece. De lo que no quedan dudas es de la enorme variedad de recursos de Watts como baterista y percusionista para adaptarse a distintos climas y atmósferas. Por momentos rockea, por momentos jazzea, y por momentos navega en aguas que no le son familiares, pero en las que flamea tranquilo gracias a su enorme versatilidad.
El plato fuerte de este breve recorrido por la producción jazzera de Watts viene al final, en su último trabajo por fuera de los Stones. Grabado en vivo en 2010 pero recién editado en 2017, se trata de un concierto junto a “la” big band dinamarquesa (The Danish Radio Big Band, conocida porque ha grabado durante mucho tiempo muchos discos con diversas figuras conocidas del jazz) ocasión para la cual junto con Keltner re-arreglaron la Elvin Suite (que formaba parte del disco anterior), dedicada obviamente al genial e inigualable Elvin Jones, baterista durante años de John Coltrane.
La orquesta suena impecable, ajustadísima, como suenan esas orquestas que en general están activas casi todo el tiempo, tienen trabajo fijo y, de algún modo, “caminan solas”. En este caso la conducción está a cargo del trompetista Gerard Presencer (quien también aporta unos cuantos solos, y quien ya venía tocando con Watts en su quinteto), y entre su mano, los arreglos y su propio vuelo, la banda suena con la potencia justa, con buenos solos, swing y buena interacción entre los solistas y las secciones. Claro, una vez más, Watts muestra su calidad como baterista, y regresa al lugar que más cómodo le queda: sin levantar la voz, sin estridencias, sin intervenciones resonantes, lleva la banda con pulso firme y seguro, en especial a través de la suite (escrita por él) que va pasando por distintos motivos melódicos y rítmicos, estructurados en un relato lleno de dinámicas y matices cambiantes, en especial la segunda parte, que empieza con un diálogo a solas entre la batería y el saxo tenor, al cual se va sumando la orquesta gradualmente, subiendo la tensión poco a poco El estilo de Elvin Jones, como baterista, estaba quizá en el extremo opuesto al que siempre cultivó Watts: expansivo, explosivo, dominante, lleno de polirritmos y esa sensación de que la música, impulsada desde los tambores y platillos, prácticamente estaba suspendida en el aire, flotando. El tributo de Watts a este gigante de la batería no pasa por emular su estilo, y por eso no intenta tocar como él, sino al contrario, lo homenajea a su modo, haciendo “su trabajo” de manera simple, pero perfecta, y dando todo lo necesario para que la orquesta y los solistas hagan el suyo. Sin estallidos rutilantes (a contramano de sus colegas rockeros) Watts construye la base rítmica para que la orquesta fluya con elegancia, levanta e inspira a los solistas, crea tensión y drama, pinta colores diversos y ayuda a crear los distintos climas por los que la música se va moviendo. Así como Jagger puede declarar “su simpatía por el diablo” lo más tranquilo, sabiéndose sostenido por un ritmo tan incisivo como intenso (y nunca desmedido) que no afloja y no lo abandona, y del mismo modo en que Richards puede soltar sus riffs y esas líneas de pocas notas que reconocemos al instante porque lo hace sobre un ritmo perfecto que no falla, la big band y los solistas pueden también tocar seguros, conscientes de que swing no les va a faltar.
El disco se completa con un par de temas de los Stones (por lo menos a mi, las versiones instrumentales de estas canciones nunca me convencen, aunque puedan sonar muy bien, y esta no es la excepción) y cierra a pura alegría y rebosante de swing con un tema clásico de big band (Woody Herman).
Mientras que los bateristas del rock fueron ampliando cada vez más sus sets de batería, llegando a casos extremos en los que directamente quedaban ocultos tras una parafernalia excesiva y casi incomprensible de tambores, platillos y otros artefactos, Watts siguió alimentando el fuego voraz de Jagger y Richards con (prácticamente) el mismo equipo, y el mismo estilo, desde comienzos de los años 60; del mismo modo que se sentó en la batería con la misma energía para tocar con su quinteto o en este caso, una big band de jazz. Como él mismo decía, “el trabajo es el mismo, cambian un poco el estilo y las funciones, nada más”, y estos discos son la prueba misma de que, en su caso, era totalmente cierto.
La portada del disco, un dibujo a colores, es también elocuente respecto de Watts y su estilo. A pesar de que este era “su disco”, en la tapa se ven los contornos de dos trompetistas, un guitarrista, un pianista… y apenas un platillo de la batería. Más perfil bajo, imposible.
Podría sonar cercano a la ironía, que el baterista de la mejor banda de rock and roll de la historia se identificara a sí mismo más con el jazz que con el rock. Y es curioso ver cómo todos estos días una de las cosas que destacan los obituarios es que la “verdadera pasión” de Watts era el jazz… como si se tratara de algo realmente extraño. Watts era en efecto un baterista de jazz, aunque no tocaba jazz con los Stones, pero sí tocaba en una forma que venía de ahí. Un poco por detrás del pulso, apenas, casi imperceptible, y con ese sentido relajado del ritmo, dando espacio para que la música fluya y para que los otros hagan lo suyo. Combinado con las guitarras y con la voz de Jagger -tremendamente rítmica en sí misma- el resultado ha sido mágico, único, una de las marcas indelebles de la música moderna. Como la sonrisa tímida, elegante (¡y siempre a tempo!) del Gran Charlie Watts.
Como yapa, con la que Watts estaría muy a gusto, compartimos Footprints, uno de los mejores discos de su amigo y admirado Peter King, también grabado en vivo, en cuarteto, en el que se destaca el pianista Steve Melling. El disco es excelente y tiene un par de versiones directamente memorables: el tema del título, un clásico de Wayne Shorter de su época con Miles Davis, pero especialmente Soul Eyes (el solo de King es simplemente hermoso y perfecto) y el emotivo Search for Peace, del gran McCoy Tyner (para confirmar aquello de que “todo tiene que ver con todo”: pianista junto a Elvin Jones en el cuarteto de John Coltrane).
From One Charlie:
https://www.youtube.com/watch?v=HlH6I9gLijA
Charlie Watts Jim Keltner Project:
https://www.youtube.com/watch?v=fvFm936f3c8
Charlie Watts Meets the Danis Radio Big Band:
https://open.spotify.com/album/3YjT41MKi2PFKvJzZ45jlk?si=cahRP2z0Rz2t27RB4t7rKA&dl_branch=1
Footprints:
https://open.spotify.com/album/1tZYzGEiox3ArvCD8Om7fw?si=ICaGnalkSv-8fodYHaaxvg&dl_branch=1
YUSEF LATEEF- Prayer to the East- Eastern Sounds- Suite 16- Hikima: Creativity (20-8-21).
Fundada en 1935, la revista Down Beat es la publicación más antigua dedicada al jazz. Todos los años organiza una votación entre sus lectores y abierta a todo el que quiera votar, para elegir a los y las mejores ejecutantes en cada instrumento, mejor cantante, mejor compositor, mejor arreglador, mejor disco, y así. En la misma votación se designa a alguien nuevo para pasar a formar parte de su “Hall of Fame”. Este año fue designada la pianista y compositora Carla Bley (de quien comentamos algunos de sus discos el 14 de mayo de este año, más abajo) y, en forma excepcional, también se incluyó para que integre el Hall de la Fama al multi-instrumentista, compositor y educador Yusef Lateef, fallecido en 2013. Si bien Lateef nunca llegó a ser una figura central en el jazz, el reconocimiento post-mortem de todos modos parece un acto de justicia para alguien de larga trayectoria y que dejó una larga discografía, si bien no desprovista de algunos altibajos, sin duda con aportes interesantes y valiosos, principalmente a la hora de expandir el jazz hacia sonoridades provenientes de África y también de distintas partes de Asia, (desde la mirada eurocéntrica) el “lejano oriente”. Replicamos entonces el homenaje, y dejamos algunos de sus discos para explorar a este artista singular, que logró un sonido propio y original.
Nacido en 1920 como William Huddleston, Lateef, igual que muchos otros músicos de jazz en aquellos años, se convirtió al Islam y adoptó su nuevo nombre en 1948, cuando ya llevaba algunos años como músico profesional, aunque todavía no había empezado su carrera como solista y líder. Carrera que, justamente, quedó signada por su nueva fe, pero más que nada por su búsqueda espiritual vinculada con el África islámica, adonde viajó varias veces e incluso vivió por períodos (en Nigeria, principalmente). Desde finales de los años 50 y con sus primeros discos Lateef empezó un recorrido personal intentado de algún modo unir el jazz y el blues urbano de Detroit (donde había crecido y se había formado como músico) con sonidos que él mismo englobaba en el término “orientales”, y que incluían aproximaciones a tradiciones islámicas, pero también provenientes del budismo, de China y de Japón.
Entre 1957 y 1960 editas dos de sus mejores discos de esos años -sus primeros como solista- con los elocuentes títulos Prayer to the East (“Plegaria para Oriente”) y Eastern Sounds (“Sonidos Orientales”), donde todavía predomina un sonido jazzístico más puro; de hecho Lateef toca acompañado en el primer disco por un quinteto clásico en su formato (sección rítmica más saxo y trompeta) y en el segundo por la sección rítmica básica de piano-contrabajo-batería. Dentro del contexto jazzístico, entonces, Lateef despliega incursiones puntuales en lo que por entonces eran sonidos “exóticos”, ayudado por el uso de algunos instrumentos tradicionales, como el arghul, un instrumento de viento de madera, árabe, proveniente posiblemente del antiguo Egipto. Lateef lo usa para arabizar todavía un poco más un clásico de Dizzy Gillespie, A Night in Tunisia. En el tema que le da nombre al disco Lateef improvisa con escalas menores y antiguas en flauta traversa, uno de sus instrumentos principales junto al saxo tenor, a los que luego fue sumando otros como el oboe, más un largo número de instrumentos antiguos y tradicionales. Usando una técnica probablemente inspirada en cómo se toca en África un tipo especial de flauta de madera, Lateef mientras toca va “cantando” y haciendo sonidos adicionales, tanto con la garganta como con la nariz, creando dos capas de sonido simultáneas. Love Dance, también con la flauta como instrumento principal y una percusión pareja y firme, va dibujando el largo y parsimonioso tránsito de una caravana recortada a lo lejos en el desierto, y finalmente el disco cierra con otro clásico, Lover Man, tocada en el tempo original de balada, en la que Lateef exhibe su enorme calidad en el saxo tenor. En Eastern Sounds, que suena a la vez más jazzero que el anterior y también más decididamente oriental, se destaca el trabajo del trío, y en especial del pianista, Barry Harris, quien a lo largo de todo el disco encuentra siempre el tono justo y medido para dar a Lateef el marco sonoro que pide cada canción. Lateef muestra su habilidad y fiereza con el oboe en Blues For The Orient y se luce en el saxo tenor en una impecable versión de la balada Don´t Blame Me. El acierto de Lateef en estos trabajos estaba en no tratar de orientalizar el repertorio jazzístico. Es decir, cuando tocaba una balada, tocaba una balada, sin pretender disfrazarla de canción tradicional china, por ejemplo. Y cuando quería incursionar en esas otras sonoridades, todavía de modo ambiguo englobadas en el término genérico “oriente”, escribía sus propios temas y utilizaba otros recursos, como escalas, tonalidades, modos, instrumentos autóctonos y tradicionales. Aunque en algunos casos fueran tan solo pequeños gestos, la música suena sincera y para nada artificial.
The Centaur And the Phoenix, editado cuatro años después, es otro trabajo interesante, esta vez con un grupo más largo, casi una big-band, con mucho swing y arreglos que destacan timbres y colores que se salen de lo habitual -al menos en aquellos años. Iqbal y Summer Song, dos baladas cargadas de lirismo, son las dos joyas del disco.
Psychicemotus (nombre extrañísimo que no alcancé a descifrar qué significa ni de dónde proviene) trae otra mezcla interesante de temas clásicos del jazz tocados en saxo tenor, con piezas “orientales” en las que Lateef toca flautas de bambú y otros instrumentos autóctonos. Hay aires de free-jazz, y una versión (no tan lograda) de una Gymnopedie, de Satie.
En Suite 16, de 1970 queda plasmado el eclecticismo de Lateef, en un disco con dos partes bien diferenciadas. En la primera hay una mezcla de soul y funk con algo de blues y rock, algo de gospel setentoso y temas de largas melodías que van lindando con lo cursi y meloso, hasta que explota todo en una intolerable versión de When a Man Loves a Woman, y una tímida Michelle, de los Beatles. Lo interesante viene a continuación, con una breve obra en siete movimientos, la Symphonic Blues Suite, en la que Lateef alterna entre flauta y saxo tenor junto a un cuarteto de jazz y a una orquesta sinfónica. Usando al blues como hilo conductor (en algunos pasajes en forma bien explícita y en otros sólo como una evocación) Lateef va transitando por distintos estados de ánimo e influencias, jugando con tramos que se mueven sin una tonalidad declarada; con líneas que recuerdan a Bach; y con sonidos bien orientales también propios de una big-band de jazz. Los movimientos son pequeñas viñetas, que en conjunto forman un relato multiforme de contornos indefinidos, y por tanto con finales abiertos y expectantes. Mientras que la primera parte del disco no tiene tanta gracia, esta pequeña suite bien vale la pena.
Lateef grabó un montón de discos en su larga carrera; no todos están disponibles, y no todos resultan interesantes, en especial algunos que grabó en pleno auge New Age (hay que destacar que con Little Symphony, de 1987 y en el que él mismo toca todos los instrumentos, ganó el premio Grammy al mejor álbum New Age) con lo que terminamos está introducción con uno de sus discos más queridos: Hikima: Creativity, que grabó en 1983 durante su estadía de tres años en Nigeria, donde enseñaba música y jazz en un conservatorio. El disco era inconseguible porque había sido editado en Nigeria, pero ahora en la era digital está disponible en spotify. Si en los otros discos que comentamos Lateef básicamente toca jazz y a través de su lenguaje busca sonidos de África o de Oriente, acá la ecuación se invierte totalmente. Acompañado por grupos de percusión y canto locales de Nigeria, Lateef bucea en las raíces de su sonido más profundo en el jazz y el blues, logrando una combustión feroz entre su saxo, la percusión y las voces nigerianas. Por momentos la música parece apropiada para el trance propio de un ritual tribal, sin respiro, con el saxo desbordado en frases rítmicas exasperantes; también hay momentos de cierta calma, en los que el saxo suena melancólico y meditabundo. Un disco, y un sonido, ciertamente originales, llenos de energía y una conexión profunda entre los sonidos urbanos y modernos del jazz con una de sus fuentes principales, nada menos que la percusión africana, y que de algún modo coronaron -aunque Lateef iba a seguir activo y grabando música por casi treinta años más- su búsqueda musical y espiritual de tantos años.
Eastern Sounds:
https://open.spotify.com/album/0963505kg714S5rqZwKZ9I?si=eafb7cac1c014916
Prayer to the East:
https://open.spotify.com/album/2FIjBadC3XToP2JkmIIRlP?si=1c6e441d67d74d15
The Centaur And the Phoenix:
https://open.spotify.com/album/3HHC0WIVnvM6MafAQjmHIX?si=fcd2d69e56084562
Psychicemotus:
https://open.spotify.com/album/4UqqaK6LJahK6O4dbSTEKP?si=d8ed65a43c294f78
Suite 16:
https://open.spotify.com/album/74Nj0ARuGbLOYc3hZt951w?si=cd8260558e7849c6
Hikima: Creativity:
https://open.spotify.com/album/6uFdhuYmW7Yei51ghA7Uh3?si=bfe2027fff714269
STEINAR RAKNES- Folk Music- Tango, Ballads & More (12-8-21).
En una conferencia internacional de músicos, productores y periodistas, en la que el tema de discusión principal era el “presente y el futuro del jazz” (muy original), en uno de los paneles le preguntaron a un productor ya veterano de dónde podrían llegar las nuevas expresiones del jazz. “Europa”, dijo rápidamente. Después reflexionó unos instantes, y dijo “no sólo Europa, sino de cualquier lugar alrededor del planeta donde haya una fuerte tradición de música nacional o popular, donde haya músicas de raíz folclóricas, y un entendimiento profundo del jazz. El futuro del jazz está en la mezcla de sus propias estructuras con otras expresiones folclóricas o autóctonas”.
Aunque no era algo novedoso lo que planteaba, ya que venía sucediendo desde los años 60 por lo menos (justamente, es lo que hizo el argentino Gato Barbieri a fines de esa década y principios de los 70) no hay duda de que con la riqueza folclórica de naciones y regiones europeas, y el conocimiento profundo del jazz, su historia y sus estilos, Europa es una fuente permanente de expresiones nuevas y originales. Desde estas columnas de hecho, hemos compartido muchos discos provenientes de Europa.
En los países nórdicos de la región escandinava se ha ido formando, hace décadas ya, un sonido jazzístico bastante definido, generalmente más libre en cuanto al pulso y al ritmo, más espacioso y con más silencios, contemplativo y a veces hasta “frío”; abierto a la experimentación y a los sonidos electrónicos, anclado en las tradiciones folclóricas propias y siempre mirando de cerca a la música académica, clásica y contemporánea.
Una de las figuras más originales del “jazz escandinavo” reciente, que viene editando discos hace ya más de diez años y consolidando una carrera interesante, es el contrabajista y compositor noruego Steinar Raknes (quien vino a la Argentina con su grupo en 2008 y en 2009), en cuyo trabajo se puede apreciar esa fusión del jazz con canciones y ritmos folclóricos de Noruega. Uno de sus últimos trabajos, editado en 2020 junto al saxofonista también noruego Tore Brunborg, lleva por título justamente Folk Songs.
El dúo entre contrabajo y saxo tenor es un formato siempre encantador, especialmente cuando hay un entendimiento profundo entre ambos músicos, como claramente ocurre entre Raknes y Brunborg, para quienes este es su segundo disco tocando a solas entre ellos. Al no conocer prácticamente nada de la música folclórica noruega, es difícil distinguir o mejor dicho discernir qué es de origen folclórico y qué material proviene de otras fuentes, aunque en algunos casos creamos que podemos adivinar. En realidad... no tiene la menor importancia, porque lo que ocurre con esta música es que nos cautiva apenas empieza a sonar; a través de un diálogo permanente entre contrabajo y saxo, espacioso, en el que no hay ningún apuro y en el que cada uno escucha atentamente al otro, con notas largas que quedan flotando y silencios elocuentes, se va construyendo tema tras tema un largo lienzo lleno de poesía y paisajes. Por momentos hay reminiscencias a himnos religiosos, con el saxo reverberando en un eco sórdido que imaginamos rebotando en las paredes de altas y oscuras catedrales; pero también la música nos lleva por escenas más bucólicas, o paisajes que suponemos cubiertos de una nieve impoluta y pareja, y en algunos casos, teñidas por un lirismo romántico y melancólico. Brunborg es un gran improvisador, y su sonido en el saxo tenor es ágil, amable y cortés, con un vibrato que encaja perfecto con el tono taciturno de la música. Hay pasajes en los que toca con una fragilidad conmovedora, casi como en un responso, con el acompañamiento siempre firme, solemne pero también melódicamente inspirado de Raknes. Ambos forman un dúo realmente valioso y original en el horizonte del jazz actual.
Algunos años antes de este encuentro, Raknes grabó uno de sus discos más originales al frente de su cuarteto, Tangos, ballads & more (que fue justamente lo que motivó sus visitas para tocar en la Argentina), una compleja fusión de ritmos de inspiración latina, jazz y música folclórica de Noruega.
El cuarteto estaba formado por un veterano del jazz noruego, John Pal Inderberg en saxo barítono, Ola Kvernberg (quien también tiene una carrera solista que vale la pena conocer) en violín y Häkon Mjäset Johansen en batería.
El cuarteto, con el saxo barítono y el violín al frente de las líneas melódicas, encuentra con elegancia el camino guiado por Raknes, en su exploración de algunos ritmos latinos desde una perspectiva propia del jazz escandinavo, noruego en este caso. Largas líneas melódicas que parecen quedar suspendidas y sin resolución, en un tempo siempre relajado y laxo, se despliegan casi tímidamente en un clima sereno que se va armando a través de trazos sutiles.
El repertorio está conformado por siete composiciones originales de Raknes, y tres covers que sirven como pistas para terminar de entender el tono general del álbum, y quizá parte de la inspiración que movilizó a Raknes en su búsqueda: un clásico de la bossa-nova, Eu sei que vou te amar (Antonio Carlos Jobim), algo de la canción folk norteamericana-canadiense con All I Want de la genial Joni Mitchell y un tango clásico de estas orillas rioplatenses, Niebla del Riachuelo de Juan Carlos Cobián (quien jamás podría haber imaginado que un músico de jazz nacido en Noruega a mitad de los años 70 algún día versionaría uno de sus tangos más emblemáticos).
Según nos contó el propio Raknes durante su visita, este proyecto había nacido hacía muchos años, cuando aún estudiando en el conservatorio casi de casualidad se había encontrado con la música de Astor Piazzolla, que lo fascinó de inmediato. Tiempo después, se casó con una bailarina de tango (hija de un argentino) y según sus palabras, fue “afortunadamente forzado a escuchar una música que hasta entonces le era desconocida. Llenos de amor, de pasión y alegría, los boleros y los tangos directamente explotaron en mi corazón”.
El acierto de Raknes en este trabajo que ya unos cuantos años después sigue sonando igual de atractivo, fue evitar caer en fórmulas repetidas y eludir los clichés, tanto del tango como de la bossa-nova y los boleros, permaneciendo dentro de la estética definida del jazz, utilizando esas formas musicales, así como las de origen folclórico, como inspiración y no como un molde al cual ajustarse. Así es que el resultado es una música inquietante, llena de invocaciones, sugerencias y, también por eso es tan interesante, muchas más preguntas que respuestas. Imbuidos de un fuerte sentimiento de melancolía y nostalgia, los tangos y boleros bosquejados por Raknes se ensamblan perfectamente con la impronta característica del jazz nórdico, abierto, amplio, reverberando a través de melodías cantadas en un tono bajo, como para no desanimar la paz y la calma de los alrededores.
El veterano del grupo, John Päl Inderberg (quien, entre sus muchas credenciales tiene un disco a dúo con Lee Konitz, uno de los más grandes saxofonistas del jazz) tiene un tono en el saxo barítono claro y puro, casi sin vibrato (que usa en dosis justas), e improvisa líneas melódicas con inventiva y profundidad, dejando que la música respire mansamente. Sus diálogos con el violín -acentuados por el contraste en el registro de ambos instrumentos- son siempre interesantes y fructíferos.
Con un sonido que tanto por la música como por la instrumentación se mueve dentro de un espectro más bien opaco y aplacado, Raknes logra sin embargo iluminar con sutileza cualquier tarde o noche de invierno, por más frío que haga afuera.
Folk Songs:
https://open.spotify.com/album/3nvwSq92dbwz1MJGwXUczD?si=INLXg2Y-Tu-bh5LEGWgOPA&dl_branch=1
Tangos, Ballads & More:
https://open.spotify.com/album/1BubvZd7c0GeYMGhheZEPZ?si=I7ljU5nvSWmVatuBEug-6Q&dl_branch=1
MEKLIT- When the People Move, the Music Moves Too (22-7-21).
Hacia el final de su libro de memorias, Music is My Mistress (“La música es mi amante”), Duke Ellington reflexiona sobre la naturaleza del jazz, y lo compara con un árbol. “Un árbol de lo más inusual”, agrega, “cuyas ramas se dispersan en todas y las más variadas direcciones… es un gran árbol en el que nunca hay dos flores iguales ni parecidas, salvo en que todas son hermosas, exóticas y saludables… cuando llegan los frutos, son igual de variados que las flores, y todos pueden ser disfrutados: por los que los prefieren dulces y melosos, por quienes los prefieren agrios, o ácidos, o incluso todavía verdes y sin madurar. También están quienes disfrutan de todos los frutos”.
Ellington, que en su momento, cuando había empezado a escribir obras largas (suites, conciertos) había sido criticado y atacado porque estaba “abandonando” el jazz, le hablaba ya en su vejez a los puristas, a los supuestos defensores de lo que el jazz debía ser, a quienes estaban en contra del cambio, de la evolución, de la variedad, de la sorpresa. El jazz se acaba cuando falta esa chispa que nos sacude, que nos llama la atención; cuando no hay sorpresa, cuando se vuelve previsible. Ellington lo sabía además porque lo había podido comprobar en sus viajes por todo el planeta: el jazz efectivamente florecía, con formas e influencias variadas, en todo el mundo.
Don Johnston, el personaje principal de la película Broken Flowers, de Jim Jarmusch (2005), protagonizado por Bill Murray, está en un túnel gris y melancólico, aburrido y sin nada que hacer en la vida, cuando recibe una carta misteriosa, sin remitente, diciéndole que tiene un hijo varón de unos veinte años. Johnston no le presta mayor atención al principio, pero es su vecino y amigo, Winston, un inmigrante etíope casado y con cinco hijos, quien recoge la sorpresa disparada por la carta y lo alienta a emprender la búsqueda: a desgano, Johnston hace una lista de las mujeres con las que pudo haber concebido a ese hijo, y Winston le organiza el viaje para que vaya a verlas una por una: pasajes en avión, autos de alquiler, reservas de hoteles. Antes, le graba un cd con música etíope, “es buena para el corazón”, le dice Winston. Cada vez que llega a una nueva parada en su viaje, y sube al auto de alquiler que lo está esperando, Johnston pone el cd que le dio su amigo, y así la música etíope se va convirtiendo en la música de fondo de la película, acompañando al protagonista en su búsqueda.
La música tiene un aire misterioso, no está claro qué es: tiene algo de jazz, definitivamente, pero también algo de reggae, de ritmos africanos, una guitarra eléctrica que a veces distorsiona un poco y entonces suena a rock, algo del ska inglés que llegó vía Jamaica; suena un poco al hard-bop de los sesenta con la primera línea de saxo tenor y trompeta, hay un órgano también, un poco de swing, un aire funk, un toque de soul. La música tiene algo hipnótico, la manera en que las melodías se entrelazan con esos ritmos relajados y tensos a la vez, y aunque suena parecida a muchas cosas, es totalmente original; no hay alternativa, termina la película y hay que esperar a los créditos descubrir de quién se trata: Mulatu Astatke.
Estamos todavía en la época de los cds: tras investigar y buscar y buscar, aparece el material: Ethiopiques: ethio-jazz & musique instrumentale, 1969-1974, un disco editado en Francia a fines de los 90, con catorce temas grabados por Astatke y su banda, varios de los cuales aparecen en Broken Flowers. El cd viene con un “librito” (algo que Spotify todavía no puede igualar) y ahí explican que Astatke fue prácticamente el padre del “ethio-jazz”: uno de los pocos músicos que a principios de los sesenta había podido salir de Etiopía para ir a estudiar música a Londres, para regresar a finales de la década con un montón de ideas e influencias nuevas, convirtiéndose poco a poco en una figura central de la música etíope moderna. Lo más impactante (y sorprendente) del cd (junto con la música, claro) era la tapa: una foto de Mulatu Astatke al piano y parte de su orquesta, en 1973, con un invitado especial que aparece con un instrumento de percusión: Duke Ellington. La foto es en Addis Ababa, la capital de Etiopía, una de las paradas de la última gira del Duke, que moriría pocos meses después, en 1974.
En Addis Ababa nació Meklit, una cantautora con una voz (musical y política) impresionante, con una capacidad vocal llamativa, y con un estilo enérgico y revitalizador. Meklit creció y se educó en Estados Unidos (estudió ciencia política en Yale) y canta tanto en inglés como en su idioma nativo; su música, su voz, su presencia, tienen una fuerza dominante, que se nutre (como ella misma canta en I Want To Sing For Them All) tanto de Prince como de John Coltrane, de las melodías de su país de origen y de Mulatu Astatke. Hay reminiscencias muy claras a Tracy Chapman y a Nina Simone, pero más allá de cualquier comparación, Meklit canta como ella sola.
Su disco debut, On a Day Like This (2010) es una verdadera joya para disfrutar de principio a fin, sin pausa. En un formato íntimo de guitarra, viola, una percusión suave que apenas insinúa los ritmos, una trompeta con sordina, el disco se va llenando de melodías y canciones en las que la voz de Meklit (acá mucho más tranquila de lo que va a sonar en los discos siguientes) nos cautiva con su simpleza, su franqueza, su plasticidad y por momentos, su dulzura. Hay un poco de blues, de sonidos folk, algunos trazos de melodías etíopes (algo que después aparece con más fuerza y se vuelve más evidente) y, en especial con el acompañamiento y los solos de la trompeta (en algunos temas también hay un clarinete y un saxo) una clara aproximación al jazz. El momento más dramático llega con la versión, bien lenta y cargada, con algunos sonidos exóticos, de “Feelin´Good”, de la cual hay innumerables versiones, pero que inmortalizó la Gran Nina Simone.
Luego vino We Are Alive, que siguió en la misma línea aunque un poco más desparejo en el resultado final… tal vez Meklit simplemente estaba tomando envión para producir When the People Move, the Music Moves Too, en 2017, un disco maravilloso y complejo, en el que conviven ahora más abiertamente melodías del ethio-jazz de Mulatu Astatke (en algunos temas hay referencias bien explícitas a las grabaciones de los años 70) con sonidos y ritmos del jazz callejero de Nueva Orleans (en algunos temas hay toda una sección de bronces, al estilo brass band -ver nota de la semana pasada) y en el que la voz de Meklit parece alcanzar una nueva proyección, con más certeza y determinación.
En el disco aparecen músicos de jazz, junto a músicos etíopes: el disco fue grabado en distintas sesiones en Los Angeles, Nueva York, y Addis Ababa. Meklit misma toca en un par de temas, un poco más tranquilos que el tono general del disco, una especie de arpa típica de Etiopía. También, hay mucho de canción pop que se proyecta en la música, potenciándola y sacándole un brillo extra. Como indica el título del disco, la música de Meklit está todo el tiempo en movimiento: no sólo es una ebullición constante de ritmos coloridos, sino que el movimiento aparece en las influencias que van y vienen de un lado al otro, y llega en punto en el que es difícil saber (y en realidad, termina perdiendo sentido la pregunta) cuál predomina sobre cuál. El acierto, el talento de Meklit, quien se define como etíope-norteamericana, es lograr que todo confluya armoniosamente en su música y en la letra de sus canciones, del mismo modo que logra que algunos ritmos de su tierra natal, con métricas irregulares, se fundan en un swing que entre trompetas y trombones termina siendo un torbellino arrebatador que sacude y que interpela. Los ritmos y el canto de Meklit nos van llevando a lugares variados, a través de este gran disco, inclasificable, que termina y queremos volver a escuchar, y que en definitiva viene a darle una vez más la razón a Ellington: el jazz es un gran árbol cuyas ramas crecen en sentidos insospechados. Sólo es cuestión de dejarse sorprender.
Ethiopiques (Mulatu Astatke):
https://open.spotify.com/album/5VKvVk4gaPAJyXjof8NnzX?si=p9eimX_rQoykELPhYYVrZw&dl_branch=1
On A Day Like This:
https://open.spotify.com/album/1nf58A5pWoVrwe3uedGo8v?si=MNSIl6BFRgO0unSFUdw6FA&dl_branch=1
When the People Move, the Music Moves Too:
https://open.spotify.com/album/43xW2nwuh5aSnKjtv6tERG?si=UjGyt5xyS5yOl6uz9reUTA&dl_branch=1
Broken Flowers:
https://www.youtube.com/watch?v=9Kw-4gwkVJE
MIKE WADE- The Nasty NATI Brass Band (16-7-21).
Editado a fines del año pasado, este nuevo proyecto liderado por el trompetista Mike Wade, ahora al frente de una poderosa brass band, viene a actualizar uno de los sonidos fundantes del jazz, justamente, el sonido de las bandas callejeras, llamadas tanto brass bands como marching bands. Estas bandas siempre han estado ahí, desde finales del siglo XIX y principios del XX, cuando fueron mutando de bandas militares a bandas de algo que ya se iba pareciendo al jazz; sirviendo de escuela para un montón de músicos que alcanzarían celebridad, como Louis Armstrong, King Oliver o George Lewis; mezclándose en los años 60 con sonidos funky y soul, animando fiestas, desfiles y, algo bastante único de Nueva Orleans, funerales. Hay varias bandas notables que aún se encuentran activas, como la Dirty Dozen Brass Band y la Re-Birth Brass Band, pero de todos modos siempre es bueno conocer una nueva brass band, con sonido propio y que mantenga viva la llama de esta tradición tan divertida como honorable.
Una brass band es en general un grupo de entre ocho a quince músicos, aproximadamente, en el que hay un par de trompetas (al principio eran cornetas), un par de trombones, una tuba que va marcando el ritmo, algunos saxos, y una mini sección rítmica con tambores y timbales. La nota distintiva, o una de las notas, es que, justamente, pueden tocar mientras van marchando. Herederas directas de las bandas militares que afloraron durante la Guerra Civil (1861-1865), que tenían funciones muy específicas (tocar himnos, canciones de aliento antes de la batalla, animar a los soldados, ayudar en el reclutamiento cuando los ejércitos llegaban a algún pueblo o alguna ciudad, etc.) y que luego de la guerra se fueron desarmando y perdiendo su sentido, las marching bands de algún modo re-aparecieron con formato nuevo en Nueva Orleans, entrecruzadas por todas las influencias étnicas, culturales y religiosas que cohabitaban en esa ciudad, en un tiempo colonia española, luego francesa y finalmente ciudad norteamericana.
En algún momento estas marching bands empezaron a formar parte esencial de los ritos funerarios que, en línea directa con las ceremonias propias de distintos lugares de África, incluían procesiones musicales, con canciones o melodías tristes y dolorosas hasta el momento del entierro, y con canciones alegres en el regreso. Como cuenta un historiador, “La idea del funeral del Congo es enviar a los muertos con mucha música. No quieren que nadie se vaya triste al otro mundo… ya que si no pueden regresar a perseguirte”.
Cuando los afro-americanos, en su mayoría ya convertidos a alguna forma del protestantismo, empezaron a enterrar a sus muertos hacia finales del siglo XIX, resultó natural, en otro gesto del sincretismo que ocurrió entre las religiones occidentales y las africanas, que incorporaran música a sus rituales. Y esa música la proveían las marching bands, que, en Nueva Orleans, tocaban una música ya muy cercana al jazz y al blues que empezaban a germinar allí mismo. Según ese mismo historiador (Ned Sublette, The World that Made New Orleans), ninguna otra ciudad en los Estados Unidos tiene la tradición del jazz funeral que hay en Nueva Orleans, incluso hasta el presente. La primera yapa es de la, posiblemente, mejor brass band moderna, la Dirty Dozen Brass Band, y el disco se llama Funeral For a Friend.
La música de estas bandas se caracteriza por una textura densa, polifónica, en la que hay una voz líder (en general, y como en este caso, una trompeta) con los otros instrumentos tocando alrededor de la melodía, improvisando todos en general al mismo tiempo, a veces doblando la melodía y a veces haciendo una segunda o tercera voz. Luego de algunas “vueltas”, la trompeta pasa la voz líder a los trombones y luego a los saxos, mientras, a no olvidarse, se va marchando por las calles de la ciudad, por lo que además la música debía -debe- ser rítmicamente atractiva, para que más y más gente se fuera sumando a la procesión.
Las brass band siempre han tenido un encanto especial, un sonido único, brillante, fuerte, al máximo y al mismo tiempo lleno de sutilezas que van ocurriendo por debajo de la superficie, adornos y mini-diálogos que van construyendo los instrumentos cuando no tocan la primera línea melódica. Y el ritmo. ¡El ritmo! Con sólo un par de tamborcitos y timbales, más la fortaleza impertérrita de la tuba, una brass band debe ser capaz de hacer bailar a una ciudad. No sólo de hacerla bailar, ¡de hacerla bailar después de un entierro!
La Nasti NATI Brass Band sin duda pertenece a la mejor tradición de las brass bands de Nueva Orleans, y en este disco que no tiene puntos flojos, logran combinar a la perfección esos dos tonos con un sonido actual y moderno: el de la fiesta y la invitación al baile, ya desde la apertura con “Marauder Groove”, un tema de Wade en el que cita un conocido spiritual y en el que es todo un desafío permanecer sentado, con temas que llevan a un clima más opaco, que sin llegar en este caso a una abierta tristeza, sí resultan modos sugerentes de llamar a la reflexión, e incluso a la crítica con contenido político.
Hay algunos temas cantados por el propio Wade en los que la banda gira hacia un sonido más rappero, y dos temas dedicados a Tamir Rice, un chico negro de 12 años asesinado por la policía. Acá es cuando la banda deja el clima festivo y se vuelve más áspera, aunque sin perder ni el ritmo ni el brillo de los bronces sacándose chispas.
Hay dos largas versiones de un clásico del soul de los 70, “I Love You More Than You´ll Ever Know” (que supo versionar tan bien Amy Winehouse), una con largos solos que transmiten el dolor y desamparo de la letra, y otra con la voz de Alexis Owens, un cierre más bien melancólico y sufrido para un disco con mucha alegría y ritmos para pararse y sacudirse un poco. En mi caso, prefiero volver al primer tema, subir bien el volumen… y ver qué pasa. Al fin y al cabo, me atrasé un día, y ya es viernes a la tarde. Salud, y a disfrutar de las yapas también, que son impresionantes.
The Nasty NATI Brass Band:
https://open.spotify.com/album/5AjYOopNoAb4WaCkxjCOFN?si=QxwCHxgPSuaR7FyP2jnq5Q&dl_branch=1
The Dirty Dozen Brass Band, Funeral for a Friend:
https://open.spotify.com/album/2rnrRUaoVIbVQnFa5KC3wH?si=5lk8SbNoQ4WcSZJA4mBDew&dl_branch=1
Rebirth Brass Band, Move Your Body:
https://open.spotify.com/album/2OuU9ZhpYM5Zsu0JqPj0zn?si=0yYw6pOFSU2cjm0XTiyGhg&dl_branch=1
CHARLES MINGUS- The Clown- Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus (8-7-21).
El 1º de enero de 1804 Haití se convirtió en la segunda nación en declarar su independencia en el continente americano, después de los Estados Unidos (1776), con la honorable diferencia de que fue, y sigue siendo al día de hoy, la única nación cuya independencia fue obtenida a través de la sublevación de los esclavos. La colonia francesa de Saint-Domingue mantenía en una opresión bestial a una inmensamente mayoritaria población negra esclavizada. También había una gran cantidad de mulatos, hijos de hombres blancos (quienes tenían prohibido casarse con mujeres blancas, que por otra parte, prácticamente no había en la isla) y mujeres negras, esclavas. Esta fue la primera clase o casta en empezar una rebelión. La clase blanca dominante, minoritaria en número, armó a sus propios esclavos buscando contener la rebelión, cosa que consiguió, por un tiempo.
Con acceso a las armas y empujados a una guerrilla de clases por sus amos blancos, era cuestión de tiempo hasta que los esclavos se organizaran e iniciaran su propia rebelión, que de hecho empezó poco tiempo después. Fue una guerra sanguinaria, por momentos de todos contra todos, en la que finalmente después de siete años triunfaron los ex esclavos, que declararon la independencia de la isla, adoptando el nombre de los aborígenes, en su gran mayoría ya extinguidos a los pocos años de la conquista europea: los aytí.
La colonia de Saint-Domingue era la principal productora de azúcar y café, y se calcula que los dueños de las plantaciones necesitaban 30.000 esclavos nuevos cada año, dado el régimen de crueldad y agotamiento al que eran sometidos. Cuando los ex esclavos tomaron el poder, las venganzas fueron incontenibles: no sólo se destruyeron todas las plantaciones, máquinas e instalaciones de una de las mayores industrias del Caribe (y que habían hecho de la isla una de las posesiones más ricas del imperio francés), sino que se procuró que no quedara ni un solo blanco vivo en la isla.
Esta revolución tan singular tuvo muchísimas consecuencias, en variadas direcciones. Por un lado se convirtió en símbolo de la lucha por la igualdad y la liberación de los esclavos, y por otro despertó profundos temores de que hubiera otras revueltas similares en el resto de los países caribeños y en los estados esclavistas del sur de los Estados Unidos, donde en general, a partir de lo ocurrido en la isla, agravaron aún más las condiciones de esclavitud. Entre otras consecuencias, además, una de ellas fue la llegada en masa a Nueva Orléans tanto de franceses blancos como de mulatos (libres) provenientes de la isla, que lograban escapar en los años que duró la guerra por la independencia, y que contribuyeron a gestar ese caldo espeso y único que se cocinó en Nueva Orleans durante todo el siglo XIX, esa mezcla de música española, francesa y africana que culminaría con la aparición del jazz. La revolución de Haití y el nacimiento del jazz en Nueva Orleans son dos hechos que se encuentran directamente relacionados.
Charles Mingus (de quien hablamos en la nota del 8 de octubre del año pasado) fue quien posiblemente haya logrado rendir el mejor homenaje desde el jazz a esos ex esclavos que lucharon y lograron su libertad. “Haitian Fight Song” es el primer tema del disco The Clown, grabado por Mingus en 1957, y se convirtió en uno de sus temas más emblemáticos, uno de esos a los que volvía recurrentemente, con variaciones y cambios que iba probando según el grupo con el que tocaba, e incluso hasta de nombre, como en el disco Mingus Mingus Mingus Mingus, donde el tema se llama “II B.S.”, grabado algunos años después.
“Haitian Fight Song” es realmente un grito de guerra hecho canción, y al mejor estilo de Mingus, tiene un poco de todo, y en especial, una intensidad única. Empieza con un largo soliloquio del contrabajo, solo, sin una forma ni melodía definidas, que poco a poco va aumentando en carácter y fuerza, hasta que define un patrón rítmico enfurecido de swing, que va a mantenerse firme, como un mantra (y que de hecho se convertiría en una de las líneas más famosas de Mingus), invitando al resto de la banda. La batería es la primera en unirse con unos pequeños toques en los platillos, simplemente reafirmando el ritmo ya establecido por el líder, como una acotación. Entra Jimmy Kneeper con el trombón, también de a poco, con líneas rítmicas, y luego el piano, con acordes pesados, densos. El saxo alto será el último en aparecer. El contrabajo sigue marcando el mismo ritmo, y la tensión empieza a aumentar. Cada uno de los que se suma mantiene firme su acotación, un ritmo o una frase breves, vehementes. Todos van subiendo el volumen, hasta que el tema estalla, literalmente, con un grito de Mingus; parece un momento de desorden, todos vociferando al mismo tiempo, el pulso se acelera y la banda dobla el tempo… pero enseguida vuelve cierta calma, tensa pero ordenada, donde cada uno irá diciendo lo suyo a través de los solos.
Mingus explicaba en su momento que “Haitian Fight Song” tenía mucho de la música folk de las zonas rurales (antiguas plantaciones) y también mucho de la música que escuchaba de chico en las iglesias, con acordes menores y tonos de lamentos. “Mi solo es un solo muy concentrado. No puedo tocarlo bien salvo que esté pensando acerca del prejuicio, del odio y la persecución, y lo injustos que son. Hay algo de tristeza y algo que llora en el solo, pero también hay determinación”.
Seis años después Mingus vuelve a grabar el tema, esta vez con una banda más extensa, en el contexto de la grabación de su mejor obra, su disco más completo, más refinado, un trabajo conceptual exquisito, The Black Saint and the Sinner Lady. Con lo que “sobró” de los días de grabación para ese disco, editó Mingus Mingus Mingus Mingus, que abre, justamente, con “Haitian Fight Song”, reformulada. Mientras que The Clown terminó siendo un disco desparejo, Mingus… no tiene desperdicio, y su escucha puede volverse casi adictiva.
Es el mejor Mingus, el que logra unir su calidad única de intérprete y ejecutante del contrabajo con su habilidad para componer y liderar un grupo, y para unir también diversas influencias o estilos preexistentes, pero que estaban sueltos: la improvisación colectiva de los grupos pioneros de Nueva Orleans (lo que se conoce como Dixieland), el swing clásico de los años 30, las armonías y las frases intrincadas del be-bop, los acordes de las iglesias negras del sur, el gospel, el refinamiento melódico que tanto admiraba en Duke Ellington, y claro, su propio sello, que hizo que toda su música sonara, siempre, a Mingus y a nadie más.
El destino trágico de Haití, el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, las tragedias recientes de terremotos y huracanes con cientos de miles de muertos y ahora la noticia estremecedora del asesinato de su presidente, parecen reverberar en las notas crudas del contrabajo de Mingus y su canción-homenaje a aquellos esclavos que lucharon por su libertad.
Haití fue uno de los lugares desde los cuales se esparció el vodoo, esa práctica espiritual y religiosa derivada directamente de los rituales africanos. En un libro de hace muchos años, muy anterior a estas tragedias recientes, se decía que según la leyenda, para vencer en su revuelta los esclavos habían convocado espíritus tan poderosos que nunca más se habían apaciguado... Así como la música de Mingus, la leyenda parece seguir tan vigente como entonces.
The Clown:
https://open.spotify.com/album/2XtydLjClSxUt6uMA9Zhpb?si=jAIf9NGeT2q7Tr630UAmhQ&dl_branch=1
Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus:
https://open.spotify.com/album/12DCd8u80PoRIvBgjQrtuH?si=lHL7VxJ7TleDtEE4In_Wpg&dl_branch=1
PAOLO FRESU, RICHARD GALLIANO, JAN LUNDGREN- Mare Nostrum I, II y III (1-7-21).
Tres músicos de tres países distintos que han grabado tres discos maravillosos (no es una nueva versión del trabalenguas de los tres tristes tigres, eh?), que a pesar de haber sido grabados con varios años de diferencia (entre 2008 y 2019), pueden ser escuchados más que como lo que son, una trilogía, como un sólo y único disco, una sola obra de larga duración. Como antes las bandejas múltiples para cd´s, ahora spotify también permite la misma experiencia, escuchar los tres álbumes sin solución de continuidad.
A priori con una combinación instrumental quizá extraña, el italiano Paolo Fresu (trompeta), el francés Richard Galliano (acordeón y en algunos casos, bandoneón) y el sueco Jan Lundgren (piano) han logrado juntos uno de los sonidos más originales y profundos que ha dado el jazz europeo en los últimos años; un sonido de ensoñación y pura fantasía que a través de melodías prístinas y pinceladas de paisajes a cielo abierto invitan a un largo viaje (en barco, claro) lleno de paradas en distintos puertos, en el que nunca nos mareamos ni, mucho menos, nos aburrimos.
Mare Nostrum, es sabido, era el nombre en latín que los romanos le dieron al que hoy es conocido como mar Mediterráneo. Para los romanos era su mar, y de algún modo, el mundo entero, que dominaban. En la geo-política actual son varios los países que lo comparten, entre ellos, claro, Italia y Francia, lugares de origen de Fresu y Galliano, y por eso no llama la atención que a ellos les siente bien el nombre que eligieron para el trío y para los discos. ¿Y Lundgren? Suecia está en la otra punta de Europa, también tiene un mar “entre tierras”, el Báltico, que comparte con otros cuantos países, pero ningún posible contacto con el Mediterráneo. Si la respuesta no está en la geografía, entonces, tal vez esté en la música.
Editado en 2007 cuando todavía se vendían discos en formato físico, el primer Mare Nostrum fue un éxito inmediato, que dio lugar a su vez a más de ciento cincuenta conciertos (Fresu y Galliano han visitado la Argentina, por separado, pero el trío no llegó hasta acá), y a la larga espera de un segundo trabajo, que llegó recién en 2016. El tercero es de 2019. Los tres mantienen el mismo formato en cuanto al repertorio, principalmente temas compuestos (individualmente) por Fresu, Galliano y Lundgren, y dos o como máximo tres versiones, en cada disco, de temas de otros compositores. En el primero los “invitados" son nada menos que Maurice Ravel, Charles Trenet y la dupla Vinicius-Jobim.
Aunque los tres están firmemente identificados con el jazz, cada uno en sus ya largas carreras ha incursionado en distintos proyectos en otros ámbitos, como la música clásica, el rock y el pop (el último disco de Fresu es un tributo a David Bowie), el tango (Galliano es un declarado admirador de Piazzolla, a quien llegó a conocer personalmente) y sobre todo, y esto es algo que permea todo el tiempo a lo largo de los tres discos, las músicas folclóricas de sus países y regiones de origen. Músicas que mantienen cierta identidad pero que a la vez se funden en estas conversaciones que despliega el trío, en las que cada uno va trayendo su lenguaje propio, dentro de un lenguaje común. Es uno de esos casos en los que se ve claramente la universalidad del lenguaje musical, con tres personas hablando cada uno en su idioma particular y al mismo tiempo en un idioma común, que entienden los otros dos. Y ahí es donde se produce la magia.
Lundgren, el menos conocido para nosotros, toca al menos en estos discos con el clásico “sonido escandinavo”, que desde Dinamarca, Noruega o Suecia ha dado tantos nombres al jazz, notablemente Jan Garbarek, Bobo Stenson, Terje Rypdal o Palle Danielsson. Un estilo impresionista, de pocas notas, templado, capaz con unas pocas líneas de entrar en los intersticios de los temas y abrir camino para sus compañeros. En este formato, además, y sobre todo cuando le toca solear a Galliano (el acordeón tiene botones y también un pequeño teclado), demuestra una gran habilidad para marcar el pulso, casi cumpliendo la función de, y hasta sonando como, un contrabajo.
Los temas propios del trío presentan la intención compartida por sus integrantes de dar un tratamiento poético, detalladamente cuidadoso a las ideas que sirven de inspiración, y a la belleza intrínseca de las imágenes que generan: sus lugares de origen, homenajes geográficos cruzados, un horizonte que se esfuma, el vuelo de una gaviota perdida, la memoria de una infancia en un pequeño pueblo junto al mar, una película o aunque más no sea el aire de alguna forma musical, como el blues o el tango.
Fresu, a esta altura ya sin duda el sucesor del gran Enrico Rava (de quien hablamos hace un tiempo) logra con su trompeta (muchas veces con sordina) un sonido suavemente punzante, siempre melodioso y amable, impregnado de una lírica conmovedora. Él también trae al grupo señales de su región, la isla de Cerdeña, melodías añejas que evocan la severidad y la calma del mar. Ya en el segundo disco, hay un tema de Fresu con explícitas referencias a Cerdeña , en el que mientras él despliega la melodía, Galliano imita con el aire que resopla bien bajo su acordeón la marea que llega y se retira, con pulso firme, inexorable, una y otra vez.
Hay un sentido en esta música, en los tres discos, de justamente algo que está más allá de un tiempo definido, que resuena y se mantiene, reverberando, inasible y perenne. Y por eso mismo el tono del trío suele inclinarse a la melancolía, a veces incluso de abierta tristeza, aunque también hay lugar para meditaciones más livianas y (levemente) alegres y algunos temas en los que el trío muestra que también puede tocar con swing y en un tempo más ágil.
En el segundo disco, además de los temas propios hay una hermosa versión de Gnosienne, de Erik Satie, mientras que el cierre está reservado para Monteverdi, y una versión desoladora de Si Dolce É Il Tormento, en la que es el acordeón de Galliano el que trae algo de esperanza en medio del dolor.
La comunión que logran los tres músicos es simplemente perfecta y se percibe incluso más asentada con el paso del tiempo (en el tercer disco versionan “I’te Vurria Vasà” un clásico napolitano, un tema de Quincy Jones de la película The Getaway (“La huida”) y uno del francés Michel Legrand), y es notable cómo cada uno sabe encontrar su lugar en un balance todo el tiempo en movimiento y que no se quiebra nunca, que cambia de centro según quién improvisa o quién toma la melodía inicial. No hay sobre-exposiciones, ni tensiones de ningún tipo, a punto tal que es difícil adivinar no sólo quién compuso cada tema, sino también cuándo el tema escrito termina y cuándo empieza la improvisación.
Tradiciones añejas de una isla del mediterráneo, canzonettas napolitanas, obras de compositores como Ravel o Monteverdi, canciones con aire francés o gitano; sinuosas melodías del folclore escandinavo, guiños de bossa-nova y resonancias tangueras, música de películas... todo y seguramente más, convive en esta música sin tiempo que crean y recrean Fresu, Galliano y Lundgren, y lo hacen a través del idioma abierto y universal del jazz, a esta altura, nos queda claro, su Mare Nostrum.
Mare Nostrum:
https://open.spotify.com/album/7iZadmuPfAJ4YJWcgXTtTK?si=jgcjTo1UQLm7XF9HIXifaw&dl_branch=1
Mare Nostrum II:
https://open.spotify.com/album/4o01vFPQ9LRl5BkE7MutEQ?si=udgB3KOVSF6RVn0Pq-hb0A&dl_branch=1
Mare Nostrum III:
https://open.spotify.com/album/3dwUsSTgwzB3uUSjlPrJWy?si=UN-9grUCRRWVL_MiP1xRxg&dl_branch=1
MARIA GRAND- Reciprocity (17-6-21)
En sus primeras décadas de vida como nuevo género, los músicos de jazz en general eran autodidactas, o casi, o tenían una educación musical más bien rudimentaria y para nada completa, que iban haciendo sobre la marcha, tocando con otros músicos, cuanto más grandes que ellos mismos, mejor. Era de quienes más aprendían. En un terreno donde todo estaba por hacerse, cada uno iba buscando su estilo, y ahí se juntaban el esfuerzo y el talento individuales. Los músicos, a diferencia del mundo académico occidental europeo, se iban haciendo en la calle, en los bares y en las jam-sessions. En general de origen humilde, había que salir a trabajar desde bastante jóvenes, y así abundan las historias de muchachos que a los 17 años ya se iban de gira con alguna orquesta.
Claro que con el tiempo la música se fue complejizando: aparecieron las orquestas de jazz con arreglos muy precisos, y ni hablar cuando irrumpió el Be-bop: el que no sabía música, de verdad, no podía ni subirse al escenario. Charlie Parker, por ejemplo, retratatado a menudo como la expresión máxima del “talento puro” casi innato y mágico, sabía muchísimo de música, y en realidad estudiaba con su saxo alto entre 12 y 14 horas por día. Algunos años después, John Coltrane lo mismo: estaba literalmente todo el día practicando. Mucho más adelante aparecieron las escuelas de música, algunas incluso especializadas en el jazz, como el conservatorio de Berklee, del que salieron a partir de los años 60 gran cantidad de músicos. Todos eran brillantes ejecutantes, y algunos pocos, los que terminaron haciendo una carrera destacable, además de la técnica perfecta tenían el espíritu necesario, y la fortuna de haberse cruzado con los veteranos de antaño que todavía estaban activos, para sazonar su música y su sonido.
Luego, el jazz se fue complejizando tanto que empezó a resultar imposible que alguien se quisiera dedicar profesionalmente a la música sin pasar antes por una formación académica exhaustiva. En la actualidad, de hecho, hay escuelas de música dedicadas exclusivamente al jazz en el mundo entero. Y lo que empezó a pasar fue que los músicos nuevos (no daremos nombres acá!) empezaron a sonar todos cada vez más parecidos entre sí, lo que empezó a hacer que sonaran, al fin y al cabo, aburridos, crimen capital en el jazz, que puede ser cualquier cosa, menos aburrido. Los agoreros de siempre empezaron a aflorar, exultantes: ¿cuál es el futuro del jazz? ¿Qué tiene de nuevo el jazz para ofrecer, hacia dónde se dirige?
Aunque, creo y espero, estas columnas está llena de respuestas a esas preguntas, y de evidencias de que el jazz está más vivo y saludable que nunca, estas reflexiones vinieron nuevamente al foco de mi conciencia al escuchar con enorme agrado el segundo disco de esta saxofonista tenor y compositora tan singular que es María Grand, junto a sus actuales compañeras, la contrabajista (nacida en Japón y criada en California) Kanoa Mendenhall y la baterista Savanah Harris, editado a principios de 2021.
Aunque ya el primer trabajo de Grand como líder, Magdalena (2018), había causado sorpresa y había sido recibido calurosamente (perdón por la frase hecha) por la crítica, creo que este nuevo trabajo lo supera ampliamente y que ahora sí, empieza a colocar a Grand en un lugar distinto, ya con una voz propia definida y consolidada. Mientras que el disco debut parece perder el rumbo en algunos pasajes y disminuir su intensidad, Reciprocity tiene una eficacia sonora del ciento por ciento, y sus tres ejecutantes suenan afiladas y concentradas al máximo, dándolo todo en cada detalle y en cada nota que van tocando. Realmente sería una experiencia interesante escuchar a este magnífico trío en vivo.
No perdamos las esperanzas, ya que Grand, que nació en Ginebra en 1992 y vive en Nueva York (cuándo no) desde hace más de diez años, es hija de una suiza y un argentino.
Volviendo a la música, la larga introducción venía a cuento porque María parece encarnar la nueva versión del músico de jazz, que ahora sí reúne la formación académica que permite el mundo interconectado, en el que una chica adolescente en una ciudad como Ginebra (a propósito, ¿cómo es Ginebra?) puede aprender y compendiar los estilos de saxofonistas de los cincuenta y sesentas como Coltrane o Ornette Coleman o Sonny Rollins, más los de aquellos primeros patriarcas del instrumento como Coleman Hawkins o Lester Young, darles una vuelta con la riqueza técnica lindante con la perfección post-moderna de los años 90 a lo Branford Marsalis o Joe Lovano, y a todo eso sumarle su experiencia en un callejón multicultural de su barrio en la afueras de la ciudad, con músicos de África y de latinoamérica, para más adelante terminar de cocinar todo en Nueva York, a la que llegó con 17 años y a fuerza de temperamento logró que la adopten músicos como Steve Coleman, Greg Fox y Doug Hammond, puntas de lanza de la escena neoyorkina de los últimos veinte años. Y en esto último que mencionamos seguramente esté la clave de la aparición primero y el desarrollo después de Grand: su temperamento, su personalidad. En un ambiente atravesado por prejuicios de clase, de género y de raza, sólo es posible pensar que logró abrirse paso, además del talento, con un temperamento a prueba de todo.
Y esto, en verdad, es lo que percibimos en su música, para lo que evidentemente en este trabajo ha encontrado a las socias perfectas. Grand toca el saxo con una convicción y una certeza en cuanto a la dirección que quiere para su música que resultan llamativas, y lo mismo cabe decir de Mendenhall y Harris. Juntas, las tres tocan con una vehemencia extraordinaria, construyendo, sobre composiciones originales de Grand, un disco conceptual que se va desenvolviendo a través de climas y atmósferas que no nos dan respiro.
El formato de saxo, contrabajo y batería brinda un montón de libertades desde el punta de vista armónico (al estar ausente el piano), pero al mismo tiempo eso mismo obliga a la voz principal (Grand) a asumir más responsabilidades y a tomar más riesgos a la hora de improvisar, y es aquí donde María muestra toda su dimensión como improvisadora, capaz de hilvanar melodías interesantes y rítmicamente complejas, llevando al trío en bloque en una enriquecedora excursión tanto musical como espiritual. El sonido de María es cálido aún cuando aborda pasajes o terrenos levemente más inhóspitos, y transita momentos casi hipnóticos mientras lanza frase tras frase que nos atrapan y envuelven. También suma su voz en un tarareo etéreo y tenue en un par de canciones, y canta en español (revelando en el acento su ascendencia argentina) una pieza sencilla y emotiva, con aires de folklore de nuestro norte.
En una palabra: imperdible.
Reciprocity:
https://open.spotify.com/album/3fUZlZvHKp2F5BbJz7QHP9?si=Ap5N6ipPR8qU1-IX2Sukhw&dl_branch=1
PACO DE LUCIA, Live…One Summer Night- PERICO SAMBEAT, Flamenco Big Band (10-6-21).
Paco de Lucía... Me lleva un rato empezar a tipear. Pongo el disco, suenan sus primeras notas y todo se detiene. Vuelve la magia, vuelve la locura, vuelve ese sonido único. No hubo, no hay, no habrá otro guitarrista como Paco. Tuvimos la suerte de escucharlo en vivo, en una época vino a la Argentina más o menos seguido. El Gran Rex estallaba como si estuviera tocando una banda de rock. Y era un grupo de flamenco… pero qué flamenco! Todavía me acuerdo: luego de zarandear las cuerdas de la guitarra a una velocidad imposible, alguien del público le gritó “pero Paco, ¿cuántos dedos tenés?”. Es que cuando tocaba directamente ni se le veían los dedos. Pero sí se escuchaba cada nota. No se escuchaba, se sentía en el pecho. El flamenco no se escucha, se siente vibrar.
De Algeciras, Cádiz, corazón de Andalucía y por tanto del flamenco, Paco fue un prodigio de la guitarra desde muy chico. Al principio tocaba junto a sus dos hermanos mayores, Ramón y Pepe, también músicos al igual que el padre, pero muy pronto quedó claro que el menor de los hermanos sería el líder, no sólo del grupo familiar, sino de un nuevo movimiento que se empezaba a gestar en el flamenco, de mayor apertura y contacto con otros géneros. El flamenco llevó a Paco de gira por el mundo entero, y fue entrando en contacto con músicos de jazz, especialmente con sus colegas John McLaughlin y Al Di Meola, con quienes grabó, en 1980, el que todavía es uno de los discos más vendidos en la historia del jazz (y mi primer disco compacto, si es que semejante dato pudiera tener algún valor, más que el sentimental, únicamente para mí, claro), Friday Night in San Francisco (¡imperdible!).
Tiempo después Paco forma su nuevo sexteto, junto con sus hermanos Ramón en guitarra, Pepe en guitarra y cante, Carlos Benavent en bajo eléctrico, Jorge Pardo en flauta y saxo alto, y el brasileño Rubem Dantas en percusión. Ya con la formación del grupo y el trío que se suma a los hermanos queda clara la apertura y la mixtura del flamenco principalmente con el jazz: bajo eléctrico y Carlos Benavent, músico de jazz que venía de tocar con Chick Corea; flauta y saxo a cargo de Pardo, quien también mezclaba ambos géneros (y que más adelante desarrollaría toda una carrera fusionándolos) y Dantas, un músico de Bahía con percusión claramente afro-americana. Este grupo de Paco era una maravilla, un verdadero deleite, con una fuerza, y en vivo muy especialmenete, impresionante; cuando vino a Buenos Aires a principios de los 90 ya llevaba varios años en el ruedo.
Aunque grabaron varios discos en estudio, hay dos grabados en vivo que sobresalen. Live… One Summer Night trae cinco temas, todos firmados por Paco, grabados en distintos conciertos de una larga gira europea en 1983. En general empiezan con un tono bien flamenco, algunos incluso con Paco tocando solo una introducción bien libre, casi como un recitado, y luego el grupo se va sumando, construyendo entre todos una música única, emotiva, conmovedora, que puede tanto hundirte en las penas más aciagas como sacarte a bailar. El clima no puede ser mejor y la grabación afortunadamente lo capturó a la perfección: se escuchan los gritos, el aliento, las exclamaciones y la emoción del público, la sorpresa, los arrebatos, la fibra de los sentimientos a flor de piel, con los músicos y el público, por momentos y tal como pasaría acá en el Gran Rex unos años después, en comunión enardecida. Es que la emoción parece por momentos incontenible: cuando Pepe canta en Palenque una frase como “recuerdo tu nombre y se me parte el alma”... pues, se nos parte a todos, y cuando el grupo levanta vuelo con algún solo colérico del saxo, un dúo entre el bajo y la percusión o alguna arremetida fiera y profunda de Paco, se siente en el cuerpo mismo, es una energía abrumadora. Alta Mar, el tema más extenso (poco más de once minutos) nos lleva y transforma por todas esas emociones. Escuchar esta música, escucharla y sentirla, es una experiencia intelectual, emocional, y física también. De hecho, termina el disco y... necesitamos un respiro, estamos cansados, como si también nosotros hubiéramos estado ahí, en el tablado, cantando, aplaudiendo, zapateando, gozando nuestras alegrías y sangrando nuestras penas.
Años más tarde, el grupo grabó también en vivo Live in America, de gira por los EE.UU. en 1993, año en que también tocaron en Argentina, y este disco entonces muestra más aproximdamente cómo fueron aquellos recitales en el Gran Rex. Mi preferido sigue siendo Live… One Summer Night, aunque el segundo también tiene momentos gloriosos, en particular, el último tema...
Justamente a principios de los 90 irrumpe en la escena del jazz española quien sería una de las figuras dominantes por los próximos años, el saxofonista (alto y soprano, y también flauta) Perico Sambeat. Nacido en Valencia y formado en Barcelona primero y en Nueva York después, Sambeat tuvo un recorrido inverso: más definido ya desde sus comienzos como músico de jazz, ha realizado proyectos puntuales en los que incorporó al flamenco en su sonido, como en Ademuz (1995) en el que grabó con el cantaor Enrique Morente, o el álbum que grabó dirigiendo su propia orquesta de jazz, Flamenco Big-Band (2008), acaso el trabajo que más sofisticadamente ha combinado ambos géneros. La clave, creo, está en que los arreglos de Sambeat no han intentado fusionar en uno los dos estilos y crear un híbrido, sino que encontró la manera de que, en las ocho canciones que conforman el disco, cohabiten pacíficamente, con permanentes flirteos y seducciones mutuas, el flamenco y el jazz, pero sin necesariamente convertirse en algo nuevo y distinto, quizá más superficial y edulcorado, en lo que ambos terminarían perdiéndose.
El aporte flamenco viene dado por el cante de Miguel Poveda, quien se acopla a la orquesta con total naturalidad, encontrando el tono justo para que sus lamentos -el cante flamenco es casi siempre un lamento- lastime en su medida justa y no desentone con los destellos de los bronces o los saxos, por ejemplo, evitando caer en la hipérbole característica del cante jondo. Por su parte, la big-band logra un sonido mesurado, como contenido, con un swing casi cool por momentos (a lo Gil Evans?), bien estructurado y en especial con muy buenos solos que van manteniendo bien alto el interés. Cuando suena la orquesta sola (sin el canto) se hace difícil, salvo por algunas armonizaciones, detectar los trazos flamencos. Y ahí está la virtud, pues cuando entra el cantaor la orquesta sutilmente transmuta y sin que percibamos ninguna brusquedad, empieza a sonar bien flamenca, manteniendo el swing y el ritmo, en un acople perfecto y armonioso.
En la orquesta (veinte músicos) destacan además del propio Sambeat con varios solos en el saxo alto (levanta vuelo en Tio Petila), el bajista Javier Colina, Francisco Blanco Latino en la flauta (quizá el que suena más “flamenco” de los instrumentos de viento) y en especial, Albert Sanz al piano, que construye más de un interludio de piano solo para dejar sembrado el terreno común para la orquesta jazzera y los aportes flamencos del cantaor, la guitarra (excelente Gerardo Núñez) y las palmas de Carmen Cortés.
Fue una gran pena enterarnos de la muerte prematura de Paco de Lucía, en 2014 y a los 66 años, un artista totalmente excepcional que construyó puentes sólidos y que siguen dando frutos en los trabajos de músicos como Perico, Jorge Pardo, y generaciones enteras de músicos españoles que han aprendido a abrevar tanto en el jazz como en el flamenco con naturalidad. Como el cierre del disco de Sambeat, que condensa a la perfección el cruce entre estas dos músicas tan especiales en su Guajira para Duke, en ritmo de balada, y con la orquesta armonizando al mejor estilo del gran Ellington mientras Poveda desgrana su último lamento de amor, en un cierre sutil y delicado.
Live… One Summer Night (en spotify no está subido el disco, pero aparece como una playlist):
https://open.spotify.com/artist/539gaeexzlWHtNXOxz3QNN?si=qUnU1lgST5-UBxswwfT66g&dl_branch=1
Live in America:
https://open.spotify.com/album/11URSN2lQg32Akbkq4mf9p?si=0Gzo0SdlReikGOLNZdaCkA&dl_branch=1
Flamenco Big Band:
https://open.spotify.com/album/6wbZNnnK3kTdiXlBSZCBDe?si=6WuCG2dkT666YHC3l6NVKg&dl_branch=1
Friday Night in San Francisco:
https://open.spotify.com/album/2zJMxui25tclR2FYj8jDYT?si=3XOQIajNQ72lppWzAFEa-w&dl_branch=1
VERONICA SWIFT- This Bitter Earth (27-5-21).
Luego de su primer álbum, Confessions (2019), con el que había logrado llamar la atención, Verónica Swift reaparece en la escena con este gran disco editado hace sólo un par de meses, confirmando que va en camino a ser una gran cantante; y que tiene la capacidad de renovar con calidad y creatividad un repertorio de corte más bien clásico, y hacerlo sonar actual, moderno y atractivo.
El disco abre con el tema del título (“Esta tierra amarga”), realmente un relato lastimoso y lleno de pesimismo, acentuado por unas líneas llenas de oscuridad que toca el chelo, y un tempo lentísimo, despiadadamente melancólico. Esta canción la cantaban dos grandes como Dinah Washington y Aretha Franklin, y la verdad es que esta nueva versión tranquilamente puede convivir con sus antecesoras. Swift muestra su destreza vocal y también su sentimiento al encarar una letra tan triste como desoladora. Claro que no está sola: al igual que en todo el disco, Emmet Cohen se luce al piano, con la sutileza suficiente como para no acaparar la atención, pero siempre dando el tono justo que exige cada canción.
El tono del disco se vuelve (un poco) más alegre con los temas que siguen, y tema tras tema Swift sigue desplegando más y más recursos: su sentido del tempo es sólido en todo momento, su voz flexible, y maneja a la perfección la dinámica interna de las canciones, acertando siempre cuándo hay que bajar un poco la voz y cuándo subir el tono, cuándo sonar romántica y suave y cuándo aparecer con más crudeza y severidad, como en You´ve Got to Be Carefully Taught, una canción de los años 40 que habla del racismo y la discriminación. Una grata sorpresa es el uso, también en la medida justa y sin abusar, del scat, esa suerte de improvisación vocal sin palabras, o lo que llamaríamos rudimentariamente un “tarareo”, tan propio del jazz desde que Louis Armstrong lo incorporara hace ya casi cien años, y sin embargo tan difícil de hacerlo con el swing y la onda necesarios para que suene bien y no artificial. Swift lo hace a la perfección, en forma acotada y para en general para terminar de colorear el tono de una canción (You´re the Dangerous Type).
En un repertorio clásico (aunque con temas no tan conocidos, casi “rescatados” en algunos casos, podría decirse) no podía faltar un Gershwin, y así tenemos una hermosa versión, bien lenta y deconstruida, de The Man I Love, todo un desafío para una cantante nacida en 1994 (qué atrevida!), setenta años (y cientos de versiones) después de que la canción fuera escrita.
Otro hallazgo es Trust in Me, que en el contexto del disco y el resto de las canciones podría parecer una canción más de amor… pero no. La escuchaba y la escuchaba y sabía que la conocía, pero no podía darme cuenta de dónde ni por qué cantante. Juro que luché un buen rato y revisé varios discos, hasta que me di por vencido y caí en google: no es una canción de amor! Es una canción de El libro de la selva: cuando Mowgli se queda dormido en un árbol y la serpiente lo empieza a enrollar para comérselo probablemente, aunque no lo logra, claro. Por eso la serpiente canta “trust in me, shut your eyes…”. La versión es excelente, con aires de bolero hipnótico-canción de cuna, y Swift llegando al máximo de sensualidad.
Lo que viene después de esa belleza es totalmente desconcertante. La única explicación posible es que esta canción esté incluida solamente como una denuncia, y tal vez el tono dramático elegido por Swift sea la clave para entenderla. He Hit Me (and It Felt Like a Kiss), “El me pegó (y se sintió como un beso)” es una vieja canción de los 60, cuya letra es directamente espantosa, y directamente justifica la violencia machista. Una mujer cuenta que su pareja le pegó, y que estuvo bien porque así quedó claro que él la amaba y que ella le pertenecía.
Pasado este trago (tan) extraño, el disco tiene aún un par de altos momentos, como en Prisoner of Love y el cierre, con Sing, la única canción contemporánea (Amanda Palmer) con Swift en modo susurro que luego crece y culmina en un final abierto y (levemente) épico, cantando junto a un gran coro, y con un interludio de una guitarra eléctrica casi rockera, que concluye el puente artesanalmente construido por Swif a lo largo del disco, y que une al jazz de los años 20 o 30 con el rock y el pop actuales.
This Bitter Earth:
https://open.spotify.com/album/46Kn3u0Fzlvo1Zmba26EB7?si=Fuub5u0dSsuptoSa0RnF9A
Confessions:
https://open.spotify.com/album/1yi4NWdyakAZVxpnbKhrCG?si=TpGZTqsESW6ulfRSxQfPVQ
3 COHENS, Tightrope (20-5-2021).
Cosa extraña: la traducción literal de “tightrope” sería “cuerda ajustada”, pero sin embargo, “tightrope” es lo que en español llamamos “cuerda floja”: la cuerda por la que caminan los equilibristas en los circos. La verdad es que lo que estos tres Cohen caminan es tanto una cuerda floja como una cuerda súper ajustada… así que al fin de cuentas, al menos en lo que se refiere a la música de este disco, poco importa qué traducción prefiramos.
Tel Aviv es una ciudad hermosa, con una cultura vibrante y llena de vitalidad, liberal, progresista, con playas en el mediterráneo sin nada que envidiarle a las de España, con una arquitectura polifacética que combina modernos edificios occidentales con casas blancas estilo Bauhaus y construcciones árabes más antiguas, con una cultura gastronómica increíble, museos súper modernos, bares y cafés con una onda impresionante… en una palabra, no le falta nada para ser una de las ciudades más lindas y con más vitalidad del mundo.
Y sin embargo… me cuesta pensar que los vecinos de la familia Cohen estuvieran felices de vivir ahí donde vivían, en Tel Aviv, al lado de esta familia con tres adorables hijos que estudiaban, desde los 6, 7 y 9 años, el saxo, el clarinete y la trompeta! Es cierto que con el tiempo los tres se convirtieron en músicos profesionales, que los tres son reconocidos y admirados y que los tres hicieron carreras solistas internacionales de alto vuelo. Pero... vivir ahí al lado, mientras los niños Cohen practicaban? No, gracias.
La cosa es que Yuval empezó a tocar el saxo soprano (instrumento hermoso SOLO cuando se lo toca bien), Avishai la trompeta, y Anat primero también el saxo y después el clarinete. De Anat, tal vez, no estoy del todo seguro, la más “conocida” de los tres, hablamos algo en la reseña del grupo (y su disco debut homónimo del año pasado) Artemis. Radicada hace mucho en Nueva York, Anat es una virtuosa del clarinete (también toca como segundo instrumento el saxo tenor) y frecuentemente resulta elegida como la “mejor clarinetista del año” en las encuestas que realizan los medios especializados. Su técnica es superlativa, todo suena sencillo cuando ella toca, y su sonido es siempre dulce y agradable. Con varios discos como solista (uno de homenaje a Benny Goodman, grabado en vivo en el Village Vanguard, espectacular), siempre está activa e inmersa en varios proyectos a la vez, propios o ajenos, y todo lo que toca siempre vale la pena.
Avishai (a quien no hay que confundir con el otro Avishai Cohen, también músico de jazz, que toca el bajo y el piano, salido en los 90 del grupo de Chick Corea) también oscila entre Nueva York y Europa, y tiene ya grabada una decena de discos propios, varios de ellos para el prestigioso sello alemán ECM. Yuval es, al menos para mí, el menos escuchado de los tres. El único que aún vive en Tel Aviv, tiene algunas grabaciones como líder y fundamentalmente enseña música (jazz y jazz orquestal) en los conservatorios de Tel Aviv y de Jerusalem.
Hechas las presentaciones individuales, además de sus carreras solistas cada tanto los hermanos Cohen se juntan y tocan juntos, salen de gira y dan algunos conciertos seguramente por el puro placer de hacerlo. Aunque en 2018 y 2019 tocaron juntos en vivo, el último de sus tres álbumes es de 2013. Una pequeña joya que los encuentra plenamente creativos, audaces, técnicamente superlativos, juguetones y, tal vez lo más notable, seriamente divertidos, una faceta que ya habían mostrado en su segundo álbum juntos, Family, de 2011, también muy recomendable.
A diferencia de los dos trabajos anteriores, aquí los hermanos se lanzan prácticamente solos, salvo en algunas excepciones en que los acompaña el pianista Fred Hersch en tres temas (de quien hablamos al reseñar un disco del guitarrista Bill Frisell), Chrsitian McBride en contrabajo en un tema y el baterista Jonathan Blake en otro, y construyen un repertorio entretenido de principio a fin a través de 18 canciones más bien cortas, en el que alternan varios standards con temas probablemente improvisados o apenas trabajados previamente, que firman los tres bajo el sencillo título de “Conversación”.
Si muchas veces destacamos al elogiar cómo suena un grupo de jazz el hecho de que lleven mucho tiempo tocando juntos, pues eso -cuando hay empatía y buen entendimiento- hace sonar mejor la música, en este caso es una obviedad decir que los Cohen llevan tocando juntos, literalmente, toda la vida. Eso se nota en la manera que encaran los temas, tanto en los clásicos como en los improvisados, con una interacción y una justeza en las intervenciones de cada uno realmente prodigiosas. Si bien un trío a capella de trompeta, saxo y clarinete no parece ni tarea sencilla a la hora de darle forma a los arreglos ni tampoco un sonido muy seductor de por sí, los hermanos Cohen derrumban todo prejuicio y nos van regalando a medida que avanza el disco un banquete musical de ideas variadas y que en conjunto terminan pintando un paisaje multicolor y complejo, en el que se pueden ir percibiendo distintas fuentes de inspiración que confluyen armoniosamente, y que consagran de algún modo la universalización del jazz.
Vemos entonces referencias al be-bop de Charlie Parker (Hot House) al hard-bop de los años 60 (Blueport) y a la música de Monk (I Mean You), pero también a épocas y figuras anteriores como Ellington (Just Squeeze Me) o Armstrong (Indiana), e incluso, en el tema con batería, Black, a las irresistibles marching-bands de Nueva Orleans. Las “conversaciones”, como contracara, necesariamente traen aires más modernos, con algún toque de free-jazz y ciertamente líneas más abstractas, ya que algunos de estos intercambios breves no llegan a tomar la forma definida propia de una canción.
Aunque en algún momento, en alguna línea, en alguna frase (sobre todo en los diálogos improvisados) se cuela un atisbo melódico que remite al linaje familiar, el homenaje se hace expreso hacia el cierre, en el anteúltimo tema, con una canción de cuna yiddish sencilla, breve y conmovedora.
Cierra el disco Mantra, una melodía básica y rítmica en la que los tres hermanos se alternan en la línea principal, y que deja un final abierto para el reencuentro. Ojalá que todas las circunstancias que hoy lo impiden desaparezcan pronto y puedan volver a los conciertos y también a grabar, a caminar juntos tanto por la tightrope de los clásicos y sus arreglos puntillosos, agudos y certeros, como por la cuerda floja de las improvisaciones. En ambos casos, los tres Cohen juntos son una maravilla.
Tightrope:
https://open.spotify.com/album/7GZabcPIKWNb79DbVrLjRr?si=7JSBlKMwTe-U56Wt__fKTQ
Family:
https://open.spotify.com/album/1aLJqIThcren85cCnASDjc?si=Sgj5G7ESSEaOB5iclgyXyA
CARLA BLEY- Life Goes On (14-5-21).
Esta semana la inigualable Carla Bley cumplió 85 años, y tan importante aniversario nos pareció motivo más que suficiente para compartir el último trabajo de esta pianista, compositora y líder de orquesta, editado el año pasado y titulado, ni más ni menos, “La vida sigue”, un título que no necesita de muchos comentarios, se refiera a la edad de Carla, a la operación que atravesó por un tumor en el cerebro, al horrendo 2020, a este 2021 que no le va en saga… o a todo junto.
Y además, este año se cumple el 50º aniversario del lanzamiento de su disco Escalator Over the Hill, una obra monumental de veintisiete temas y dos horas de duración, que tardó casi tres años en grabar, con una muy inusual big-band extra large, con nuestro Gato Barbieri incluido y con un rol destacado, junto a la crème de la crème de los músicos del free-jazz y el avant-garde de fines de los 60 y principios de los 70. Escalator… es un disco absolutamente único en el universo de la discografía jazzística: por su inusual duración -debe haber pocas obras tan largas-, por su original instrumentación que amplía largamente en número -y por tanto en sonoridad- al formato clásico de la big-band de jazz, y más allá de estos datos “de forma”, por la música en sí, que resulta directamente inclasificable… ya que hay de todo un poco, y mucho de todo. A lo largo de las dos horas de la obra se pasa fácilmente del amor al odio, del asombro y la sorpresa agradables y placenteras a una intolerancia total y a preguntarnos por qué estamos escuchando esto. Hay pasajes maravillosos y momentos en que todo parece un absurdo sin sentido posible y otros en que la música se vuelve casi aterradora, llevando las sonoridades del free-jazz al límite, convirtiéndose en el preludio perfecto para un asesino serial a punto de entrar en acción. En buena parte es cierto lo que dijo un crítico al comentar el disco -y alabarlo- hace ya tiempo: más satisfactorio que “escuchar” Escalator… es “haberlo ya escuchado”. Hechas estas aclaraciones, que nadie se asuste, no es la recomendación principal de hoy, sino el punto de partida para presentar a esta compositora tan original e importante en el desarrollo del jazz moderno. Para los valientes o curiosos que se le animen, abajo estará el link correspondiente.
A pesar de todo, Escalator… fue un disco rupturista y de máxima vanguardia en su momento, y sirvió para dejar en claro que Bley, que venía trabajando y componiendo hacía unos años pero más que nada para otros colegas, tenía ya no sólo su voz propia, sino la autoridad y las condiciones para comandar un proyecto tan polémico como ambicioso, y ponerse al frente de los músicos más “rebeldes” del momento. A partir de allí su carrera como compositora fue sólo en crecimiento, documentada en una discografía variada y multicolor, prácticamente en su totalidad dedicada a su propia obra, en la que hay trabajos con big-bands, pequeños ensambles, tríos y dúos.
Luego de aquéllos años a “la vanguardia de la vanguardia”, Bley se fue alejando un poco de los principios del free-jazz y de la composición abstracta, volviendo más al corazón del jazz, donde fue encontrando en este recorrido inverso y a través de una imaginación musical única, un idioma propio y original. En los últimos años, en especial a partir de su relación (de pareja y musical) con el bajista Steve Swallow, su obra y sus grabaciones se fueron concentrando en los grupos pequeños y con un sonido más discreto y circunspecto, mucho más íntimo y profundo a la vez, donde lo emocional (en sus comienzos sosegado un poco por la sonoridad más iracunda del free) fue de a poco quedando a la par de su inventiva más intelectual, o cerebral.
A principios de los 2000 Bley formó The Lost Chords, un cuarteto junto a Swallow en bajo eléctrico, Billy Drummond en batería y Andy Sheppard en saxos tenor y soprano. Su primer disco, bajo el mismo nombre del grupo, es realmente casi perfecto, un deleite lleno de ideas musicales complejas pero también divertidas, y con el tándem que forman Swallow y Drummond, rebosantes de un swing contenido pero contagioso y alegre. Sheppard es un improvisador incansable, también capaz de swingear con fiereza y creatividad, eludiendo lugares comunes en sus solos. En spotify no está el disco original, pero, casi mejor aún, sí está una grabación en vivo del grupo de 2004 para apreciarlo en su total dimensión. Segunda yapa del día.
Luego de la experiencia con The Lost Chords, Bley volvió a su antiguo trío con Swallow y Sheppard, quienes ya venían tocando juntos desde mediados de los 90, y que más recientemente grabaron los discos Trios (2013), Andando el Tiempo (en español en el original, 2016) y finalmente Life Goes On, un disco espléndido, como los grandes discos de jazz, sencillo y profundo a la vez, con tres suites que muestran una vez más la agudeza y complejidad de Bley como compositora, y también su calidad como pianista, que muchas veces queda en segundo plano al lado de su rol como compositora.
El entendimiento mutuo entre los tres es realmente impresionante, y se percibe de inmediato apenas comienza la suite en cuatro partes que le da título al disco: abre Bley con unas misteriosas pero juguetonas notas con aires de blues, invitando a sus socios a que se vayan sumando al juego. Este primer tema tiene aires claramente alegres y optimistas, que luego van cambiando y transformándose a medida que avanza la obra en las partes que siguen, llevándonos a lugares más oscuros, melancólicos y de cierta angustia. Es en esos pasajes donde la empatía entre los tres expone toda su riqueza, y les permite dar no sólo brillo musical sino también emoción a la pluma refinada de Bley. La suite Life Goes On cierra con And Then One Day (“Y luego un día”) un final que suena tanto abierto como ambiguo…
La siguiente suite es Beautiful Telephones, según dijo la propia Bley, inspirada en uno de los primeros comentarios que hizo el expresidente Trump al instalarse en la Casa Blanca, sobre los teléfonos que encontró allí. La suite tiene tres partes, que se van desenvolviendo en un tono más bien sombrío y no desprovisto de sarcasmo y ocurrencias que van surgiendo entre los tres músicos. En este formato sin batería (a diferencia del cuarteto The Lost Chords) hay mucho más espacio (y silencios) para el desarrollo de los temas melódicos, como así también para largos diálogos que a veces son de a dos y a veces entre los tres. La tarea de Swallow (a quien vimos tocar en vivo en Argentina un par de veces al menos, hace ya algunos años, con John Scofield) es magnífica: con una sobriedad inalterable mantiene el sonido del trío en una cohesión perfecta, siempre dando la nota justa, manteniendo el tempo para los vuelos melódicos de Sheppard, y también exhibiendo una singular profundidad para improvisar con el bajo eléctrico; Swallow es uno de los más completos bajistas del jazz moderno de los últimos cincuenta años (y uno de los que más ha hecho para consolidar el sonido del bajo eléctrico en el género y darle su correcta estatura como instrumento, sacándolo de la sombra del contrabajo) y toca con una generosidad y disposición a enaltecer el trabajo de los demás que puede resultar conmovedora. Sus intercambios con Bley (han grabado algunos discos los dos solos en dúo) son intensos y floridos, y juntos se mueven en armonías complejas con total comodidad y entusiasmo, combinando a veces un toque apenas minimalista y otras una visión más expansiva.
El disco cierra con Copycat (“Imitador”), una suite en tres partes, también de humores cambiantes, melodías densas, baladas (el saxo tenor de Sheppard suena prodigiosamente refinado) y mucho juego entre los tres, con “persecuciones” mutuas, imitaciones, engaños y espejos, con tanta calidad técnica y melódica que es difícil saber quién imita a quién.
Life Goes On es un disco lleno de música delicada, sofisticada, sensible y por momentos también emotiva, propio de una compositora trascendente como Carla Bley, junto a estos dos compañeros de tantos años que saben entender sus ideas a la perfección, y su deseo de que la vida siga.
Life Goes On:
https://open.spotify.com/album/50dZXAkVQ9PHCbtcNNaBsz?si=1T3lZG5tT5a0g0fWEdCsxg
The Lost Chords Live:
https://open.spotify.com/album/3cDdOPCDEbOoUsHZi0kv3w?si=pZ8TZ_lVRI-ayPy9S12t7g
Escalator Over the Hill:
https://open.spotify.com/album/4Gkvfrv2hZlF1ILyiqVe9j?si=bwxOEXu3Qjqj3e8uYq3MYQ
Philip Catherine y Larry Coryell
WIND-CATHERINE-VAN ROOYEN, White Noise (13-5-21)
Salvo que sea una ironía, el título que estos tres grandes músicos europeos eligieron para su disco no podría haber sido más injusto. El white noise (“ruido blanco”) es una señal de sonido que contiene todas las frecuencias, con la misma potencia, lo que termina creando un sonido monótono, una especie de zumbido uniforme, y que ahora es tan popular en distintas aplicaciones para el teléfono, que lo reproducen o incluso en playlists de spotify, ya que ayuda a la gente a dormirse. El ejemplo más conocido de ruido blanco es el sonido de un televisor sin sintonizar (con la pantalla llena de rayitas… algo de otra era, a esta altura).
Como sea, si bien es cierto que este disco prácticamente perfecto (o por qué no decirlo: ¡perfecto!) editado el año pasado, tiene un tono calmo y que transcurre de principio a fin con una amabilidad y una cortesía poco frecuentes, realmente no podría estar más alejado de la monotonía somnífera del ruido blanco. Lleno de melodías sutiles y profundas, delicadas pero totalmente firmes, y, lo más notable, de unos diálogos musicales que por momentos resultan asombrosos por su calidez, este White Noise es una verdadera joya para atesorar y volver a escuchar una y otra vez (mmm.... ¿como si fuera un ruido blanco? Tal vez… pero no).
Una de las cosas maravillosas que trae White Noise es el encuentro, mágico por momentos, de tres músicos europeos de jazz de pura cepa, de tres generaciones totalmente distintas, en un formato de contrabajo, guitarra eléctrica y trompeta que resulta perfecto para el intercambio de sus visiones, de sus estilos, de sus sonidos, distintos entre sí y a la vez unidos, qué duda cabe, por el amor a esta música.
Tomando el orden que presenta la foto de tapa del disco, primero está Martin Wind, contrabajista alemán, nacido en 1968 en Berlín, pero que desde 1996 siguió su carrera en Nueva York, donde rápidamente se insertó en el exigente circuito jazzístico. Claramente el de sonido más moderno, proclive tanto a mantener el pulso firme como a embarcarse en exploraciones más abstractas, Wind tiene un sonido bien robusto y pleno, solea con inventiva y resulta un compañero ideal para dialogar con quien le sigue en edad, el guitarrista Philip Catherine, nacido en Londres en 1942 pero de origen belga, y por tanto, aunque mucho más moderno y con influencias del jazz-rock y en especial del inglés John McLaughlin, heredero y continuador del espíritu del legendario Django Reinhardt. Catherine es uno de los jazzmen más conocidos de Europa, con una discografía muy interesante, llena de cruces y encuentros con músicos norteamericanos, siempre tan proclives a visitar o incluso pasar largas temporadas por todo el continente. Sus discos a dúo con el también guitarrista Larry Coryell (fallecido el año pasado) son la mejor prueba de su capacidad para desarrollar solos y bucear en las profundidades que ofrece el diálogo franco y abierto entre dos músicos sensibles y abiertos a escucharse mutuamente (la última de esas colaboraciones fue justamente el último disco en vivo de Larry Coryell, editado póstumamente, y por eso lo incluimos de paso como yapa).
Y hablando de leyendas, más alto en la escalera está el trompetista holandés Ack van Rooyen, nacido en La Haya en 1930 y que con 92 años sigue plenamente activo y con su sonido intacto. Todo un prócer del jazz holandés, belga y alemán, donde vivió también, además de la trompeta van Rooyen toca el fiscorno (flugelhorn) y en ambos tiene un sonido cristalino, simple y más bien austero, pero rebosante de melodismo y swing, quizá una mezcla perfecta de Chet Baker y Miles Davis con los trompetistas pioneros Nueva Orleans. Mientras que el sendero por el que se desarrolla la mayor parte del disco es el que van construyendo tema tras tema Wind y Catherine, cuando van Rooyen se suma y su trompeta flambea melodias sobre el contrabajo y la guitarra eléctrica, todo se llena de color y gracia. Sus intervenciones son más breves, y en un par de temas directamente se toma un descanso dejando a sus jóvenes compañeros que se enfrasquen en diálogos un poco más ásperos y que se saquen algunas chispas.
De ocho temas del disco Martin Wind compuso tres, otro está firmado por van Rooyen, y los otros cuatro son tomados del repertorio jazzístico. El disco cierra con una balada hermosa que solía tocar y cantar (como nadie) Chet Baker, I Fall In Love Too Easily, con quien Philip Catherine supo tocar en los últimos años del trompetista/cantante antes de su muerte trágica en Amsterdam. Baker pasó sus últimos años en distintos países de Europa, y dejó una marca endeble en varias generaciones de músicos, entre ellos los tres que, aquí reunidos, han sellado un disco que de tan simple y tan profundo a la vez, es perfecto, y que invita a dejarlo sonando en forma ininterrumpida, una y otra vez… sin que nos cansemos de escucharlo en ningún momento.
White Noise:
https://open.spotify.com/album/0LN2FTAbIw3jb17TpIoN0S?si=RO2kt7ebQr-Y1Hm3SNy70A
Larry Coryell & Philip Catherine:
https://open.spotify.com/album/2cD1jGlfK02V3VOK3mHsoU?si=SEJvClADSA6BKP7jmPU14w
JOHN PATITUCCI- The Soul of the Bass (29-4-21).
No está del todo claro para los historiadores cómo y cuándo apareció por primera vez el contrabajo en los grupos de jazz, aunque hay registros de que ya en los primeros años del siglo XX comenzaba a ser utilizado en algunos grupos que tocaban esa música todavía indefinida, mezcla de ragtime, habaneras, charleston, un blues todavía embrionario, himnos religiosos (y unas cuantas cosas más), arremolinadas en ese caldo espeso y picante que se fue cocinando en los alrededores de Nueva Orleans, antes de que se la empezara a llamar jazz.
Grande, pesado, casi extravagante en comparación con sus “hermanos menores” pero más famosos y aceptados, el violín y el chelo, con un sonido apagado y de poco volumen, no había lugar para el contrabajo en las primeras bandas callejeras que solían tocar marchando, al modo de las bandas militares. De hecho, la función principal que luego tendría el contrabajo, la de mantener el pulso y el ritmo, era cumplida por la tuba, también pesada e incómoda, pero de gran volumen y pasible de ser tocada al caminar.
Es probable que en el tránsito de esta música incipiente de las calles a los burdeles y salones de entretenimiento, de la intemperie al ambiente cerrado, cuando también apareció el piano, el contrabajo le haya empezado a ganar la pulseada a la tuba, para convertirse poco a poco en un instrumento prácticamente imprescindible en el jazz. Dijo un músico una vez que si en un grupo de jazz la batería es como el motor de un auto, el contrabajo vendría a ser como las ruedas. Durante años confinado a mantener el pulso y dar apoyo armónico al resto de la banda, con el tiempo, y a través de distintos músicos que fueron innovando y explorando nuevos territorios para el instrumento, el contrabajo vivió una suerte de liberación e independencia, adquiriendo poco a poco el status de miembro pleno y con todos los derechos de los demás instrumentos: no sólo mantener el pulso y la base armónica, sino también incursionar en el plano melódico, complejizar la cuestión rítmica tocando por fuera (antes, encima o después) del tempo, e incluso, hasta tocar solos improvisados.
John Patitucci (Nueva York, 1959) es uno de los bajistas más notables de los últimos treinta años, con una carrera realmente estelar tanto como líder y solista como acompañante, que da plena fe de la “liberación” y del desarrollo del contrabajo como instrumento, de sus posibilidades rítmicas y melódicas, de su enorme riqueza de matices y sutilezas, y también de la liviandad y fragilidad de este “peso pesado” de los instrumentos.
Su primera aparición para el gran público fue hacia fines de los años 80, de la mano del recientemente fallecido Chick Corea, uno de sus mentores. Hasta hace muy poco, Patitucci formaba parte del cuarteto del legendario saxofonista Wayne Shorter (en los años 60, saxofonista del quinteto de Miles Davis), hasta que este último anunció su retiro de los conciertos y las giras. Siempre activo, Patitucci es ultra-versátil tanto en el contrabajo como en diversos tipos de bajos eléctricos, lo cual lo convierte en la primera opción entre sus colegas a la hora de grabar o salir de gira. También ha compuesto música para películas y producciones, además de tocar y grabar con sus propios grupos, con lo que, apenas pasados los 60, lleva ya una discografía apabullante. En 2019 grabó The Soul of the Bass, su proyecto más desafiante según él mismo contó, y para el que tardó casi cuarenta años en animarse a hacerlo: un disco (casi entero) de contrabajo solo.
En realidad, aunque en la mayor parte del disco Patitucci toca efectivamente solo, algunos detalles matizan un poco el desamparo de estar a solas con el instrumento frente al micrófono: el baterista Nate Smith aparece en dos temas, su esposa Sachi lo acompaña en cello en el cierre del disco, y sus hijas Greisun e Isabella aportan sus voces para el armado de un coro polifónico, abstracto e intrigante que embellece el paisaje general con la dosis justa de dulzura, suspenso y aires orientales, de un disco íntimo, reflexivo y sin dudas profundo.
Además, Patitucci dialoga consigo mismo y muestra su ductilidad en varios temas, superponiendo capas sonoras de contrabajo y bajo eléctrico de seis cuerdas (en ocasiones, incluso más de un bajo eléctrico), y también expone una sensibilidad descarnada en Mystery of the Soul, tal vez la contracara del tema que le da nombre al disco (una melodía suave y amable), en la que toca con arco y extrae sonidos del contrabajo que suenan a lamento, a queja, a incomodidad, en los que apenas se esboza una melodía triste y dolorosa.
Hay algunas improvisaciones libres, en las que no se distingue un tema o melodía definidos, relatos breves, acotados pero siempre interesantes y que dejan flotando frases, ideas, o una pequeña figura rítmica.
Con el bajo eléctrico Patitucci encara la pieza más larga del disco, y rinde su tributo a Bach interpretando la Allemande en Re Menor, de la Suite para Cello Nro. 5, no sólo mostrando una nueva faceta del universo bachiano, sino además incorporando un lenguaje que aún siendo distinto, resulta totalmente homogéneo y coherente con el resto del disco.
The Soul of the Bass, de poco menos de cuarenta minutos (otra gran virtud) nos muestra, tema tras tema, no sólo el alma del instrumento y toda su riqueza, sino también la de un músico complejo y ya maduro, en el pico de su carrera, compartiendo su sensibilidad y sus ideas en un formato que resulta tan íntimo como cautivante.
Como yapa, un disco grabado en 1978 por otro gran contrabajista, de una generación anterior a la de Patitucci, el inglés Dave Holland, y que seguramente sirvió de inspiración y referencia para The Soul of the Bass. El disco de Holland, Emerald Tears, es de principio a fin un disco de contrabajo solo. No hay sobre-grabaciones, ni invitados, ni nada que atempere un poco el sonido desolado y en algunos tramos casi árido, del hombre improvisando con su instrumento. A diferencia del disco de Patitucci, que transcurre y se desarrolla de manera amable y placentera, Holland nos lleva a un recorrido en el que no hay sosiego, y que requiere de nuestra atención y concentración. Un desafío para quien quiera explorar y poner a prueba su paciencia.
The Soul of the Bass:
https://open.spotify.com/album/62v5fpXkOulx9M1RNEhFbJ?si=gYz1u7bZSoWJZdsDxHJnqA
Emerald Tears:
https://open.spotify.com/album/60pQ02DvHpC2YYyDgJULgR?si=cgPAo240TCOCAgIve6ulvA
El Ingenuity, fotografiado en Marte por el Perseverance, esta semana.
JEREMY LEVY: The Planets: Reimagined (22-4-21).
Hace tres días se concretó el primer vuelo de una aeronave no tripulada en otro planeta: Marte. El “helicóptero” Ingenuity (“Ingenio”) voló en forma autónoma por casi un minuto sobre la superficie del planeta rojo, al que llegó en el interior del vehículo explorador Perseverance, en febrero. Según se anunció, en los próximos días habrá más vuelos por parte de Ingenuity. Mientras el mundo atraviesa lo que ya todos sabemos que atraviesa y ni hace falta decir, un puñado de personas en la NASA celebraron la hazaña, y algunos hasta la compararon con aquel primer vuelo en avión de los hermanos Wright, en 1903.
Si la comparación es exagerada o no, se verá con el tiempo. Más allá de que hoy la noticia nos parezca intrascendente, lo cierto es que el cosmos, las estrellas, los planetas y, entre estos, especialmente, Marte, siempre han estado en la inspiración de filósofos y artistas, desde Pitágoras, con su teoría de la “música de las esferas” (una idea fascinante, según la cual los propios planetas, al orbitar en el espacio y girar sobre sí mismos, van produciendo sonidos, y por tanto, música) hasta David Bowie y su tema recurrente sobre astronautas a la deriva en el espacio.
Quizá una de las obras más notables inspirada en las esferas sea justamente, The Planets, del compositor británico Gustav Holst (1874-1934), una suite para orquesta sinfónica en siete partes, compuesta entre 1914 y 1916, y estrenada en 1918, que sigue siendo interpretada hasta hoy y que además es inmensamente popular entre los británicos. Cada suite lleva el nombre de uno de los planetas de nuestro sistema solar (no están incluidos ni la Tierra ni Plutón, que aún no había sido descubierto) y una breve descripción de la característica saliente de cada planeta según la astrología. Así se suceden: Marte: El portador de la guerra; Venus: El portador de la paz; Mercurio: El mensajero alado; Júpiter: El portador de la alegría; Saturno: El portador de la Edad Antigua; Urano: El Mago, y Neptuno: El Místico.
La obra de Holst es cautivante ya desde las primeras notas de Marte, llenas de misterio y tensión, y a pesar de que la obra ya cumplió sus primeros cien años, al escucharla hoy nos revela de inmediato una cualidad cinematográfica seguramente impensada por Holst en 1914, cuando el cine era todavía un experimento que recién empezaba a tomar forma. La haya imaginado así o no, The Planets realmente parece música “de película”, y además apenas la empezamos a escuchar, es imposible no pensar en 2001: Odisea del espacio, y más todavía, en Star Wars. Es evidente, también, cómo el compositor de la música de esta última, John Williams, “tomó prestados” varios elementos de la obra de Holst, en especial texturas, armonías, orquestaciones, y el “tono” general de la obra.
Es probable que esa sonoridad cinematográfica de The Planets haya sido lo que atrapó el interés de Jeremy Levy, un compositor y arreglador de Los Ángeles que ha compuesto y arreglado música para películas, series (la más reciente, Gambito de dama) y también, video-juegos (que aunque parezca mentira, es una industria enorme) curiosamente, uno llamado Star Wars: The Old Republic. Además de toda esta actividad, Levy dirige regularmente hace un tiempo ya, la Jeremy Levy Jazz Orchestra (con la que probablemente pierde bastante de la plata que gana en sus otras actividades).
La cuestión es que Levy decidió adaptar la monumental obra de Holst, y hacer una versión de The Planets, respetando las siete piezas originales y su orden, para su orquesta de jazz. Y el resultado es, realmente, magnífico.
Más allá de que como ejercicio es interesante escuchar las dos versiones y de algún modo compararlas, buscar puntos de encuentro y momentos de mayor desapego de la partitura original en la nueva versión, lo cierto es que la obra ahora presentada por Levy es excelente y resulta más que atractiva e interesante por sí misma. Grabado en 2020, The Planets: Reimagined, es uno de los mejores discos de jazz orquestal de los últimos tiempos.
La clave está en el subtítulo: Reimagined, “re-imaginada”, ya que la versión de Levy no es una mera adaptación de las partituras originales para que la misma música sea interpretada por una orquesta de jazz, sino que es realmente una recreación, una visión conceptual nueva y también, como no podía ser de otro modo dado el material original y los antecedentes de Levy, cargada de imágenes y paisajes.
Claro que estos paisajes, aunque las melodías originales de cada suite sigan estando presentes como guía conceptual de la obra, son totalmente distintos, tienen otros colores, otras texturas y dinámicas, y por supuesto, otros ritmos. Por ejemplo, aunque la tensión sigue presente en la apertura, Marte, las sonoridades sombrías, casi tenebrosas de la versión original acá se funden con ritmos de latin-jazz, mucho swing y, en lugar de las cuerdas de una orquesta sinfónica, son los trombones en contrapunto con las trompetas los encargados de recrear la incertidumbre y la angustia propias del mensajero de la guerra, dando lugar a un solo de trombón que parece casi surfear por entre los bronces furiosos.
Venus, que a continuación trae cierta paz, arranca sonando como la orquesta de Stan Kenton, una de las big-bands más exitosas de los años 40 y 50, con un swing más moderado, contenido a veces, con melodías “cantadas” por la sección de saxos al unísono, en un sonido mucho más ameno y apacible. En todos los casos, cada parte de la suite tiene su propio funcionamiento interno, y se va desarrollando con una lógica propia, contando una historia por sí misma, más allá de formar parte de un todo.
Resulta natural que además del cambio de sonoridad propia de la orquesta de jazz, un observador contemporáneo del sistema planetario tenga y comparta otra visión de las mismas esferas totalmente distinta que la que pudo haber tenido Holst al escribir su obra, y que el resultado sea entonces más colorido y dinámico. En épocas del compositor británico, y disculpas por la obviedad, no había fotos ni videos o imágenes a todo color de los planetas, reales (las que manda ahora el Perseverance, por ejemplo) o ficticias, creadas en los estudios de Hollywood, y por eso que en Júpiter, que trae la alegría, los cambios de ritmo y tempo permanentes, y que el solo en medio de una orquesta totalmente acústica sea de guitarra eléctrica no parece tanto una licencia respecto de la obra original, como justamente, una lectura de la misma acorde al presente.
Cada parte nos trae nuevas impresiones, nuevas sensaciones que se van amalgamando coherentemente de principio a fin. Saturno empieza con un solo de piano meditabundo y espaciado, que contrasta con la algarabía que venía de Júpiter, y luego de unas melodías difusas, las trompetas pegan un sacudón violento, para dar lugar al solo de trompeta, en plena ebullición de swing.
Así, el despliegue que va haciendo Levy es impresionante, condensando prácticamente toda la historia del jazz orquestal. Por momentos además de Stan Kenton escuchamos trazos de Ellington, de Basie y de orquestas más modernas, como las de María Schneider, Carla Bley o Gordon Goodwin, y el interés y la atención no decaen ni por un minuto durante toda la obra, de casi cincuenta minutos, en la que las ideas originales de Holst ahora conviven con un remolino de swing, latin-jazz, ritmos funky, sonoridades bluseras, algo de rock, percusión, bronces afilados y saxos endiablados que no dan respiro.
En el panorama actual, esta obra de Jeremy Levy es una gran noticia, pues confirma la vitalidad no solo del jazz, sino también del formato de la big-band, tan difícil de mantener en un género que siempre está tratando de sobrevivir dentro de una economía precaria e imprevisible.
Neptuno, el místico, cierra la suite, con el piano tocando las últimas notas disolviéndose lentamente en un eco sutil, dejando la historia plenamente abierta, para nuevas interpretaciones y nuevas visiones planetarias y espaciales, que seguro llegarán, como lo harán los próximos vuelos del Ingenuity y las imágenes y la información que enviará el Perseverance.
Holst, The Planets:
https://open.spotify.com/album/4v0Xyz0LVToUsSTGdsvKSK?si=azfVz8oySnyiVB9WDYj6Tg
Jeremy Levy Jazz Orchestra, The Planets: Reimagined:
https://open.spotify.com/album/40JZZLMUO2lr8g0KUr1DvS?si=SJCQXGmsT0Wtv45aEt4ntA
Ellington en India, 1963.
DUKE ELLINGTON: The Afro-Eurasian Eclipse (15-4-21).
Hace ya algún tiempo que los analistas de la política internacional vienen anticipando un nuevo orden mundial bipolar, que la pandemia actual no ha hecho más que acentuar y exponer de manera descarnada (descarnada y cruel, diría, sobre todo para países como el nuestro), en el que ya no cuentan ni el G-5 ni menos aún el G-20. Hoy estamos, plenamente, en un nuevo G-2, en el que Europa, Rusia, India e Irán, en el mejor de los casos, son aliados o satélites de los EE.UU. y China. Pareciera que el primero sigue siendo la potencia hegemónica, pero cuándo eso se terminará de emparejar, y cuándo el desbalance se inclinará hacia el país asiático, parece ser, coinciden los analistas, cuestión de tiempo.
Inspirado tanto en sus viajes alrededor del mundo como en su lectura del pensador Marshal McLuhan, de mucha difusión en los 60 y en los 70, Duke Ellington compuso, ya sobre el final de su carrera, The Afro-Eurasian Eclipse. Grabada en 1971 y recién editada póstumamente en 1975 (Ellington murió en 1974) esta suite, de casi cuarenta minutos, habla, a través de la siempre compleja y detallista mirada del Duke, justamente de ese nuevo orden mundial, que en aquel entonces empezaba a mostrar sus primeras señales, y que hoy ya vemos configurado plenamente.
El disco empieza con unas palabras introductorias de Ellington, en las que explica que esta nueva obra está inspirada en el pensamiento de McLuhan, quien en una de sus obras vaticinaba que el mundo entero estaba yendo hacia Oriente, siendo cada vez más difícil que cada uno, oriental y occidental, siguieran conservando su identidad. “Nosotros también hemos viajado alrededor del mundo, dice Ellington, y en los últimos cinco o seis años, hemos comprobado que esta idea es correcta, e intentamos hacer un paralelo musical”.
Aunque algunos de los veteranos de siempre ya no estaban (más notablemente, el inigualable saxo alto de Johnny Hodges) la orquesta de Ellington, en ese momento ya con casi cincuenta años ininterrumpidos de actividad, seguía siendo la mejor orquesta de jazz de todos los tiempos. Tal vez el “fuego” de los primeros años ya no estaba, o la explosión de aquéllas primeras piezas cortas, pequeñas miniaturas de pocos minutos simplemente perfectas. Hacía tiempo que Ellington venía componiendo suites, trabajos de larga duración, conceptuales y temáticos, en los que volcaba toda su capacidad como compositor y extraía al máximo las posibilidades sonoras de su orquesta, a esa altura una directa extensión de su mente y su imaginación musicales. Así, antes de la Afro-Eurasian Eclipse, que fue una de las últimas que compuso, antes había escrito la Far-East Suite, la Latin-American Suite (con un tema especialmente dedicado a la Argentina), la New Orleans Suite, entre muchas otras. En algún caso el resultado puede haber sido un poco desparejo, con temas excelentes y propios de la altura de Ellington y otros un poco más flojos, pero en el caso de la que aquí compartimos, con ocho piezas, es impecable de punta a punta, está llena de grandes momentos, de melodías que se van sucediendo unas a otras manteniendo siempre el interés, de ritmos que van variando y sobre todo, sobre todo, de mucho swing.
Una de las mayores virtudes de Ellington a la hora de escribir sus suites, especialmente en las que intentaba reflejar sus propias impresiones y recuerdos de lugares, personas e incluso pueblos que había conocido en sus viajes, es que nunca usó el recurso (para nada “condenable”, pero sin dudas más sencillo) de sumar a su orquesta instrumentos nuevos, ajenos al jazz, o exóticos (un ejemplo: en la Latin-American Suite, en el tema dedicado a la Argentina, que obviamente tiene aires tangueros, echar mano a este recurso hubiera implicado sumar un bandoneón al sonido de la orquesta). Al contrario, Ellington nunca retocó ni modificó la sonoridad de su orquesta, y ahí reside la magia de estos poemas tonales (como a veces los llamaba) en los que se permitía reflexionar sobre recuerdos y lugares lejanos a través de su propio idioma, el que había cultivado, junto a su orquesta, durante toda su vida. Es que, de algún modo, la orquesta fue convirtiéndose en un amplificador de su inmensa creatividad y sensibilidad y así podía a través de la música hablarnos tanto de Nueva Orléans, como de Argentina, México, Irán, Londres o Japón, Senegal o Australia, India, Praga, Pakistán o Afganistán. Pero esto no debe ser mal entendido: Ellington nunca dejó de sonar a Ellington, y su orquesta nunca dejó de ser una orquesta de jazz (“la” orquesta de jazz, eso sí), ni tampoco, por un minuto, Ellington jamás hizo nada parecido a algo que pudiera sonar a “world-music”.
En algunos de los temas, ya sea por algún sonido en especial, por algún gesto melódico, por el uso de una escala en particular o por el nombre que nos da alguna referencia más explícita, podemos encontrar o imaginar una conexión más directa entre la música y algún lugar en particular, mientras que en otros casos, sin mayor información disponible, esa conexión resulta esquiva, o al menos no del todo evidente. Tomando algunos ejemplos de este disco: Afrique, además del nombre que ya nos da una referencia bastante obvia, el tema abre con una fuerte presencia de la percusión y los tambores, con los vientos y los bronces intercambiando largas líneas melódicas, dejando espacio para que también el piano haga un aporte rítmico. Es un sonido denso, cargado de tensión y drama, que va en aumento hasta el final. Podemos imaginar (no más que eso) que tal vez tuviera inspiración en la visita a Dakar, en 1966. En su libro de memorias, Music is My Mistress (La música es mi amante), Duke cuenta que por las noches se sentaba en el balcón de su habitación a escuchar “el mar cantando sus canciones de un pasado histórico, desde donde los esclavos eran embarcados”. Didjeridoo, otro de los temas, es el nombre de un instrumento de viento creado y usado por una tribu aborigen de Australia, y entonces podemos suponer que fue inspirado en algún tipo de encuentro estando de gira por ese país. Gong también nos da una referencia más obvia a la música china, y aquí algunas escalas de tono oriental también le dan al tema cierto carácter, con el clarinete y la flauta tocando al unísono una melodía en el registro alto, abriendo paso a un interludio en el que el piano y el contrabajo se enfrascan en un diálogo desafiante y sugerente. Pero, además de estos casos, hay otros en los que sería imposible tratar de adivinar qué relación tienen con alguno de los tantísimos lugares visitados por Ellington. Lo único que importa, en definitiva, y más allá de estos detalles, es lo que escuchamos, y no tanto lo que podamos saber: al fin y al cabo, lo que importa (siempre) es la música. Y la música en este disco está sin duda entre las mejores obras de Ellington, al menos de entre sus obras complejas y de larga duración.
Basta subir bien el volumen en el tema 4, Acht O´clock Rock para comprobar el ritmo y el swing que tenía no sólo el Duke sentado al piano ya con 70 años cumplidos, sino toda la orquesta (con un promedio de edad parecido) y ver cómo rockean de lo lindo, cómo se amalgaman a la perfección los bronces, los vientos y los clarinetes, propulsados por una sección rítmica capaz de hacer bailar a cualquiera que se disponga a abrir los oídos… sea oriental u occidental.
Duke Ellington, lo decía él mismo en sus memorias, era un optimista nato, siempre, sin importar las dificultades que la vida le presentara. En parte eso explica que haya podido estar al frente de su orquesta toda una vida, que haya compuesto una música maravillosa prácticamente hasta el final, y que sus grandes músicos hayan pasado con él veinte, treinta y en algunos casos hasta cuarenta años, en una muestra de fidelidad rara vez encontrada en el mundo de la música. Por eso también, entre otras razones y este disco no es la excepción, su música es siempre una celebración.
Los tiempos que ahora nos tocan parecen estar en el extremo opuesto a cualquier festejo, mientras asistimos resignadamente y sin nada que poder hacer a la descarnada disputa por la hegemonía mundial y a la guerra geo-política y comercial por las vacunas. El final está abierto, porque, como dice Ellington en su alocución que abre el disco, es difícil saber “quién está a la sombra de quién”. Alguien dijo una vez: “en momentos de crisis, hay que aferrarse a los principios”. Cuando los principios parecen importar cada vez menos, yo digo, humildemente: en tiempos de pandemia: Ellington!
The Afro-Eurasian Eclipse:
https://open.spotify.com/album/5xPMXlIf0QxtGi47SsL3lu?si=zpXBndYJRZ-ld49ySyje1A
Rava y su último quinteto, en La Usina del Arte, 2019.
Rava y Gianluca Petrella, en La Usina, 2019.
ENRICO RAVA- Easy Living/Tati/Rava l´opéra va/Volver (8-4-21).
¿Existe algo definido y concreto que se pueda llamar “jazz italiano”? La misma pregunta se hizo y se sigue haciendo cada tanto respecto a al jazz argentino. En ambos casos, y en muchos otros, a mi me parece que sí, definitivamente. Es una de las cosas maravillosas del jazz: permeable a influencias de todo tipo y especialmente, a estilos personales e individuales tan variados y distintos como pueden ser las personas entre sí, su flexibilidad le ha permitido -al jazz- crecer y desarrollarse con marcas propias en distintos lugares del mundo. Entonces, cuando un músico argentino toca jazz, está haciendo jazz argentino. Y para el caso de Italia, la respuesta es más sencilla todavía, y hasta tiene nombre propio y todo: si queremos saber si existe el jazz italiano, escuchemos a Enrico Rava.
Este trompetista maravilloso y totalmente único en el universo jazzístico, tiene, además, profundos lazos con la Argentina, donde por suerte en los últimos años ha tocado varias veces. La última, en el Festival de Jazz de Buenos Aires, en La Usina, en 2019.
Nacido en Trieste en 1943, Rava aprendió solo a tocar el trombón, aunque luego de escuchar a Miles Davis (su gran influencia, siempre presente en su música y en su sonido) se pasó a la trompeta. Ya a principios de los años 60 estaba activo en la agitada escena italiana, donde conoció a quien sería uno de sus primeros mentores, el gran saxofonista argentino Gato Barbieri (deuda pendiente, todavía no hablamos del Gato), que había iniciado en Italia su largo exilio, que luego lo llevaría a Nueva York y a Brasil.
Europa era un ambiente más relajado, permisivo en algún punto, y para muchos músicos de jazz de los EE.UU. (especialmente los que tenían problemas de drogas y eran perseguidos por la policía) se convirtió en un destino para pasar varias temporadas, alternando entre los países escandinavos, Francia, Alemania e Italia, principalmente. Así fue que Rava entró en contacto no sólo con el Gato (con quien viajó seguido a Buenos Aires, donde grabó su primer disco solista, e incluso se casó con una argentina, la directora de cine Graciela Rava), sino con músicos como Steve Lacy, Mal Waldron o Don Cherry, todas voces importantes del movimiento que en Europa iba creciendo con más ímpetu, el avant-garde, o free-jazz. La fuerza de atracción de la época también cautivó a Rava, como atestiguan sus primeros discos como líder, ya en los primeros años 70.
La discografía de Rava es enorme, con más de cien colaboraciones en proyectos de colegas, y casi cuarenta discos propios. En spotify hay muchos de sus discos, y para quien quiera investigar y conocerlo a fondo es posible hacer un recorrido por su obra en forma bastante completa. Acá solamente vamos a elegir dos para recomendar, más dos “yapas” (dos joyitas imperdibles, por distintos motivos).
Grabado en junio de 2003, Easy Living marcó el retorno de Rava al sello alemán ECM, siempre una garantía de calidad musical y sonora, y de hecho, es posible que sea en esta casa discográfica donde Rava históricamente ha “sonado” mejor, o al menos ha encontrado el sonido que mejor le sienta a su estilo. Aquí tenemos a Rava junto a su quinteto más estable desde principios de los años 2000 -con quienes vino a tocar en la Argentina en más de una ocasión- Gianluca Petrella en trombón, Stefano Bollani en piano, Rosario Bonaccorso en contrabajo y Roberto Gatto en batería.
El siguiente disco, Tati, fue grabado en noviembre de 2004, y nos muestra a Rava en otro formato, y en un humor totalmente distinto, ya que sólo está acompañado por el pianista Bollani y por una de las “leyendas” en la batería del jazz, Paul Motian.
Salvo por unas pocas excepciones (en Tati, un tema de Gershwin, un aria de Puccini y dos temas de Motian, y en Easy Living sólo el tema que da título al disco) los dos álbumes presentan música escrita y arreglada por Rava, quien a esa altura (ya casi veinte años atrás ¡increíble!) evidentemente había dejado atrás el free-jazz más puro de las décadas previas, en favor de un estilo aferrado a líneas melódicas más claras, delicadas y sinuosas, pulidas a través de un sonido pulcro y filoso. Continuador directo -en cuanto al sonido- de Miles Davis, con los años Rava economizó aún más su estilo, de pocas notas, de frases breves, donde lo que se toca vale tanto como lo que queda insinuado e incluso ni siquiera dicho, donde también hay un juego con armonías un poco más abstractas y formas a veces no tan claramente definidas, pero en las que siempre sobresale la esencia melódica de las canciones.
En Easy Living, con el quinteto, Rava aparece incluso más austero todavía, simplemente conduciendo con pinceladas sutiles, que a veces se transforman en estocadas profundas, a sus músicos (todos mucho más jóvenes que él) y los intercambios con Gianluca Petrella en el trombón son la nota distintiva del disco. A veces tocan juntos al unísono, a veces dialogan y otras improvisan en contrapunto entre ambos, y el resultado, la mezcla entre la trompeta y el trombón, es siempre exquisita.
Tati, en trío con piano y batería, es un trabajo más reflexivo, con más silencios y climas y atmósferas que se van desarrollando a ritmo lento, evocando paisajes bucólicos y algunos recuerdos dolorosamente idílicos. Hay un aire de soledad y melancolía, lleno de ecos, susurros, silencios y melodías apenas esbozadas que sin embargo quedan reverberando a medida que el disco avanza. Hace un par de semanas mencionábamos la “universalidad” de Gershwin, con la versión de la pianista japonesa Toshiko Akiyoshi de Porgy & Bess, y acá encontramos otro ejemplo en la apertura, con una versión bien lenta y deconstruida de The Man I Love. Sigue Birdsong, una delicadeza de apenas dos minutos de la pluma de Motian, que evoca a la líneas etéreas de Satie, y que define el tono del disco, contemplativo y en general apacible, aunque también hay momentos, como en Mirrors, en los que el trío puede serpentear por zonas más ásperas también. En todos los casos, es un trabajo lleno de ideas musicales, de diálogos y de invitaciones que resultan sugerentes e inspiradoras.
Además de ser uno de los músicos más importantes del jazz de los últimos cincuenta años y hasta el presente, como quedó claro en cada visita a Buenos Aires, Rava es un hombre encantador, carismático, humilde, con el que instantáneamente querríamos ser amigos y pasar un buen rato charlando de la vida. Es que, en última instancia, eso parecen ser sus discos, charlas profundas entre amigos sobre la vida, ni más ni menos.
Y ahora, las yapas, esta vez tan o más importantes que los discos centrales.
Como buen italiano, la ópera no es ajena al mundo sonoro de Rava, y su homenaje más directo quedó registrado en Rava l´opéra va, en el que, junto a un quinteto más una sección de cuerdas, rinde sus versiones de distintas arias, principalmente de Puccini, pero también de Pergolesi y Bizet. Realmente, de ópera no se nada, y más allá de decir que el disco es hermoso, en el que Rava trata a las arias como si fueran standards de jazz (podría decirse seguramente que de hecho, son los standards de la música italiana) tal vez algún experto o alguna experta en el género pueda dar una mejor opinión.
Por último, un disco muy preciado sentimentalmente, Volver, grabado junto a nuestro querido Dino Saluzzi, allá a mediados de los años 80. La trompeta de Enrico y el bandoneón de Dino juntos son simplemente una maravilla, un complemento perfecto de sonidos y de humores. Juntos, se zambullen en sonoridades cercanas al free-jazz, en melodías profundas y sentimentales, y también hasta rockean un poco y sacuden cualquier atisbo de previsibilidad en la música. Escuchándolo de nuevo recientemente, queda la duda (y la pena) de por qué no habrán vuelto a grabar juntos. Al que no se le escape un lagrimón escuchando la versión de Volver, con Dino solo en bandoneón… que vaya a ver al médico urgente!
Easy Living:
https://open.spotify.com/album/7pbof6U2aYE9AD3WRwLTrw?si=a_oxJvSHRbWpXZSgfmYxgQ
Tati:
https://open.spotify.com/album/2IMWVfOAIMlDL7SEpXtFVh?si=Z2T6eH-fS4mapTQGoFmppg
Rava l´opéra va:
https://open.spotify.com/album/6hrwyJKAdRJqYv4sPJdiJ7?si=p0JcPhurSnKgbL5eSHYcZw
Volver:
https://open.spotify.com/album/51iLk6qjJKcRG8Y3iGbKQf?si=KysZ3ZZeQfWLroDK7Bw3mA
ARCHIE SHEPP-JASON MORAN: Let My People Go (1-4-21).
“Deja ir a mi pueblo” (let my people go) le espetó Moisés al faraón de Egipto, diciéndole que hablaba en nombre del Eterno, Dios del pueblo de Israel, que demandaba la inmediata liberación del pueblo hebreo esclavizado (Éxodo, 5:1). Claro que el faraón no sólo no le hizo caso, sino que descreyó incluso que ese Dios siquiera existiera en total (“¿Quién es ese Eterno, para que yo oiga Su voz y deje ir a Israel? No conozco a ese Eterno, ni tampoco dejaré ir a Israel”).
El relato bíblico del Éxodo empieza a tomar forma tras este diálogo, a la par que crece la figura de Moisés, caen las plagas sobre los egipcios, y la liberación del pueblo oprimido con la salida de Egipto a las corridas y tras algunos milagros se convierte en realidad. La Tierra Prometida será la recompensa tras cuarenta años de penurias cruzando el desierto. Esta historia de liberación y salida de la esclavitud es lo que celebra y conmemora en estos días la comunidad judía, en la fiesta, quizá la más importante, de Pésaj.
Interesante, pero... ¿y el jazz?
Como ya contamos en otra reseña (Charlie Haden-Hank Jones: Steal Away: Spirituals, Hymns and Folk Songs) una de las principales fuentes musicales que contribuyeron a dar nacimiento al jazz, fueron los spirituals, canciones cantadas en las iglesias rurales del sur de los Estados Unidos, a través de las cuales comenzó a mezclarse la música blanca-europea con la música negra-africana, seguramente por primera vez. Salvo en muy pocos casos, en general no había iglesias separadas para blancos y negros (todavía esclavos) y, cuando los blancos permitían a los esclavos participar de sus ceremonias, los dejaban ocupar la parte trasera del interior de la iglesia. Así como los esclavos traídos de África tuvieron que aprender a hablar inglés, tuvieron que aprender también la liturgia y rituales del cristianismo de sus amos blancos. De ese modo escucharon los himnos religiosos, a los cuales poco a poco les imprimieron sus propias cualidades musicales y los fueron de algún modo reformulando.
Al propio tiempo, al ir aprendiendo el idioma y al tener acceso a un único y exclusivo libro (cuando lo tenían) que era la Biblia, rápidamente los esclavos se identificaron con la narrativa del Éxodo, la de un pueblo esclavizado y oprimido que, gracias a su fe en Dios, recuperaba su libertad. No importaba tanto si en esta vida, terrenal, o en una “tierra prometida” que en el horizonte de un esclavo sólo podía tener lugar en el más allá, en el “cielo”.
La canción Go Down Moses, que tiene en su estribillo la frase “Let My People Go”, fue uno de los primeros spirituals en ser registrados como tales; se hizo muy popular entre los esclavos, convirtiéndose en símbolo del mayor de sus anhelos, escapar y dejar atrás la esclavitud, al punto que muchos dueños de plantaciones intentaron prohibir que fuera cantado en reuniones.
El saxofonista y compositor Archie Shepp (nacido en 1937) irrumpió en la escena del jazz como un discípulo directo de dos próceres de su instrumento, John Coltrane y Ornette Coleman, dos figuras centrales para el desarrollo del jazz moderno a partir de 1960. Vinculado desde muy temprano al free-jazz o a lo que también se llamaba (dentro del jazz) “the new thing”, Shepp siempre fue un músico visceral, apasionado, y especialmente comprometido con la política y las cuestiones raciales. Profesor universitario y autor de obras de teatro, su obra musical y su (larguísima discografía) tiene tanto de vehemencia y fervor como de intelectualidad y teoría. Sus discos de mediados y fines de los años 60, grabados para el sello Impulse! (Fire Music, en especial) son todos obras imprescindibles para conocer el sonido de avant-garde de aquellos años.
Editado este año pero con grabaciones realizadas durante 2017 y 2018, Let My People Go nos trae de vuelta a Shepp (ya cumplidos los 80) interpretando un repertorio de spirituals y viejos clásicos, esta vez en dúo con el pianista Jason Moran (1975) uno de los baluartes de las nuevas generaciones del jazz.
En la misma línea de Goin´ Home y Trouble in Mind (dos joyas imperdibles) grabados en 1977 y 1981 con su amigo y contemporáneo Horace Parlan, este nuevo trabajo, aunque se trate de un repertorio que Shepp conoce tan profundamente como alguien puede conocerse a sí mismo a esa altura de la vida, trae el desafío de tocar con alguien mucho más joven. Siendo un dúo de saxo y piano, el desafío es doble: no sólo musical, sino físico también. El sonido de Shepp siempre fue fuerte y de una gran presencia, arrollador por momentos, con el volumen al límite, y lo primero que queda en claro al escuchar el dúo es que su vigor está intacto. Pero además de la exigencia física, puede percibirse cómo Moran lo va llevando con el piano a explorar nuevos resquicios y nuevas sonoridades, a encontrar frases nuevas, a darle una lectura renovada a estas canciones que fueron tocadas una y mil veces, demostrando no solo su calidad como intérprete, sino también la enorme riqueza, melódica y armónica, de estas canciones.
El disco abre con Sometimes I Feel Like a Motherless Child, ya desde el título uno de los spirituals más tristes, y queda claro que Jason Moran de ningún modo está al piano para ser el acompañante de Archie Shepp. De hecho, una vez que empieza la música, y quizá eso sea lo más notable del disco, los dos, sin importar las edades tan disímiles y los recorridos tan distintos que han tenido antes de llegar a ese punto de encuentro, se funden en una sola voz, en total y perfecta comunión el uno con el otro. Shepp alterna el saxo tenor con el soprano, y canta en algunos de los temas, como hizo en otros discos. No podríamos decir que es un buen cantante, pero al igual que con su saxo, no es la destreza técnica lo que nos llama la atención, sino su emocionalidad, literalmente, a flor de piel. Shepp toca, y canta, con el corazón abierto, y más allá de algún desacierto muy menor, su impetuosidad y su entrega total resultan siempre conmovedoras.
Además de los spirituals, hay temas del repertorio ellingtoniano, junto a otros clásicos como Round Midnight, o Wise One, de Coltrane. En todos los casos, la música es intensa, penetrante, no tiene nada que ver con un apacible dúo de saxo y piano que puede sonar “de fondo”... al contrario, Moran y Shepp se apoderan a pleno de nuestra conciencia, con sonidos amables pero también disonantes, agudos, con frases que son lamentos, advertencias, llamados de atención. El punto cúlmine es Go Down Moses, donde la tensión es realmente inquietante, exasperante; el pedido de libertad se convierte en un llanto y en una exclamación imperativa, urgente. Shepp canta la letra, y su tono no puede ser más desgarrador:
When Israel was in Egypt's land
Let my people go
Oppress'd so hard they could not stand
Let my people go
Go down, Moses
Way down in Egypt's land
Tell old Pharaoh
Let my people go
Seguramente no sea casual que si bien es el tema que da nombre al disco, el título elegido haya sido el del estribillo, Let My People Go. Formalmente, en las leyes, en las palabras, la libertad llegó y terminó la esclavitud. ¿Pero quién puede decir realmente que la tarea está terminada? Shepp y Moran nos confirman en este gran disco, que, desde el lugar de cada uno, hay que seguir. Que en algún punto, todos estamos aún deambulando por el desierto, buscando llegar a la tierra prometida.
Goin´Home:
https://open.spotify.com/album/18KrakCQMkQusEXErnWTeL?si=fLQOhD0oSaSd_SVkfF28PQ
Let My People Go:
https://open.spotify.com/album/5TW5luIbblmrglEv4NpP8K?si=secha3s6SjOcPPGENjEISg
TOSHIKO AKIYOSHI: Porgy and Bess (25-03-21).
El nuevo y de seguro no el último absurdo y demencial tiroteo cerca de Atlanta, en Estados Unidos, hace unos pocos días atrás, en el que murieron asesinadas seis mujeres de origen asiático (las víctimas fueron ocho en total), obligó a los medios a poner el foco en el permanente racismo y hostigamiento que sufren las mujeres de origen asiático en ese país. Según el New York Times, los ataques a esa minoría aumentaron en los últimos meses, en especial tras las reiteradas acusaciones del expresidente Trump a China, acusándola de ser la responsable de la actual pandemia. Y esos ataques, además, tendrían un especial contenido racista y sexista, cuando las mujeres de ese origen resultan ser el blanco de las agresiones.
Aunque pueda haber un recrudecimiento más reciente del hostigamiento a las personas de origen asiático, y en especial, a las mujeres de ese origen, en cuyo caso el racismo se mezcla con prejuicios misóginos (el diario citado indica que hay evidencias de que las mujeres asiáticas sufren más ataques de odio por el simple hecho de ser mujeres), este tipo de discriminación no es nuevo, en absoluto.
Quien siempre contó lo difícil que fue ser aceptada y tener una carrera propia en un ambiente totalmente dominado por hombres como el del jazz, siendo no sólo mujer sino además japonesa, es la pianista, arregladora y compositora Toshiko Akiyoshi, una artista excepcional y que, a pesar de lo difícil que siempre fue conseguir sus discos -incluso hoy en spotify, donde sólo hay unos pocos de su inmensa discografía- como solemos decir desde aquí, vale la pena conocer.
De familia japonesa, Akiyoshi nació en 1929 circunstancialmente en China, donde sus padres se habían mudado por cuestiones de trabajo. Terminada la Segunda Guerra Mundial, fueron forzados a volver a Japón, donde sus padres perdieron absolutamente todo lo que tenían. Toshiko tocaba el piano desde chica, y en este regreso forzado obviamente su familia se quedó sin piano. ¿Dónde podía entonces conseguir pianos para tocar? En los clubes nocturnos de la Japón ocupada todavía por las fuerzas norteamericanas. Parecido a lo que había pasado en Nueva Orléans casi medio siglo antes: la necesidad de brindar entretenimiento y la escasez de músicos, abrieron el camino a Toshiko para que incursionara en el jazz. Hacia fines de la década y principios de los 50, varios músicos de jazz pasaron de gira por Japón, entre ellos el célebre pianista Oscar Peterson, quien escuchó tocar a Toshiko en uno de esos clubes nocturnos, e inmediatamente le pidió a su productor, Norman Granz del sello Verve, que la contratara para grabar un disco. Así llegó el debut formal en 1953, con el disco Toshiko´s piano, junto al legendario trío de Oscar Peterson: el guitarrista Herb Ellis, Ray Brown en el contrabajo, y J.C. Heard en batería.
El disco muestra plenamente el talento de la joven Akiyoshi, con apenas 24 años, en un repertorio típico de la época, totalmente imbuido en el estilo todavía dominante, el be-bop, y su fuerte personalidad, ya que estaba tocando con músicos si bien tan sólo unos pocos años mayores que ella, ya totalmente establecidos en la escena del jazz. El disco hoy no tiene mucho más interés que el histórico, pues lo interesante en la carrera de Akiyoshi sin duda vendría algún tiempo después.
Luego del primer disco, y apadrinada por Peterson, Akiyoshi obtuvo una beca para estudiar en la entonces incipiente escuela de música de Berklee, en Boston, convirtiéndose en la primera mujer japonesa en estudiar ahí.
Tiempo después, ya en Nueva York, Akiyoshi formó su propio trío y un cuarteto con su marido, el saxofonista alto Charlie Mariano, con los que grabó varios discos interesantes, en los que empezó a encontrar y a definir una voz propia, cada vez incluyendo más composiciones propias y muy de a poco, a través de toques muy sutiles, incorporando algunas reminiscencias sonoras de la música japonesa en su estilo, que siempre fue cien por ciento jazzero. Fue en esa época que el bajista y compositor Charles Mingus (de quien hablamos acá hace ya un tiempo) la contrató como pianista de su grupo, lo cual potenció aún más la ascendente carrera de Akiyoshi. Ante el asombro generalizado, el comentario que circulaba era que sólo alguien con el carácter de Mingus podía contratar no sólo a una mujer, sino a una mujer japonesa, para que tocara el piano. Por su lado, Akiyoshi siempre le estuvo agradecida a Mingus, y también destacó que en su caso y a pesar de haber sufrido siempre situaciones de discrimación tanto por ser japonesa como por ser mujer, había tenido suerte de encontrar en el jazz un ambiente mucho más abierto y desprejuiciado, en el que lo que más importaba era cómo tocaba cada uno, en comparación con el resto de la sociedad.
A principios de los años 70 Akiyoshi se casó por segunda vez, también con un saxofonista, Lew Tabackin, con quien formó una de las big-bands más originales del jazz de la segunda mitad del siglo XX, pero de la que, lamentablemente, no encontré ninguno de los muchos discos que grabaron, en ninguna plataforma digital.
A través de las composiciones y arreglos para big-band fue que Akiyoshi alcanzó y exploró todo su potencial como compositora y arregladora, convirtiéndose realmente en una voz original en el universo del jazz. No es raro que estos discos no estén en spotify, porque, llamativamente (o no tanto) hacía tiempo que incluso en formato de compact disc estaban fuera de circulación. De hecho, Akiyoshi, que había mantenido su orquesta con varias interrupciones en el medio durante muchos años, terminó de disolverla finalmente con un concierto despedida en 2003, frustrada por las dificultades económicas para poder grabar y tocar en vivo regularmente, como para mantenerla en funcionamiento. “Voy a aprovechar para dedicarme otra vez al piano”, dijo Tishiko, “y ver si puedo volver a tocar como antes”. Todo un desafío para alguien ya con más de 70 años en ese momento.
Grabado en 2015 con casi 86 años, esta versión -acotada- de Akiyoshi de Porgy and Bess no puede sino sorprendernos, por la musicalidad, por la fortaleza, por la originalidad al encarar una obra que fue grabada tantas veces y aún así ofrecer una nueva versión interesante y placentera, y porque constituye, una vez más, la prueba irrefutable de la estupidez y la sinrazón absoluta que subyace a todo prejuicio, étnico, de género, o el que sea.
Porgy and Bess es una ópera en tres actos que fue escrita (el libreto) y compuesta (la música) por los hermanos Ira y (el más famoso) George Gershwin, respectivamente, judíos nacidos en Nueva York de padres inmigrantes rusos, estrenada en 1935, y que cuenta la historia de amor un tanto trágica de dos negros en un pueblo imaginario del sur de los Estados Unidos, inmediatamente después de la esclavitud.
Porgy and Bess fue un éxito sensacional, un clásico que perdura hasta hoy, no sólo como ópera sino como la obra que contiene una cantidad de canciones que a su vez se convirtieron en parte fundamental del repertorio jazzístico, en clásicos por su propio peso, en especial Summertime, la canción más conocida de la obra, y seguramente, una de las canciones más versionadas en toda la música de todo el mundo (estoy adivinando, pero pienso que tal vez alguna canción de los Beatles, como Yesterday, pueda competirle).
La versión de Akiyoshi, grabada en trío con batería y contrabajo, justamente abre con Summertime, rendida en piano solo y con fuertes evocaciones a un sonido gospel, que en la composición original estaban latentes, y que aquí Akiyoshi hace explícitas desde los primeros acordes que suenan ya a negro spiritual. Es más, la versión original en la ópera es casi una canción de cuna, una melodía que una mujer le canta a un bebé en brazos para apaciguarlo y dormirlo, mientras que en las manos de Toshiko Summertime se vuelve un lamento tenso, como un himno de iglesia, doloroso y esperanzador… como es (a veces) el verano.
El tema que sigue, I Got Plenty o´nuttin arranca con una intro de batería sola, para dar lugar al trío en plena arremetida swinguera, en la que Akiyoshi demuestra que su swing y su capacidad para improvisar siguen intactas, al igual que su sensibilidad para tocar I Loves You, Porgy una balada triste y sentimental, a dúo con el contrabajo. Otros clásicos van apareciendo, como It Ain´t Necessarily So o My Man´s Gone Now, todas canciones que han sido versionadas cientos de veces, y que siempre (cuando son buenas versiones) nos conmueven y es un placer, como en este caso, volver a escucharlas.
Si bien Porgy and Bess no es el disco más representativo de la obra de Toshiko Akiyoshi como compositora, no sólo es un gran disco que muestra lo excelente pianista que fue y sigue siendo, sino que además, en momentos como éste, escuchar música que fue escrita por dos muchachos judíos hijos de inmigrantes que venían escapando de las matanzas y persecusiones en la vieja Rusia, inspirada en la trágica historia de amor de una pareja de jóvenes negros sumidos en las dificultades de la post-esclavitud, interpretada por una mujer japonesa, y que esa música tenga tanto swing, tanta emoción, tanta profundidad, tal vez nos pueda dar algo de esperanza en que algún día el mundo sea un lugar un poco mejor para todos y todas, porque en definitiva, algo que siempre el jazz le enseñó al mundo, es que cuando cerramos los ojos y escuchamos la música, ni sabemos ni importa saber si quien que toca es hombre o mujer, negro, blanco, oriental, judío, italiano, argentino, o japonés. Lo único que importa, como decía el Duke, es que tenga swing!
Porgy and Bess:
https://open.spotify.com/album/5ZEytTZE8dQHe2FnWxZhgq?si=vzq6kIBYRpiygiSMe-siUg
Toshiko´s piano:
https://open.spotify.com/album/5CMW0IwBIASyldMgRZ8S3q?si=Lc1O9cMcRieFBCq4PnRB9Q
El segundo Quinteto con Ziegler, Console, Suarez Paz y Malvicino
ASTOR PIAZZOLLA: Los últimos discos (18-3-21).
Decíamos en la nota anterior: la inmensa cantidad de grabaciones de música de Piazzolla por músicos de los más diversos países y de los más variados géneros, como así también el reconocimiento unánime en Argentina y en todo el mundo, son la mejor prueba del rotundo triunfo de su música, de su obra y de su legado.
Sus últimos años fueron complejos para Piazzolla: junto con el reconocimiento, la estabilidad económica, el éxito a sala llena en Europa y en Estados Unidos, su concierto finalmente reivindicatorio en el Colón, los requerimientos de colaboraciones con otros músicos, tuvieron como contracara el agravamiento de sus problemas de salud: la fragilidad de su corazón lo obligó a incorporar a un segundo bandoneonista en su grupo tras un triple by-pass en 1988, y en 1990 un derrame cerebral del que ya no se recuperaría estando de gira en París, truncó anticipadamente (aún no había cumplido 70 años) lo que podría haber sido una etapa de más disfrute, prolífica en composiciones y colaboraciones con otros músicos, de otras procedencias, en el tramo final de su cruzada por renovar, o, mejor dicho, a esa altura reformular por completo el tango.
La actividad de Piazzolla en la década del 80 fue casi frenética: presentaciones con orquestas sinfónicas (hay un disco con la Orquesta de St. Luke, dirigida por Lalo Schifrin, en la que interpretan su Concierto para bandoneón y Tres Tangos para bandoneón y orquesta), con grupos de cámara, giras con su quinteto (uno de sus mejores discos: The Central Park Concert, grabado en vivo en Nueva York en 1987), conciertos en Europa, música para películas (Sur y El exilio de Gardel, ambas de Pino Solanas), sus últimos discos con el quinteto para el sello American Clavé, con lo cual es realmente difícil elegir solamente un par de discos de esa época tan especial. Las últimas grabaciones con el quinteto, hechas en Nueva York y contemporáneas a la presentación en vivo en el Central Park, son seguramente el punto cúlmine en la composición y en la ejecución para ese formato. De ese período de grabaciones que hizo entonces en Nueva York, tomamos especialmente dos, en un intento de compartir dos de sus expresiones que tal vez no sean tan conocidas.
Tango Apasionado (The Rough Dancer and the Cyclical Night), grabado también en 1987 con Pablo Ziegler en piano, Fernando Suárez Paz en violín (ambos miembros estables del segundo quinteto), Rodolfo Alchourrón en guitarra eléctrica, Andy González en bajo y la participación estelar de Paquito D´Rivera en un par de temas, en saxo alto y clarinete, presenta música original escrita especialmente y por encargo de un centro cultural para la producción de un musical en los EE.UU., llamado justamente Tango Apasionado.
Si bien los temas son nuevos, durante todo el disco, que tiene un claro diseño conceptual seguramente pensado en el musical para el cual la música fue escrita, es posible distinguir ideas, melodías, ritmos, frases y gestos piazzolleanos ya conocidos y familiares, que aparecen aquí en otro contexto, el de contar una historia que los va unificando y les va dando una coherencia narrativa.
Cuenta el productor del disco, Kip Hanrahan, que Astor se puso como loco (cuándo no) cuando se enteró de que estaba en el estudio empezando a meter mano para la edición final de la música. Astor quería la crudeza pura de la grabación tal como había salido: “este disco necesita la oscuridad de un sueño nostálgico”, le dijo. Es cierto que el disco tiene un tono especialmente nostálgico, siempre presente en su música, pero acá tal vez más exacerbado por un aire de milonga cruel, severa, que no perdona, llena de dramatismo, hasta el final. Es que, aunque no sabemos nada de la historia de Tango Apasionado, es difícil que los dos bailarines-amantes que aparecen en la tapa del disco hayan terminado bien. Piazzolla reformó al tango, pero nunca dejó de ser un tanguero -ni él quería dejar de serlo- y si alguien conoce un tango donde triunfe el amor… por favor, que me diga cuál!
Tango Apasionado es un disco original en la discografía de Piazzolla por este aspecto narrativo, y aunque tal vez no figure entre sus obras más destacadas, vale la pena recorrerlo, y contemplar a Astor mirando hacia atrás, mirándose a si mismo, buscando viejas melodías y frases para darles un nuevo sentido, un nuevo color, un tono más dramático y melancólico, y con ellas contar una historia.
Five Tango Sensations, grabado también en Nueva York pero dos años más tarde, con el cuarteto de cuerdas Kronos Quartet, es una verdadera mini-joya, con un doble valor: no sólo por la música, sino porque además terminó siendo una de las últimas grabaciones de Astor, y su último disco de estudio. El disco en total dura menos de media hora, y presenta cinco composiciones de entre cuatro y seis minutos compuestas especialmente para el encuentro, en las que Piazzolla, ya sin la fuerza habitual en el bandoneón, despliega su lado más reflexivo y meditabundo. Aquí la nostalgia y la melancolía dejan de lado la severidad del disco anterior (y de su música en general), y reaparecen en una versión más serena, más apaciguada, más profunda y ya despojada del fuego de las viejas batallas. Piazzolla mismo dijo que de algún modo ésta era su “despedida musical de la vida”.
Si las partes del bandoneón las tocara otro instrumento, sería realmente difícil distinguir acá siquiera algún trazo o reminiscencia tanguera. Pero, aunque más tenue y sin el brío de siempre, allí está Astor con su bandoneón, en un último esfuerzo, en un último suspiro de emoción. Y aunque estas “sensaciones” disuelvan por completo cualquier formato parecido a un tango y se parezcan más a unas viñetas abstractas que a un viejo tango de bodegón, el bandoneón va recitando sus penas acompañado en forma sublime, elegante, respetuosa, por las cuerdas, casi como si cantara...
Lastima bandoneón, mi corazón
Tu ronca maldición maleva
Tu lagrima de ron me lleva
Hacia el hondo bajo fondo
Donde el barro se subleva
Ya sé, no me digas tenes razón
La vida es una herida absurda
Y es todo, todo tan fugaz
Que es una curda, nada más
Mi confesión…
Salud, y por otros 100, Troesma!
The Central Park Concert:
https://open.spotify.com/album/2VWVSMFrQirLJG72fQ1jKk?si=NkvH_xq-ThKONHzZZoXsyg
Tango Apasionado:
https://open.spotify.com/album/3Shb6pA04PnmQyJj5bk05k?si=TTyC8MbmSyiztWkNQNgWPQ
Five Tango Sensations:
https://open.spotify.com/album/2bTSNmLE1THh68IfCqb0wO?si=-8W6veM8R6CjITOpN_3iuA
El segundo Quinteto con Ziegler, Console, Suarez Paz y Malvicino
ASTOR PIAZZOLLA: Piazzolla y el jazz: Breve ensayo (11-3-21).
Que Astor Piazzolla revolucionó al tango y lo cambió para siempre es una verdad que ya nadie pone en duda ni cuestiona. Con los años su figura ha ido creciendo hasta alcanzar dimensiones que ni él mismo hubiera imaginado. Por suerte, también, hace tiempo ya dejó de llamárselo “el destructor del tango”. La perspectiva de la historia deja en claro que no sólo no lo destruyó sino que muy por el contrario, imprimió en su adn (en el del tango) los códigos genéticos necesarios para su supervivencia, cruzando épocas, estilos y geografías. Por curiosidad busqué en spotify grabaciones de/con/por Piazzolla, y la lista es impresionante, sorprendente; literalmente: interminable
Desde muy temprano Piazzolla estudió música “clásica” (llamémosla así para distinguirla del tango y de otros géneros) y esta influencia en su formación y en su desarrollo como compositor fue determinante, y evidente apenas uno escucha su música. En general, cuando se la comenta, es lo primero que se suele destacar y resaltar. Pero… ¿y el jazz? De manera mucho más sutil, el jazz también fue una enorme influencia en la música de Piazzolla, en su búsqueda de un sonido original y, principalmente, en su búsqueda por “sacar al tango de esa monotonía que lo envolvía, tanto armónica, como melódica, rítmica y estética”, según sus propias palabras. Ocurre que Piazzolla nunca, ni en sus épocas de mayor tensión con el género, dejó de “sonar a tango”, y por eso es más difícil detectar la influencia jazzística, mientras que las técnicas en la composición, como la fuga o el contrapunto, o la disolución de las formas más tradicionales del tango-canción, sí son mucho más evidentes.
Piazzolla nació en Mar del Plata, hoy hace cien años exactos, pero la mayor parte de su infancia la pasó en Nueva York en los años 30, que ya era claramente el centro neurálgico del jazz, y que además estaba en plena efervescencia de big-bands. Allí Piazzolla escuchó a Gershwin, y hasta se escabullía en las noches para ir a escuchar una banda emblemática de aquellos años, la de Cab Calloway. Es decir, y acá tenemos la primera pista para rastrear la incidencia del jazz en su música, y probablemente la más sencilla: a Piazzolla le gustaba el jazz, desde chico.
Piazzolla regresa con su familia a la Argentina, donde comienza su carrera profesional, sus estudios formales, y a batallar contra los defensores a ultranza de la tradición tanguera más pura, que él quería cambiar.
Salto en el tiempo: orquesta típica, Troilo, presentación en el auditorio de la Facultad de Derecho de uno de sus primeros “conciertos” con gente queriéndolo agarrar a las trompadas al final, beca para ir a estudiar a Francia con la legendaria Nadia Boulanger, y el momento de epifanía cuando Boulanger le dice que deje de tratar de componer música clásica y que se dedique al tango, que ahí va a encontrar “al verdadero Piazzolla”.
Bien, entonces: Paris, 1954. Una de las nuevas capitales internacionales del jazz, donde Piazzolla escucha varios grupos de jazz “moderno”, entre ellos el grupo del saxofonista barítono Gerry Mulligan. Piazzolla dice que escuchó el “octeto” de Mulligan, pero en realidad (aunque puede ser que ese día faltaran dos músicos) el grupo de Mulligan de esa época era un tentet, formación peculiar con la que Mulligan venía experimentando y trabajando desde que había formado parte de las grabaciones de Birth of the Cool, el emblemático disco de Miles Davis de 1949-51, con la que se inauguró, justamente, el estilo “cool” en el jazz: un sonido más sobrio, con un swing más relajado, con varios instrumentos de viento que incluían tuba y corno francés, por ejemplo, y, en especial, a pesar de dejar lugar lugar para la improvisación individual, con muchos arreglos para la ejecución colectiva. El propio Piazzolla contaba el impacto que este grupo le había causado, no sólo por el sonido, sino, especialmente, por el disfrute que advertía en los músicos cuando tocaban. Seguramente, esto corre por mi cuenta, el contraste con la solemnidad de los tangueros de aquellos años debe haber sido notable. Fue así que, contaba Piazzolla, luego de escuchar al grupo de Mulligan nació en él la idea de formar el Octeto Buenos Aires, para lo que regresa a Buenos Aires en 1955, y nace la que va a ser su primer gran innovación rupturista y revolucionaria: un grupo con dos bandoneones, dos violines, cello, contrabajo, piano y, para la furia de los tangueros, guitarra eléctrica! No sólo guitarra eléctrica, sino que además el guitarrista, Horacio Malvicino (hoy con 91 años participa de los homenajes a Astor) era un guitarrista de jazz. De esta época también abundan las anécdotas de gente llamándolos por teléfono y amenazandolos para que dejaran de “tocar esa música”, o de esperarlos a la salida de los conciertos para agarrarlos a las trompadas. Malvicino, contó hace poco en una entrevista, fue convocado por Piazzolla con la expresa indicación de que “improvisara tal como lo hacía tocando jazz”. Es decir que no sólo aparece la guitarra eléctrica por primera vez en la historia del tango, sino que aparece la improvisación con un rol definido y notable, al modo del jazz, en un grupo de tango.
Escuchando al Octeto hoy, ciertamente ya no suena tan moderno ni disruptivo como lo habrá sido en 1955, pero de todas formas es un ejercicio interesante, sobre todo por las versiones de algunos clásicos como Haydee, El Marne, Los Mareados y A fuego lento, en especial para tratar detectar en los arreglos las primeras experimentaciones piazzolleanas, que irá tensando y tensando a lo largo de los años.
En una de sus tantas partidas de Buenos Aires a causa del rechazo y las polémicas en torno a su música, Piazzolla se va hacia Nueva York, donde no le va bien (a pesar de lo cual será allí, en medio de la tristeza y la melancolía donde escribirá su pieza más famosa, Adiós Nonino, al enterarse de la muerte de su padre). Sin encontrar grupo estable, sin trabajo y sin tener todavía un rumbo definido, Piazzolla graba -clara y únicamente por razones comerciales- un disco que, salvo para fines historiográficos, es más bien para el olvido, Llévame bailando (no está en spotify), donde se presenta su música como los “Latin rhythms” de Astor Piazzolla. Lo interesante es que toca con un quinteto compuesto por guitarra eléctrica, percusión (el toque “Latin”), contrabajo y vibráfono (más su bandoneón, claro). Es decir, un grupo de corte claramente jazzístico, con el que encara un repertorio mixto de temas propios y, ocasión única en la discografía de Piazzolla, standards de jazz: Sophisticated Lady, de Ellington, el clásico Laura de Johnny Mercer, April in Paris y hasta un tema del pianista inglés George Shearing. Hay varias cosas interesantes que podemos ver en este proyecto fallido y más bien superficial, y que es hoy seguramente difícil de encontrar: por un lado, la persistencia de Piazzolla en incluir a la guitarra eléctrica como instrumento, cosa que hará prácticamente siempre de aquí en adelante, y muy especialmente en sus famosos y célebres 1er y 2do quintetos; la intención, ahora mucho más abierta, de fusionar o al menos de acercar a su nuevo tango con el jazz; el uso del vibrafón (algo que volverá un tiempo más adelante, como veremos) y, básicamente, la primer interacción con el formato -aunque con otra instrumentación- con el que alcanzará su máximo potencial como compositor y como ejecutante, el formato que mejor le sentó a él y a su música y con el que alcanzó el punto máximo y más intenso de expresividad: el quinteto.
La siguiente escala en este recorrido fragmentado y lleno de grandes saltos tratando de enfocarnos en su relación con el jazz, encuentra a Piazzolla en otro de sus exilios, esta vez en Italia, a mediados de los años 70. Descontento en varios frentes, entre ellos el económico, graba tres álbumes que, por distintos motivos, habrán de resultar imprescindibles en su discografía: la Suite Troileana, homenaje a su Maestro “Pichuco” Troilo tras enterarse en Roma de su muerte, y, con músicos sesionistas italianos, Libertango y Summit (Reunión Cumbre) nada menos que con el saxofonista Gerry Mulligan.
El disco con Mulligan tampoco fue muy logrado, pero tocar con el saxofonista que lo había inspirado para su octeto veinte años antes sin duda habrá significado toda una emoción. El disco en general es desparejo, con algunos buenos momentos de parte de ambos solistas, pero que no llegan en ningún momento a tocar realmente juntos. Algunos testigos contaron que Mulligan tuvo problemas para leer la música intrincada de Piazzolla, y que en ningún momento hubo un chispazo siquiera de química o de empatía entre los dos. La música quedó también prisionera de estas indecisiones y desencuentros, y si bien el saxo de Mulligan suena indefectiblemente a jazz, el bandoneón suena a tango, y la banda de músicos italianos suena… no se termina de saber a qué. Aún así, el disco trae un momento sublime, un tema de poco más de tres minutos, en el que seguramente arrastrados por la belleza desgarradoramente triste de la melodía compuesta por Astor, Mulligan y toda la banda, finalmente, aunque sea por un instante, levantan vuelo. Años de soledad vale por sí solo todo el disco; es un tema que nos arrebata, no importa lo que estemos haciendo o cuán atentos estemos escuchando, la potencia de esa melodía, el saxo barítono insinuando primero y desatando después toda la melancolía del título, y el bandoneón arremetiendo con esa prepotencia nostálgica, nos tocan y emocionan hasta la última fibra. Por un momento, Piazzolla-Mulligan, embebidos de tristeza, tocan juntos, y es hermoso, memorable.
Próxima parada, más de diez años después, que para Piazzolla fueron toda una vida: finalmente el éxito, la estabilidad, el maravilloso segundo quinteto, conciertos a sala llena por toda Europa, reconocimiento (prácticamente) de todos, su música empieza a ser tocada por otros, el universo de la música clásica y el del jazz también empiezan a seguirlo de cerca. La música de Piazzolla finalmente cautiva al mundo. Y ahí llega, a propuesta del productor Nesuhi Ertegun, el fundador del sello Atlantic (ver más abajo la reseña sobre Ray Charles) el desafío de presentarse junto al quinteto en el festival de jazz de Montreux, Suiza, con el vibrafonista (de jazz) Gary Burton. El resultado: The New Tango. Astor Piazzolla & Gary Burton, grabado en vivo en julio de 1986, que no sólo es el punto cúlmine y más acabado de esa relación zigzagueante y a veces incluso esquiva entre Piazzolla y el jazz, sino, directamente, uno de sus mejores discos, en total.
El quinteto completado con los talentosísimos Pablo Ziegler en piano, Héctor Console en contrabajo, Fernando Suarez Paz en violín y el siempre presente Horacio Malvicino en guitarra eléctrica era para entonces una máquina perfecta, de esos grupos -en estas columnas solemos hacer referencia a esa cualidad- que suenan como si el que está tocando es uno solo, una unidad compleja, por cierto, pero una unidad. Algunos años más joven que el resto, Gary Burton tenía ya enormes pergaminos: tres premios Grammy, haber tocado con Stan Getz, Keith Jarrett, Pat Metheny y Chick Corea, entre otros. Más de veinte discos (en aquélla época) como líder, profesor en la Escuela de Música de Berklee… y una gran admiración por Piazzolla y su música, a quien había conocido en 1965 en Buenos Aires, de gira justamente con el saxofonista Stan Getz. Pues bien, este encuentro fue todo lo que el encuentro con Mulligan no pudo ser: a pesar de que casi no habían tenido tiempo de ensayar, la perfección sonora del quinteto -y una clara identidad ya establecida y arraigada- hicieron más fácil el ensamble de Burton, tanto como su pasión por la música y su ductilidad para aprenderla, pero, fundamentalmente, la inmediata química entre todos los músicos.
Así y todo, la situación era difícil: Astor había escrito música nueva especialmente para la ocasión, había sólo un par de días de ensayo antes del concierto, el festival era un escenario exigente, y encima, cuando llegó el momento de salir al escenario, les tocó hacerlo nada más y nada menos que después de Miles Davis!
Cuando el disco salió editado tiempo después, Astor diría: “Tocamos sin saber quién nos ayudaba, si Dios o el diablo. Creo que fue mitad y mitad. Tocamos con miedo, pero gracias al aliento de Gary, nos pudimos relajar y sacarlo adelante. Llegamos al final todos juntos”. Claro, a pesar de que Burton era treinta años menor que Piazzolla, ahí, en el festival de jazz, jugaba de local, era su territorio.
Sin duda que grabar esta música, este encuentro, en vivo, fue todo un acierto. Jamás hubiera sonado igual en la frialdad ascética de un estudio. Desde la primera nota se pueden sentir los remolinos de emociones que atravesaban absolutamente todo, a los músicos, al público, electrizado luego de escuchar a Miles, a la música misma. Una música llena de pasión, de nervio, de lirismo, de ritmo, de elegancia, de sutilezas y detalles, de melodías que hablan de recuerdos y de un pasado lejano pero vivo todavía, del arrabal y los contornos y de la ciudad y del mundo, una música única, mágica, inolvidable, que condensó como pocas veces toda la trayectoria de Piazzolla.
El disco abre con Milonga is coming, lento, lleno de cadencias y melodías más bien misteriosas, con largas líneas del violín, y el ya clásico ritmo piazzolleano sutilmente aumentando la tensión. Milonga is coming es claramente una apertura, una invitación a lo que viene, donde el quinteto y Burton empiezan el flirteo, el acercamiento mutuo: el desafío está en marcha, Que nadie se relaje, porque lo que viene es electrizante, con Burton improvisando con el quinteto como si hubieran tocado juntos toda la vida, como si conociera esta música desde siempre, como si las melodías fueran suyas, como si no hubiera nacido en un pueblito de Indiana, si no en algún barrio porteño. Sus solos son filosos, agudos, profundos, realmente compenetrados con la esencia de la música, y por sobre todo, comprometidos emocionalmente.
Bueno, basta de palabras: escuchen (bien fuerte!!) el segundo tema del disco, Vibraphonissimo, donde la interacción entre Astor y Gary es realmente conmovedora. Lo mismo en la sentimental Little Italy 1930.
Para Burton este no fue un concierto más, un encuentro más entre tantísimos con músicos de otros países. El impacto fue profundo, tanto que años después volvió, ya sin Astor, a tocar su música, a grabar discos con la obra de Piazzolla, que pasó a formar parte de su repertorio regular, y a tocarla por el mundo.
El viaje de Piazzolla y el jazz tuvo algunas paradas más… pero esto ya se está poniendo demasiado extenso y ya hay tanta música para escuchar, que bien lo podemos dejar para la próxima entrega.
Piazzolla solía decir, en medio de sus batallas con los tradicionalistas, que él no había matado al “viejo tango”, simplemente lo había dado vuelta, cabeza abajo, como a una media. ¿Por qué? Porque el tango, como el jazz, tenía que cambiar. Necesitaba nuevas armonías, nuevos ritmos, nuevas melodías y arreglos. Su mayor deseo, decía, era que su música se tocara y se escuchara en el siglo XXI. De algún modo, somos todos privilegiados testigos de que el deseo de Astor se cumplió. Felices 100, Maestro!
Octeto Buenos Aires:
https://open.spotify.com/album/6QPw1o6dp5kLQej4ym27vC?si=y8_sLJpFQxeoVcQvcacHGA
The New Tango: Astor Piazzolla & Gary Burton:
https://open.spotify.com/album/4C0wWqAGX8EegAkSQJXjtu?si=UVid0PFMQMKp9X5DCvegvA
Piazzolla-Mulligan (no está el disco completo en spotify):
https://open.spotify.com/playlist/3ZjWMQyrg7u2xXl3fShWeS?si=Yd2PcvO8QwaE1fz8F3nGzQ
JACK DEJOHNETTE- In Movement (4-3-21).
Este gran disco del baterista, pianista y compositor Jack DeJohnette (Chicago, 1942) abre con Alabama, aquella dolorosa balada, más bien una elegía, que compuso John Coltrane apenas terminó de escuchar el sermón que el Reverendo Martin Luther King había brindado en el sepelio de cuatro niñas afro-americanas, muertas a causa de una bomba que el Ku Klux Klan había puesto en una iglesia baptista en Birmingham, Alabama, el 15 de septiembre de 1963, y esa decisión (abrir el disco con este tema) no puede dejar de ser leída como una toma de postura política y artística, de principios, contundente, sólida y a su vez repleta de derivaciones.
Grabado en 2015, In Movement presenta a DeJohnette en un trío muy singular, junto al saxofonista Ravi Coltrane, hijo de John, y al bajista Matt Garrison, hijo de Jimmy Garrison, el contrabajista del inigualable e histórico cuarteto de John Coltrane (completado por McCoy Tyner en piano y Elvin Jones en batería), con el que alcanzó su estatura de prócer en el jazz, y con el que grabó no sólo Alabama, sino la que para muchos es su obra cumbre, A Love Supreme (hay reseña, ver más abajo en la página).
DeJohnette tuvo, casi por fortuna, la oportunidad de tocar brevemente con Coltrane, que murió muy joven, a los 40 años, cuando Jack recién recién empezaba a tocar profesionalmente. En este disco, ya con más de 70 años al momento de grabarlo, toca entonces con el hijo de John y con el hijo del contrabajista de John. Una verdadera saga propia de la (fascinante) mitología jazzera, y por eso la apertura con Alabama resulta tan simbólica: aunque tal vez no sea frecuente abrir un disco con una balada tan triste, desgarradora por momentos, DeJohnette, Coltrane y Garrison dejan bien en claro de dónde vienen, cuál es el legado con el que trabajan, y en el caso de Ravi, agrega la agradable sorpresa de escucharlo finalmente independizado de la figura de su padre. Ravi tenía sólo dos años cuando murió John, en 1967, y obviamente su carrera como saxofonista tenor no ha sido para nada fácil. Aunque cada uno pueda tener su saxofonista preferido, es unánime la idea de que John Coltrane ha sido el saxofonista tenor más importante y trascendente en la historia del jazz. Así y todo, Ravi ha ido haciendo pacientemente su camino, con discos desparejos y no siempre muy interesantes, no tanto liderando sus propios proyectos sino secundando a otros músicos, y pareciera que con el tiempo, seguramente liberándose del peso de tener que igualar a su padre, fue encontrando su propia voz. Como dijo un crítico hace muchos años, Ravi “sobrelleva un peso insoportable, y aún le falta una historia propia que contar”. Su desempeño en este disco es realmente excelente, y es probable que la mano musical y espiritual de DeJohnette haya tenido mucho que ver.
Por su parte, a diferencia de su padre, Matt Garrison no toca el contrabajo, sino el bajo eléctrico, y además, usa en buena parte del disco un montón de efectos electrónicos, con inteligencia, acierto y (seguramente guiado también por DeJohnette) gran musicalidad. Casi ni nos damos cuenta de que lo que estamos escuchando son efectos electrónicos, y así al trío se suman arpeggios, bases rítmicas que se superponen en capas, loops, ondas de sonido que aparecen y desaparecen con total sutileza, creando climas y atmósferas que van cambiando y que, como indica el título del disco, están siempre en movimiento.
Luego del comienzo, casi un sermón de apertura, sigue el tema que da título al disco, firmado por los tres integrantes, una pieza con formas no del todo claras, melodías disruptivas que se van encadenando junto a ritmos sinuosos, con la tensión en aumento a lo largo de casi diez minutos, lo cual nos hace pensar que se trata de una larga improvisación colectiva, con Ravi tocando el saxo sopranino y Garrison desplegando su arsenal de sonidos electrónicos. El sopranino, con el que Ravi alterna el tenor varias veces en el disco, también es una agradable sorpresa: llamativamente, el sonido de Ravi no es estridente ni chillón a pesar del registro del instrumento, sino melódicamente punzante y agradable.
El disco tiene otros homenajes también: Blue in Green es una balada bien lenta escrita por Miles Davis nada menos que para Kind of Blue, en la que DeJohnette se sienta al piano para tocar a dúo con Ravi, haciendo una versión todavía más lenta que la original, en la que despliegan, con frases angulares, un diálogo atrapante, apenas insinuando la melodía, cargándola de misterio y tensión. DeJohnette, que ha grabado discos enteros al piano, muestra en el teclado otra faceta de su musicalidad, más melódica y menos percusiva, en tanto no parece para nada “un baterista tocando el piano”.
Two Jimmys es otro homenaje cruzado, a Hendrix y a Jimmy Garrison, también firmada por el trío. Acá el clima se vuelve más pesado y rockero, y Matt Garrison asume un rol más protagónico en el sonido del trío.
Vuelven los aires de fusión con Serpentine Fire, de Earth, Wind & Fire, mítico grupo formado en Chicago en los 70´s, y que con varias pausas siguió activo hasta hace no tanto tiempo atrás. Rashied está dedicada a Rashied Ali, ese furioso baterista con el que Coltrane tocó y grabó ya en sus últimos años, cuando había disuelto el legendario cuarteto y estaba lanzado de lleno en larguísimas improvisaciones metafísicas. Acá el dúo es con DeJohnette en batería y Ravi en sopranino, una improvisación furibunda, como corresponde al homenajeado, sin respiro por poco más de cuatro minutos, con Ravi lanzando frases endiabladas y frenéticas, en lo que seguramente sea el momento más áspero de todo el disco. Cuando creemos que estamos por llegar a nuestro límite…el tema termina abruptamente. La recompensa es el cierre del disco, con Soulful Ballad, firmada por DeJohnette, y que con ese nombre no necesita mayores comentarios.
No lo dije hasta ahora, pero Jack DeJohnette es uno de los bateristas más importantes y originales del jazz de los últimos 50 años, no sólo por sus cualidades técnicas, sino por su inteligencia e intuición para tocar, siempre sutil y nunca intrusivo, y además de su discografía como líder, llena de trabajos interesantes (incluimos uno como yapa), aparece en cientos de discos como sideman o invitado. Como si esto fuera poco para presentarlo, DeJohnette ha formado parte del trío más trascendente del jazz de todos los tiempos, junto a Keith Jarrett y Gary Peacock, con los que giró por el mundo entero desde que empezaron a tocar juntos en los años 80´s (incluida la Argentina en 1994 y 2000) y con quienes grabó decenas de discos, todos memorables y grandiosos, sin excepción.
En este trío, con dos músicos mucho más jóvenes y a quienes conoció de pequeños (“ambos tienen hace rato sus voces propias y originales, y por eso me gusta tocar con ellos”, dijo en una entrevista cuando salió el disco) DeJohnette se muestra dispuesto a liderarlos en una búsqueda colectiva, bien anclada en el pasado y con plena conciencia de las raíces, pero abierta hacia el futuro, sin temor a incorporar sonidos y tecnologías actuales a la hora de explorar nuevos territorios, siempre en movimiento.
De yapa:
Grabado en 1997 en cuarteto con guitarra, piano y percusión, Oneness (“Unidad”) es un disco mucho más calmo, con las largas improvisaciones (el último tema dura casi media hora) llenas de sutilezas, en las que el grupo se mueve en una profundidad sonora y espiritual que resulta cómoda y estimulante a la vez, esa combinación tan difícil de conseguir. Escucharlo después del más efervescente In Movement lo vuelve más placentero todavía.
In Movement:
https://open.spotify.com/album/5yj8fr40OGYwODHZKsRJZY?si=5FDPvkJ4SwKzXM_VH16t9w
Oneness:
https://open.spotify.com/album/2VYE7g5DdmNGMIHeYWFRbr?si=Gg5tMWgfSTKO9F9omqNKUg
BILL FRISELL- Valentine (25-2-21).
Hace tiempo ya que el guitarrista y compositor Bill Frisell es una de las voces imprescindibles del jazz contemporáneo, y este disco editado durante el año pasado vuelve a confirmarlo una vez más. Nacido en Denver en 1951, Frisell es de las primeras generaciones de músicos de jazz que tuvieron una formación académica antes de salir al ruedo, a diferencia de lo que ocurría históricamente, cuando los músicos de jazz -que siempre supieron mucho de música- se formaban más bien por las suyas, y escuchando, imitando y aprendiendo de sus antecesores. Frisell apareció en la escena -cuándo no- newyorkina a mediados de los 80, más o menos en forma contemporánea a otros músicos como Gary Burton, Pat Metheny o Michael Brecker, toda una generación clave en la transición de los “históricos” del jazz a los músicos más nuevos -digo “nuevos” porque no necesariamente fueron más modernos- que aparecieron en los 90 y luego en los 2000, y dentro de esa camada, Frisell fue de los primeros en incorporar al jazz un montón de efectos electrónicos con su guitarra.
En otras palabras, a esta altura Frisell es ya él mismo un veterano con un largo recorrido y una vasta discografía, tanto como solista y líder de sus propios grupos, como participando en incontables proyectos de otros colegas.
Con un sonido bien personal en el que Frisell ha usado al jazz como medio para incorporar otras tradiciones cercanas como el country, el folk e incluso el rock de los 80s, y por supuesto el blues, todas estas influencias suenan y reverberan juntas en su obra, de manera amable y natural, sin que necesitemos preguntarnos cuáles son o de dónde vienen.
Valentine fue grabado en 2019, en trío junto a Thomas Morgan (bajo y contrabajo) y Rudy Royston (batería), dos músicos jóvenes pero realmente sorprendentes por su solidez técnica y conceptual, con los que Frisell aún no había grabado, pero con los que venía tocando en vivo hacía tiempo. Como siempre ocurre en estos casos, el entendimiento mutuo, la empatía, la corazonada casi instantánea de lo que está por hacer el otro, el diálogo entre los músicos, son fundamentales, y sólo son el producto de tocar mucho tiempo juntos, que es lo que había hecho este trío antes de entrar al estudio de grabación. Es decir que el disco refleja, y se nota al instante, a un trío ya curtido y afianzado, que suena con una clara identidad y que funciona con total cohesión, musical y anímica.
Es que la música de Frisell -bueno, seguramente, toda la música, sólo que en algunos casos es más evidente y en otros más solapado- tiene un fuerte componente anímico. Al contrario de la imagen del guitarrista que toca cascadas de notas a alta velocidad y que satura de sonidos con la inmensa paleta de posibilidades de los efectos electrónicos- el estilo de Frisell siempre estuvo en el extremo opuesto: casi minimalista, apenas si toca frases breves, pequeños trazos melódicos, pinceladas certeras que de a poco, y siempre a un volumen bajo y nunca invasivo, van delineando panoramas e imágenes que sutilmente nos contagian de cierto humor, a veces melancólico, otras abstracto, unas pocas hasta sombrío y preocupante, pero casi siempre -y por eso nos gusta tanto su música- optimista.
Así, Valentine es un viaje con un recorrido placentero, con mayoría de composiciones propias de Frisell y unos pocos standards, sereno pero para nada superficial, con momentos un poco más incómodos (Leeves, Winter Always Turns to Spring), románticos (A Flower is a Lonesome Thing) y auspiciosos, como Keep Your Eyes Open (en mi opinión, el tema más “friselliano” del disco). con una melodía simple, de pocas notas, llena de espacios y sugerencias, pero claramente, como decía, optimista y positiva, de esas canciones que terminan y las queremos volver a escuchar otra vez.
El tramo final del disco, aunque fue grabado en 2019, parece vislumbrar lo que se venía para el 2020, jugando un poco con los títulos de las canciones: una versión deconstruida y casi abstracta de la mil veces versionada pero siempre linda de escuchar What the World Needs Now is Love de Burt Bacharach, Where Do We Go (Frisell) y el tradicional We Shall Overcome, ese himno a la esperanza que se consagró a través de Joan Baez y Pete Seeger como emblema de la lucha por los derechos civiles en los años 60s, y que Frisell, en una versión lenta y parsimoniosa de más de seis minutos, reformula una y otra vez, desplegando mini melodías dentro de la melodía principal, sin desarmar ni por un minuto el espíritu de la canción. Un final hermoso y esperanzador, casi de casualidad, perfecto para este presente.
De yapa, una verdadera perla: Songs We Know, grabado en 1998 en dúo con el pianista Fred Hersch. Como indica el título, el repertorio son canciones bien conocidas, standards, ese acervo maravilloso que siempre está nutriendo y alimentando el universo jazzístico. El disco es puro disfrute -conozcamos o no previamente las canciones-, las versiones son delicadas, gráciles y livianas, mayormente baladas, tocadas, desarmadas y vueltas a armar en un diálogo abierto, sin trucos ni exhibicionismos, una larga conversación honesta en la que lo que brilla siempre es aquéllo que hace que una canción se convierta en un clásico o un standard: la melodía. Para escuchar bajito, si queremos calmar los ánimos y relajar un poco el ambiente, o con el volumen alto, si queremos percibir las sutilezas y detalles de estos dos músicos increíbles improvisando.
Valentine:
https://open.spotify.com/album/379ITOn61QlGYoHwkdTVQ2?si=x9MrRrG5Qyqqh4D1mWuApQ
Songs We Know:
https://open.spotify.com/album/0NNfPzjM01C98ZsQ7g5uz4?si=olwXZFK4TDKqp3YXeiI-cw
BENNY GOLSON- Turning Point (19-2-21).
La vista desde el avión era impactante, asombrosa, cautivante: nadie de los que estaban del lado de la ventanilla podía dejar de mirar hacia abajo. Pocas veces los del pasillo tuvieron tanta envidia, incluso los que sufren de vértigo. De pronto el silencio aéreo era todo blanco. No el blanco de las nubes, desparejo, atolondrado, caprichoso y de formas cambiantes. Un blanco liso, pleno, enceguecedor en el reflejo, inmaculado.
Desde arriba, las líneas rectas de algunos pocos caminos despejados, algunas rutas, algunos barrios que se habían tomado el trabajo de correr la nieve de algunas calles, parecían las líneas de Nazca, con un significado, en este caso, imposible de descifrar. Bajando desde el norte, cruzamos el majestuoso Mississippi, asociado siempre a veranos tórridos, mosquitos y pantanos, caimanes y el Delta, el blues y Nueva Orléans. Ahora se podía ver que algunas partes del agua, cercanas a las orillas, estaban congeladas. Pasamos al norte del Delta, demasiado como para poder verlo, pero no tanto como para no imaginarlo.
Faltaba una hora más o menos para llegar al aeropuerto de Fort Worth, Dallas, y a pesar de lo encantador, casi hipnótico, del paisaje, me pregunté si guardar la campera en la valija había sido una buena decisión. De donde yo venía, más al norte y al este, había estado haciendo frío pero no tanto, y a pesar de que había llovido sin parar, no había nevado. Hacia donde me dirigía, el verano transcurría como siempre, denso, pesado, húmedo. No hacía falta llevar la campera en la mano. ¿para qué, si sólo era una escala de un par de horas en el aeropuerto?
Apenas bajé del avión y caminé por la “manga” hacia el aeropuerto me di cuenta de que no haber traído la campera conmigo había sido un error. Grave. Afuera hacía 15 grados bajo cero, y yo en remera y un sweater. Adentro había algo de calefacción, pero no mucho. Apenas empecé a caminar un poco por el aeropuerto buscando la puerta para mi próximo vuelo se empezó a hacer evidente que las cosas no estaban bien. Había un clima raro, más allá de que afuera estaba todo nevado y del frío que hacía, adentro el clima era extraño, no podía todavía describirlo. Algo pasaba. Fui a ver los diarios y presté atención a los noticieros en las pantallas de televisión, y todo empezó a cobrar sentido: la situación era grave. Estado de emergencia. La peor tormenta de hielo y nieve en todo el sur de los EE.UU. en los últimos 40 años. Millones de personas sin agua y sin luz, y por tanto sin calefacción. Rutas y caminos congelados. Todo paralizado. El video de un choque más que múltiple, masivo, se hacía viral en las redes, con autos y camiones deslizándose fuera de control por el hielo de una autopista, chocando y apilándose unos contra otros. El video es escalofriante. Alguien me dijo: “Esto no es normal. Acá en Texas nadie está preparado para el hielo y la nieve. Nadie sabe qué hacer, y nadie sabe cómo hay que manejar cuando los caminos se congelan”.
A medida que todos, literalmente, todos los vuelos se iban cancelando, el mío, programado para la noche, prácticamente el último, aparecía todavía como “on time”, es decir, listo para salir. Bueno, “mi avión se va de la tormenta, tiene sentido que nos dejen salir”, pensé ingenua y equivocadamente.
Mientras el aeropuerto empezó a vaciarse de gente, claramente la calefacción también empezó a bajar (¿o sería el famoso “calor humano” que empezaba también a irse, junto con la gente?), así que me mantuve caminando, en movimiento, hasta la hora de embarcar. El aeropuerto ya empezaba a ser un lugar poco amistoso. Frío, desolado, y, tal vez era sólo mi imaginación, con clima de incipiente catástrofe. La frase remanida e inevitable que iba tomando cuerpo: “como en las películas”.
Ya sentado en mi butaca del avión, aliviado de dejar el frío y la tormenta atrás, me había sacado las zapatillas y estaba viendo en la pantallita qué iba a mirar mientras me sirvieran la deliciosa cena. Pero no. A pesar de que el avión ya estaba lleno y con todos a bordo, la voz casi quebrada del capitán anunció que no nos daban permiso para despegar. Y que teníamos que bajar del avión. Ir al mostrador 23 para que nos reprogramaran nuestro vuelo.
Desde que había empezado el embarque hasta que bajamos nuevamente del avión, entre una cosa y otra poco más de una hora después, el aeropuerto había completado su transfiguración, de la que yo había visto, ahora entendía, sólo el principio. Ya eran las once de la noche. Si antes era un lugar frío y poco amistoso, ahora estaba totalmente vacío, con todo apagado, la temperatura claramente bajando en picada, los pocos empleados que quedaban apurando el paso para irse. Afuera la tormenta había recobrado intensidad y fuerza, y daba miedo acercarse a los ventanales, donde el viento, el agua y la nieve golpeaban cada vez con más vehemencia. Bueno, “ya veo que nos mandan a todos a un hotel, pensé”. Pero no.
Con cara de piedra, las tres personas detrás de los mostradores con la ingrata tarea de reprogramar nuestros vuelos, nos decían que no, que cuando se cancela el vuelo por cuestiones climáticas, la aerolínea no puede hacer nada, y por tanto, no se ocupa ni se hace cargo de los pasajeros. Era martes. Próximo vuelo posible, el jueves, siempre y cuando la tormenta pasara, lo cual en ese momento era imposible de saber. Dos noches por delante, como mínimo. Ok, me voy a un hotel, por mi cuenta… Pero no.
No había ni una sola habitación en ninguno de los hoteles cercanos al aeropuerto. Ni una. Tampoco en Dallas, a 30 kms., ni en ninguna de las pequeñas ciudades cercanas. Además, nos dijeron que no había cómo llegar a la ciudad, y que aún encontrando un uber o taxi trasnochado, el consejo era directamente no dejar el aeropuerto, porque era peligroso.
¿Peligroso? Peligroso era estar con un sweatercito cuando afuera ya estaba llegando a 20 bajo cero y cuando adentro claramente ya habían apagado la calefacción. Tenía sentido: si ya no quedaba nadie, ¿para qué tener la calefacción andando?
Empecé a recorrer los pasillos desiertos para encontrar una máquina en la que comprar una bebida y un sándwich, y de pronto apareció una mujer que repartía frazadas y almohadas, me preguntó si quería una y no lo dudé. Esa frazada me salvó.
Seguí recorriendo los pasillos desiertos. Antes había mirado el mapa del aeropuerto, que tiene la forma de un ocho, y cada curva es una terminal. Sabía que si seguía caminando, en algún momento pegaría la vuelta entera y volvería al mismo lugar, donde habían quedado los otros pasajeros de mi avión. Los trencitos que normalmente van de una terminal a otra en estos aeropuertos gigantes, obviamente no andaban. Nunca había estado en un aeropuerto vacío en medio de una tormenta polar, sin poder salir, y sin tener a dónde ir. Seguía caminando por los pasillos envuelto en la frazada -en los que comunicaban terminales se colaba el viento y le daba a la escena un toque mínimamente heroico- y cuando asumí que ahora el aeropuerto iba a ser también mi hotel por al menos uno o dos días, o quizá también más, me acordé de La Terminal, de Steven Spielberg, protagonizada por Tom Hanks y Catherine Zeta-Jones. Hanks es un señor de algún país ficticio de Europa Oriental, que viaja a los EEUU. En el aeropuerto JFK le niegan la entrada, y como mientras él estaba en vuelo en su país había habido un golpe de estado, tampoco podía volver. Así, Hanks queda atrapado en el aeropuerto, sin entrar ni salir de los EEUU, y tiene que vivir ahí. Bueno, dije, si ahora soy Tom Hanks, en algún lado debe estar Catherine. Recorrí los pasillos poniendo el pecho -y la frazada- heroicamente, pero, si es que estaba, no la encontré. Sí encontré a Carla, una mujer afro-americana bastante mayor que yo pero rebosante de energía y buen humor, que manejaba uno de esos cochecitos de los aeropuertos, que llevan a personas mayores o con dificultades para movilizarse. En ese momento, yo calificaba para las dos cosas, y Carla se dio cuenta y me ofreció llevarme, a ver si encontrábamos algo abierto. Me dijo “jump on board, sugar!” (algo así como “saltá a bordo, dulce!”) y por un segundo me olvidé del frío. Alguien le había dicho que había un Seven-Eleven del otro lado. Comida ya no quedaba, pero supuestamente café sí. Carla me dijo “hace 44 años que trabajo acá, y nunca vi nada siquiera parecido. Esto es una locura”. Seguramente acostumbrada a manejar el cochecito esquivando gente, Carla aprovechó los pasillos desiertos y pisó el acelerador a fondo, gritando “wuu-huu!”. Claro, ella tenía un camperón, guantes y gorro. Mi frazadita no fue suficiente para esa acelerada, y el viento frío en la cara me llevó directo a Siberia.
En el Seven-Eleven conseguí una latita de atún, algo que parecía café, y dos golosinas. Catherine seguía sin aparecer, y dejé de buscarla, para concentrarme en el protagonista de la película y, sin spoilear demasiado para el que no la haya visto, en el propósito de su viaje a los EEUU: encontrar a un saxofonista, Benny Golson, que es de verdad un legendario saxofonista de jazz. Y ahí dudé: ¿Benny Golson está vivo todavía… o no? A diferencia de Tom Hanks en La Terminal (2004) yo tenía celular, batería, google y spotify. Google me sacó de la duda rápidamente: efectivamente, Benny Golson cumplió 92 años el 25 de enero pasado, y al menos hasta el 2019, seguía tocando en vivo. Sentí como una mezcla de alivio y de alegría. Van quedando pocas “leyendas” del jazz, Y Benny Golson sin duda es una de ellas.
No quería dormir en un pasillo lúgubre y desierto, así que emprendí la caminata otra vez hacia la terminal de mi vuelo fallido, en la que al menos había algunas luces y algunas personas, varias de ellas ya durmiendo en el piso.
Encontré un sillón, me acomodé con mis cosas, puse la valijita de mano como para estirar las piernas y apoyar los pies, me envolví lo mejor que pude en la frazada salvadora, y me puse a escuchar uno de mis discos favoritos de Benny Golson, que además tiene un título totalmente adecuado para ese momento: Turning Point, grabado y editado en 1962 en el clásico formato de cuarteto, con compañeros de lujo total: Wynton Kelly en piano, Paul Chambers en contrabajo y Jimmy Cobb en batería (para tener como referencia: los tres formaban parte del primer quinteto de Miles Davis -aquel junto a John Coltrane- y aparecen, por ejemplo, en el disco más conocido de Miles, y uno de los más vendidos en la historia del jazz, Kind of Blue, de 1959).
Para 1962 Golson ya tenía un buen recorrido en el jazz; había “hecho los deberes” tocando con algunos de los grandes (Lionel Hampton, Dizzy Gillespie) y había formado parte de esa usina formidable de músicos solistas que era el grupo del baterista Art Blakey, los Jazz Messengers. Además de su enorme calidad como saxofonista tenor, Golson tiene ganado su lugar entre los grandes también como compositor: compuso gran cantidad de bellísimas canciones, y varios de sus temas se han convertido en clásicos, standards que siguen siendo tocados por los músicos de jazz alrededor del mundo: I Remember Clifford, Stable Mates, Killer Joe, Whisper Not, Along Came Betty, sólo por nombrar los más conocidos.
En Turning Point, junto al tema que le da nombre al disco, hay algunas de sus composiciones, junto a algunos clásicos como Stella By Starlight, Alone Together y My Romance. Con un sonido robusto, pleno, lleno (llenísimo!) de vibrato, Golson es de esos saxofonistas que aparecieron en el momento justo para combinar el sonido de los pioneros y “patriarcas” del saxo tenor (Coleman Hawkins, Ben Webster) con los giros y búsquedas armónicas más complejas de los (en aquéllos tiempos) más modernos, como Coltrane, Sonny Rollins y Dexter Gordon. El territorio de Golson es el hard-bop, en lo que se suele llamar “mid-swing”, entre la balada (lenta) y los temas más rápidos al estilo del be-bop de Charlie Parker, por ejemplo.
En este disco, cortito, redondo, modestamente perfecto, Golson improvisa con creatividad, hilvanando melodías en sus solos, y siempre en diálogo con sus músicos, en especial con Kelly, un maestro en el arte de acompañar/dialogar con el solista principal. De todos modos, como buen tenor, es en las baladas donde Golson saca a relucir todo su calibre. En este disco hay más de una, pero con su Dear Kathy (y sí, mientras la escuchaba no pude no pensar en Cathy Zeta-Jones!), una melodía triste, realmente logra conmover desde las primeras notas, en las que toca con ese sonido lleno de vibrato, casi “sucio” y bien arrastrado, diluyendo el tempo casi, mostrando el alma herida, amparado por Jimmy Cobb que toca la batería con escobillas, y por Wynton Kelly, que desgrana un solo prístino, espaciado y reparador. Dear Kathy es una balada hermosa, a la altura de I Remember Clifford, esa joya que Golson le regaló al jazz como homenaje a su amigo y trompetista Clifford Brown, muerto muy tempranamente en un accidente de auto.
Luego siguen un par de números con más ritmo, y el cierre con otras dos baladas, ya clásicas: Stella By Starlight, interpretada bien bien lenta, haciendo vibrar y resonar cada nota de la melodía, y Alone Together, que aunque claramente es también una balada, no es tan lenta ni tan triste como las anteriores… Turning Point es un disco sin momentos rutilantes, sin grandes estridencias, es simple, concreto, un disco de jazz con un cuarteto sólido liderado por un solista con una voz propia y un sonido agradable, creativo e interesante a la vez, envolvente, con el saxo tenor. Con baladas y temas a medio tempo que nos entretienen de principio a fin, y con solos que da gusto escuchar. Hay veces en las que eso es lo que queremos de un disco, nada más… y nada menos. Otra gran virtud es que dura menos de cuarenta minutos, así que se lo puede escuchar dos veces seguidas tranquilamente. Y eso fue lo que hice, llenándome de la calidez de Golson y su cuarteto.
Mientras tanto el frío, la incomodidad y la incertidumbre de lo que aguardaba para los próximos días no me dejaron dormir más de diez minutos seguidos: me preguntaba si serían solo dos días, o cuatro, o una semana, si iba a conseguir en algún momento una habitación en un hotel, si la tormenta iba a parar, si el avión saldría finalmente el jueves, si Carla volvería a pasar con su cochecito para otro paseo, o si Catherine haría finalmente su aparición en escena, ya que yo seguía siendo Tom Hanks, y más después de haber escuchado por más de una hora al queridísimo Benny Golson y su saxo tenor.
Turning Point:
https://open.spotify.com/album/0agszqZvTEs9EpGAsAj6yT?si=9PppePApRqOCTtZN6h2jdw
yapa: I Remember Clifford.
https://open.spotify.com/track/4ojZuJ575GlwN2weuWDr8z?si=GhfA4WeOQ6OAE6RyQHmmCA
Nono Nkoane
ASHER GAMEDZE- Dialectic Soul (11-2-21).
La duda era con qué retomar luego de un breve receso… ¿algo tranquilo y clásico, probado y conocido, ir a lo seguro… o algo más “power” y arriesgado? Después de escuchar Dialectic Soul, el disco debut del joven baterista Asher Gamedze, de Sudáfrica, no quedaron dudas. Es un disco potente, estremecedor, lleno de furia y también de lírica y poesía. Es un disco de protesta, de llamado a la acción, y también un trabajo con anhelos e ilusiones. Seguramente (la verdad que no estoy del todo seguro) la furia y la bronca solas no resulten motor suficiente para crear un trabajo tan complejo como éste. Hacen falta también ilusiones y deseos; como suele decirse, la esperanza de que un mundo mejor es posible. Todo está presente en el trabajo de Gamedze, un diálogo movido por fuerzas que se van alternando entre la oposición y el choque y la complementariedad, para el que al principio hay que tener cierta “paciencia” (en especial para quien no esté tan acostumbrado a los sonidos del free-jazz, no se me ocurre otra palabra) para ver hacia dónde va. La falta de una melodía definida, de un ritmo parejo o de una armonía claramente identificable a veces puede ser… irritante. Una vez que lo vemos, sin embargo, no quedan dudas: queremos ir también donde esta música nos lleve.
Ya hemos hablado algo en estas notas del jazz de Sudáfrica, y el disco que compartimos hoy, moderno, visceral, arrebatador por momentos y lleno de melodías de ensueño por otros, viene de esa tradición, y también del free-jazz de Ornette Coleman y los rabiosos años 60, y de los trabajos del baterista Max Roach y de la cantante Abbey Lincoln, de quienes también hablamos semanas atrás. Y también de las batallas de Nelson Mandela y de Stephen Biko, y de la amargura y la desolación del apartheid, que aunque ya formalmente superado, sigue marcando el destino de Sudáfrica.
Grabado durante dos días seguidos en Cape Town y editado en julio de 2020 por un sello inglés, llama la atención que éste sea el disco debut de Gamedze, por la profundidad, por la complejidad de las diversas tramas que se van hilvanando a lo largo del disco, a veces unidas en formas sutiles y en otros casos mostrando rupturas bruscas que nos dejan sorprendidos, aunque al final de la escucha comprendamos que las intrigas, los argumentos, los reclamos y los alaridos, las melodías más suaves y pasmódicas, forman parte de un todo que las contiene y que termina de darles un sentido unificador.
El formato elegido por Gamedze, un cuarteto sin piano, preanuncia espacios amplios para la improvisación, para líneas abstractas sin una armonía necesariamente definida, para ritmos cambiantes, desparejos, y para una profunda interacción entre los miembros de la banda. La ausencia del piano es siempre un desafío, y estos músicos lo convierten en un proceso lleno de estímulos y provocaciones. El cuarteto lo completan Thembinkosi Mavimbela en contrabajo, Buddy Wells en saxo tenor y Robin Fassie-Kock en trompeta, a quienes se suma la cantante Nono Nkoane en un par de temas. La base rítmica que construyen batería y contrabajo es realmente impresionante, entrando en una simbiosis total, al punto que parece provenir de un solo ejecutante. Sobre ese cimiento complejo, pero que a la vez fluye con total naturalidad y una facilidad sorprendente, el saxo tenor y la trompeta levantan vuelo hasta alcanzar alturas insospechadas, llevando la música directamente a otro nivel, ya sea cuando tocan al unísono o cuando improvisan sus solos, en algunos pasajes bordeando la disonancia, casi coqueteando con cierta incomodidad, y en otros, como cuando tocan al unísono la melodía de Hope in Azania, invitándonos directamente a bailar, en una celebración colectiva llena de ritmos y colores al mejor estilo del recordado Hugh Masekela.
Antes de eso, sin embargo, el disco empieza con una suite en tres partes, la State of Emergence Suite, que dura casi veinte minutos. La introducción es breve, comienza con un solo errático y sin tempo definido de batería, al que se suma el saxo con ataques estridentes y disonantes, en lo que parece un claro grito/llamado/convocatoria para sumarse al ritual que está por comenzar, evocando claramente a John Coltrane, Pharoah Sanders, Albert Ayler y otros maestros. Es la trompeta, con líneas punzantes y sinuosas, la que abre el segundo movimiento, en soledad primero y en diálogo con el saxo después, al que se irán sumando la batería y el contrabajo, construyendo entre todos un clima sombrío, que habla de violencia, racismo, brutalidad. La música es áspera, conmovedora, sufrida. Es la dialéctica: dos fuerzas encontradas que van pujando hacia adelante en el intento de producir algo nuevo y distinto, pero basado en esas dos fuerzas precedentes. Como dice Gamedze en las líneas que acompañan el disco, su música es “fundamentalmente, acerca del reclamo de un imperativo histórico. Es acerca de la dialéctica del alma y del espíritu, mientras se mueve a través de la historia. El alma es dialéctica. El movimiento es imperativo. Debemos seguir moviéndonos”. El último movimiento de la suite es poco a poco más amable, más sereno tal vez, con un swing más definido, y empieza a abrir el camino para el resto de las piezas que completan el disco, en las que las sonoridades del free-jazz se van a ir mezclando con melodías tribales, en una nueva amalgama entre el jazz y la música de raíz (sud)africana.
Siyabulela trae una melodía hermosamente suave, con aires gospel, con líneas largas que van languideciendo como en un atardecer tranquilo y en pura paz, que la voz dulce de Nono Nkoane arroba convirtiéndolas casi en una canción de cuna.
Sigue Interregnum, con Gamedze recitando una poesía propia sobre un beat hipnótico y parejo, con la trompeta y el saxo completando el sonido con frases llenas de swing y arrebato. Eternality trae reminiscencias del hard-bop de finales de los 60, con el cuarteto a pleno en una ebullición constante de ideas, melodías, frases y contrapuntos que mantienen la tensión hasta el final. Como en todo el disco, es notable también el pulso del contrabajo, inspirado, firme y lleno de un swing potente pero siempre sutil. Luego viene Hope for Azania, para subir bien alto el volumen y simplemente disfrutar de esta canción alegre, con su melodía para cantar y con aires de himno. Un final perfecto para un disco desafiante, estimulante, que nos obliga a una escucha atenta y que nos impide permanecer indiferentes… solo que no, todavía no es el final. Gamedze se cuidó bien de no darle un final feliz al disco, y por eso luego del himno viene The Speculative Forth, para dejar en claro que aunque pueda haber momentos de sosiego, el camino aún es arduo, y espinoso. Si algo queda en claro luego de este trabajo notable, es que no se puede mirar para otro lado, y que hay que recorrerlo. Anclados en el pasado, activos en el presente y volando hacia el futuro, habrá que estar atentos a lo que puedan seguir haciendo tanto Gamedze como los músicos que lo acompañan.
Dialectic Soul:
https://open.spotify.com/album/38HB5Hu5wcJrDNkRDjtUaA?si=wOpWnNvoTuy32l24aPNE0g
MYRA MELFORD- The Guest House- Life Carries Me This Way (14-1-21).
La pianista, compositora y arregladora Myra Melford suele aparecer mencionada como pianista del avant-garde del jazz (la “vanguardia”), categoría que surgió en realidad a partir del free-jazz, en los años 60, para incluir todo aquello que podía ser tan rupturista, abstracto, a veces atonal, como el free-jazz, pero que en realidad no era tan “free” porque partía de material detalladamente escrito y arreglado, aún cuando la improvisación también tuviera un lugar preponderante.
A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, se sigue usando la amplia categoría de avante-garde para poder referirse, básicamente, a todo lo que suene innovador, moderno, que sea original, que incluso a veces suene medio “raro” o “difícil”, y que, en el caso puntual del jazz y del piano, no sea música basada únicamente en estilos ya establecidos, o en viejas composiciones o canciones conocidas como los standards. Si además hay composiciones abstractas, ritmos irregulares, composiciones más bien intrincadas, arreglos complejos, instrumentos no tan convencionales e influencias variadas como la música de la India, Bach, Bartók, los Beatles, John Cage, el free-jazz europeo, blues de New Orléans, Ornette Coleman, Henry Threadgill, entre muchas otras, pues ya no quedan dudas: avant-garde hecho y derecho.
Esto es lo que ha venido haciendo Myra Melford (Chicago, 1957), una de las voces más originales del jazz moderno de los últimos casi treinta años. En su ya larga discografía, siempre dedicada a sus propias composiciones, encontramos -salvo el de la big-band- casi todos los formatos: dúos, tríos, cuartetos, ensambles de cámara más largos, y el siempre desafiante piano solo, desafío que Melford superó tranquilamente, porque además de ser una compositora original y siempre interesante, es una gran pianista, una auténtica “fuera de serie” para la que el piano no tiene secretos ni puntos oscuros, capaz de volcar en sus interpretaciones un conocimiento realmente enciclopédico de la música, sin distinciones de géneros o épocas.
La música de Melford es exigente, requiere de nuestra atención y no siempre nos atrapa apenas la empezamos a escuchar… pero claro que vale la pena el “esfuerzo”, intentar abrir los oídos y ver a dónde van esos sonidos cuyo primer efecto pueda en ocasiones no ser tan placentero. Y es que ahí está tal vez la clave para escuchar a Melford: siempre va a hacia algún lugar. No siempre está claro cómo, ni a través de qué recorrido, y ni siquiera a veces a dónde va a llegar en total (no está claro para nosotros, no para ella, por supuesto), pero cuando finalmente ese momento llega, todo cobra sentido, y lo que queremos es escuchar todo de nuevo otra vez.
Hay varios discos de Melford disponibles en spotify (aunque también faltan unos cuantos) y tal vez una buena forma de presentarla sea a través de los dos que compartimos hoy: The Guest House, junto a uno de sus tríos, el “Trio M” -editado en 2012- y Life Carries Me This Way, de 2013, en formato de piano solo.
En The Guest House el trío se completa con Mark Dresser en contrabajo y Matt Wilson en batería, y es realmente notable cómo las tres individualidades logran formar una auténtica unidad sonora, y a través de este formato clásico del jazz trío, un sonido totalmente propio y original. Un término o concepto que se usa mucho cuando se habla de los tríos de piano, batería y contrabajo, es el de “dinámica”, y aunque a veces no haya mucha precisión en cuanto a qué se refiere, este disco bien podría ser usado como ejemplo perfecto de todo lo que se quiere decir cuando se habla de dinámica no sólo en un trío, sino en la música en general. Si algo impacta apenas empezamos a escuchar a este trío sonando, es justamente eso: cómo las tres partes se van moviendo juntas todo el tiempo (lo cual no quiere decir en absoluto que estén siempre en mansa armonía entre ellas); cómo cada movimiento -de cada instrumento y en definitiva, del trío- responde a un estímulo previo generado por el propio trío o por alguno de sus miembros, y cómo la música se va desenvolviendo en una permanente mutación hacia algo nuevo y distinto, muchas veces inesperado.
El disco abre con el tema que le da nombre, con aires bluseros y hasta algo de rock and roll, con un ritmo frenético pero ordenado, que anticipa ya de entrada la intensidad de la música que está por venir. De pronto, súbitamente, la cosa se calma y aparece un remanso de tranquilidad, efímera, como si el trío simplemente pausara para tomar carrera, decir en voz baja un par de cosas y volver al tema melódico inicial y lanzarse de nuevo con más fuerza que antes, en un salto poderoso hacia adelante, lleno de improvisación. El tema de ocho minutos, que había empezado con cierto clima efervescente, termina diluyéndose en unas líneas más bien lúgubres, que abren la inquietud sobre lo que está por venir. De entrada también, Melford impacta con su destreza técnica y la fuerza y la vehemencia con las que toca el piano, desde pequeñas frases melódicas bien sutiles hasta patterns rítmicos que recuerdan tanto al cubano Chucho Valdés como al irascible Cecil Taylor.
Dresser y Wilson no le van en saga en sus instrumentos (ambos también aportan temas originales al disco); mientras que Wilson en la batería tiene una energía contagiosa que tiende siempre a llevar el sonido del trío un poco más alto, Dresser mantiene siempre el anclaje a tierra con soberbia y un pulso indestructible. En ocasiones usa el arco y convierte al contrabajo casi en un cello, con un lirismo sombrío capaz de crear climas intensos, meditabundos, a veces abstractos pero no por eso desentendidos de lo que está pasando con sus compañeros.
Esa comunicación que obviamente trasciende el mero lenguaje musical es lo que les permite abordar con tanta naturalidad y profundidad a la vez, formas más definidas de canción, en algunos pasajes realmente poéticos (Even Birds Have Homes- To Return To, ó Hope (For the Cause) y también largas excursiones donde un ritmo vertiginoso y parejo de pronto se disuelve en un estallido y nos desconcierta, porque ya no estamos tan seguros de a dónde fue a parar el pulso ni de cuál es la melodía, ni menos aún cuál es el rumbo del tema (Tele Mojo o Al).
Para cerrar, un tema firmado por el bajista, Mark Dresser, Ekoneni, de claras reminiscencias africanas (había un tema con el mismo nombre que cantaba Myriam Makeba, conocida como “Mamá África”, una de las cantantes más populares de Sudáfrica, y también la esposa de Hugh Masekela, de quien hablamos dos semanas atrás) que empieza con un largo solo de contrabajo, luego se une la batería para un diálogo puramente rítmico, y finalmente entra el piano para cerrar el disco con un tono más cercano a la conocida algarabía de los temas festivos y casi bailables de algunas partes de África.
Un cierre perfecto para un recorrido musical de una hora, lleno de ideas, experimentos, citas de fuentes impensadas, avances, retrocesos, ritmos vertiginosos y sostenidos y ritmos que se deshacen; melodías para tararear y otras que ni siquiera podremos recordar apenas terminen de sonar. El disco tiene ya sus años, pero fue y sigue siendo una total revitalización del formato del jazz trío que merece ser descubierto y explorado.
De yapa, va el disco de Myra Melford en solo piano… con composiciones propias y mucha improvisación, un sonido delicado, más introspectivo y que contrasta con la energía del trío, y que seguramente la muestra más en profundidad, permitiendo que aflore una sensibilidad distinta, en algunos pasajes realmente conmovedora.
The Guest House:
https://open.spotify.com/album/4cSU9rDTzSjtbaw7dyH20e?si=3cyHTdUQTxuCUdzwhXlnJg
Life Carries Me This Way:
https://open.spotify.com/album/59qdfR9IxLNNqYNULpogdV?si=-ATfpwnlSVWwsFF_GRr7Cg
DONNY McCASLIN- Blow. (7-1-21).
David Bowie editó The Next Day en 2013; si bien tiene algunos temas que llevan su sello (The Stars (Are Out Tonight); Where Are We Now?, Dancing Out in Space) en general es un disco más bien aburrido, en el que los mejores temas justamente se parecen al Bowie más clásico, conocido y probado por millones alrededor del planeta. Uno de los mayores íconos de la cultura pop desde los años 70, Bowie fue una mega estrella que cambió una y mil veces el desarrollo de la música, y con cada giro que iba dando su estela dejaba marcas, influencias, nuevos modos y nuevas modas, variaciones de lo que genéricamente se llama “pop”, y que incluye tantas cosas… muchas de las cuales precisamente entraron gracias a Bowie.
El 8 de enero de 2016 Bowie cumplió 69 años y publicó Blackstar, su disco número 25, y el último de su carrera, ya que murió de cáncer hepático solamente dos días después. Todo el mundo se enteró de ambas noticias al mismo tiempo y con la misma sorpresa, ya que Bowie, a pesar de que había terminado de grabar el disco ya muy enfermo, se las arregló para ocultar lo que le estaba pasando hasta último momento.
No vamos a hablar mucho de Blackstar, pero sí hay que mencionar (y no por ser el último ni por todo el dramatismo que acompañó su difusión) que es un GRAN disco de Bowie, totalmente novedoso, y que suena increíblemente “Bowie” sin sonar a nada parecido de lo que había hecho antes, en 50 años de carrera musical. El último Bowie suena como uno nuevo, distinto, con otro sonido, con otra música. Y la explicación es bastante clara, y a esta altura, conocida.
Resulta que en Nueva York, donde vivía, Bowie había escuchado al saxofonista de jazz Donny McCaslin (California, 1966) tocando con su banda y haciendo jazz-rock pesado, y prácticamente de inmediato decidió que quería grabar su próximo disco exactamente con ese cuarteto de jazz moderno, completado por Tim Lefebvre (bajo eléctrico), Mark Guiliana (batería) y Jason Lindner (piano, piano eléctrico y teclados), todos músicos muy activos y ya reconocidos en el circuito del jazz actual de Nueva York. El resultado fue un híbrido total (marca registrada de Bowie) en el que la banda le aporta un sonido perfecto a las canciones, lleno de climas dramáticos, oscuros casi hasta lo gótico, toques surrealistas y de ciencia ficción con una mezcla de jazz, electrónica, glam rock y psicodelia que confluyen en un disco vibrante de principio a fin, angustiante y por momentos desolador, pues todas las letras de las canciones obviamente tomaron otra dimensión ante la muerte inminente de Bowie, pero aún así rebosante de una vibra energizante que su voz, ahora amalgamada a la perfección con el saxo de McCaslin, convierte en definitiva en una... celebración? Podría decirse que sí, en tanto el tema central del disco es Lazarus, una relectura posmoderna del relato bíblico de Lázaro y la inmortalidad, con Bowie cantando casi con alivio... “I'm in heaven… Now I´m free…”.
A cinco años de la muerte de Bowie, me pareció interesante volver la mirada sobre lo que hizo McCaslin después de ese encuentro que, según él mismo dijo, le cambió la vida, y así confirmar que Bowie siguió y sigue dejando su marca y su influencia ya no sólo en el pop, sino ahora también en el jazz.
Se sabe, los músicos de jazz, aún los exitosos y a los que les va bien, nunca son muy conocidos… no al menos en la escala en la que son conocidos los músicos del rock y del pop. Pero McCaslin, que ya venía desarrollando una interesante carrera solista con varios discos propios, y que en sus primeros años había tocado con varios pesos pesados del género, se convirtió en “el saxofonista” del último disco de Bowie, en el que su saxo tenor además tiene casi tanta trascendencia como la voz propia del líder, y claro, eso cambió todo. Y lo cambió a McCaslin también, y a su música.
Todavía en 2016, unos meses después del lanzamiento de Blackstar, McCaslin editó Beyond Now (algo así como “Más allá de ahora”), obviamente y como también él mismo dijo, con la herida aún abierta por la muerte de Bowie, con quien había tenido una experiencia corta pero intensa. El disco trae dos versiones de canciones no muy conocidas de Bowie a modo de homenaje y temas del propio McCaslin, pero la verdad es que termina diluyéndose en una seguidilla de temas que no terminan de formar nada realmente interesante y coherente, como si no hubiera un sentido en la música, como si McCaslin, que venía de hacer jazz desde hacía más de veinte años, de pronto tras el cruce con Bowie, y luego su partida, hubiera perdido el rumbo y no supiera exactamente qué es lo que quería hacer.
En 2018 publica su siguiente trabajo, Blow. (que puede significar “soplar” -verbo que se usa para tocar el saxo-, “estallar” o “golpe”, y la verdad que cualquiera de las tres opciones sirve perfecto como título al disco) y que es todo lo contrario al disco anterior: Blow. tiene una coherencia interna perfecta, y aunque es difícil decir que es un disco “de jazz” (cosa que al fin y al cabo no importa tanto) sin duda ese es el lenguaje con el que McCaslin y su grupo se lanzan decididos a explorar nuevos territorios para terminar haciendo música que escapa a las definiciones: rock, pop, electrónica, algo de rap, y ahora sí, la continuación del legado de Bowie, en tanto Blow bien puede ser escuchado como una continuación de Blackstar.
Con inteligencia, en este caso no hay covers instrumentales de temas de Bowie, pero su influencia sea ahora tal vez mayor, ya que de los once temas del disco, sólo tres son solamente instrumentales, lo cual es la gran novedad en la discografía solista de McCaslin. Para ello, participan los cantantes Ryan Dahle en cuatro temas, Jeff Taylor en dos, Mark Kozelek (cantante de Sun Kil Moon, una banda de rock alternativo) y Gail Ann Dorsey, bajista y por años segunda voz de Bowie en muchos de sus discos y giras.
Si en Beyond Now lo que se escucha es más bien bronca y una furia casi desatada que termina agotando, con temas largos que van creciendo en intensidad hasta volverse perturbadores, en Blow. se nota claramente la revisión de todo un estilo y la transmutación en otro, en una transición del jazz instrumental al pop-canción, en el que todo el tiempo se perciben trazos no sólo (aunque principalmente) de Bowie, sino de otros cantantes y grupos del rock y del pop contemporáneos. Y ahí está la magia de Blow., pues mientras siguen estando los solos enardecidos de McCaslin (que no lo dijimos hasta ahora: es un tremendo saxofonista) y la base instrumental de una banda realmente poderosa y profunda, está ahora el universo que aporta la canción, con melodías más definidas y por sobre todo, letras cantadas. Obviamente no hay acá (y de hecho no lo hubo) ningún hit que fuera a romper los charts de las radios, pero la verdad es que las canciones funcionan perfectamente, y al haber cuatro cantantes distintos el disco mantiene el interés hasta el final.
El cierre es una perlita llena de soul, en la que Gail Ann Dorsey (con quien Bowie hacía sus versiones de Under Pressure post-Mercury, por ejemplo) muestra la hermosa voz que tiene y sobre todo, una sensibilidad exquisita.
Quizá Blow. requiera de más de una escucha para apreciarlo plenamente, y para de a poco reconocer los trazos de ese artista único y genial que fue David Bowie, ahora a través de una gran banda y un gran músico de jazz. Vale la pena!
Blackstar:
https://open.spotify.com/album/2w1YJXWMIco6EBf0CovvVN?si=kZPD4vXaRq-h7fStLtDm6A
Blow:
https://open.spotify.com/album/3yIZ1jDwP1P4wyvZwPFaZu?si=-SC4upvHRHuek17fZ6rSOg
HUGH MASEKELA-TONY ALLEN, Rejoice (31-12-20).
Desde que empecé a escribir estas reseñas nunca me había costado elegir el disco de la semana. Siempre había algo que me llevaba a algún disco o artista en particular, casi de manera natural. La presión de ser el último jueves del año esta vez me lo hizo difícil, y de verdad me costó encontrar un disco para recomendar en el último día de este año, al que ya ni tiene sentido tratar de buscarle algún adjetivo que le quede bien.
Dando vueltas y vueltas, buscando y buscando, finalmente apareció: porque salió este año, por el título, y por cómo ambos músicos eligieron terminarlo, mirando hacia adelante, hacia el futuro, llamando a las nuevas generaciones. Además, y principalmente, porque es un discazo, de punta a punta. Adelanto desde ya: hay que escucharlo fuerte, asi que suban el volumen! Quien se anime o sienta las ganas, vale ponerse a bailar… aunque sea un rato, sola o solo, cuando nadie mira, y largar algo de tensiones, de paso.
Hugh Masekela (1939-2018) seguramente fue uno de los más importantes músicos de jazz de Sudáfrica, junto con el pianista Abdullah Ibrahim (de quien en algún momento seguro recomendaremos alguno de sus discos, que son fundamentales); trompetista, compositor, cantante y hasta “show man”, Masekela fue justamente con Abdullah Ibrahim el primer músico sudafricano en grabar un disco de jazz en Sudáfrica. El grupo que tenían duró muy poco, porque la dictadura en la que vivían no permitía ese “tipo de música”, cuya esencia está en la libertad de expresión; el grupo se desarmó, y tanto Masekela como Ibrahim partieron al exilio. Masekela fue primero a Londres, luego a California, y después otra vez a Londres. Siempre fue un activista en contra del apartheid y una voz en contra del régimen represor en Sudáfrica, así como también un defensor internacional de Nelson Mandela. Cuando cayó el régimen del apartheid y Mandela se convirtió en Presidente de Sudáfrica, Masekela finalmente volvió a su país.
Masekela fue de los primeros en fusionar elementos de la música de su país y ritmos originarios de África con el jazz, y más puntualmente con el be-bop, el cool-jazz y los estilos que fueron apareciendo desde finales de los ´50, lo que llevó a un crítico a decir que la suya era “una voz apasionada, que combina la urgencia de un predicador con una delicadeza emocional más asociada con Miles Davis o Chet Baker”.
Lo cierto es que la carrera musical de Masekela fue siempre exitosa, tanto en EE.UU. como en Londres, y de hecho el disco que tiene una de sus más famosas composiciones, Grazin´ In the Grass, en su momento llegó a vender cuatro millones de copias, un número exorbitante para un músico de jazz.
La historia de Tony Allen, nacido en 1940 en Nigeria, y que falleció este año en Paris, donde vivía hacía muchos años, tiene mucho en común con la de Masekela. Baterista y percusionista, fue uno de los precursores de lo que se conoce como el Afro-beat: esa mezcla poli-rítmica en la que se conjugan elementos y técnicas del jazz, del funk, de la música africana (yoruba, principalmente), que surgió a fines de los 60 y que explotó en los 70 cuando empezó la migración de músicos africanos a Europa, principalmente a Londres y París. Allen estuvo años en la banda de Fela Kuti (además de tener la banda de afro-beat más conocida y exitosa de aquellos años, que hizo conocida por primera vez la música de Nigeria en EE.UU y Europa, un personaje singular, un verdadero revolucionario que quiso proclamar una república independiente dentro de Nigeria, en la ciudad de Lagos, intento que fue ferozmente reprimido por el ejército en 1977). Allen con el tiempo dejaría la banda de Kuti, para incursionar en músicas todavía más modernas, como el hip-hop y el rap, la música electrónica y el dub. El también, primero se exilió en Londres, y luego en París, donde se quedó definitivamente.
Allen y Masekela ya eran ambos leyendas vivientes de la música africana cuando en 2010 el productor Nick Gold, aprovechando que ambos estaban de gira en Londres, los juntó y los hizo grabar juntos por primera vez, junto a un grupo de jóvenes músicos de la escena londinense. Las grabaciones se hicieron durante apenas un par de días, pero… cosas inexplicables de la industria musical, quedaron rezagadas a la espera de su producción definitiva para ser lanzadas como disco, cosa que recién ocurrió este año. En el medio, Masekela murió en 2018, y Allen murió apenas unos meses después de que Rejoice fuera lanzado oficialmente.
Cuentan quienes estuvieron presentes en las grabaciones que la empatía, la magia, la mística, fue instantánea entre Allen y Masekela, y la verdad es que cuando escuchamos la música (fuerte!) no sólo es evidente desde las primeras notas, sino que cuesta creer que estos dos patriarcas de la música africana no hubieran tocado juntos antes.
Los temas son más bien sencillos en su estructura: fuertes bases rítmicas en las que Allen va desplegando todos sus recursos, que son muchos y variados, sobre las que Masekela (que toca el flugelhorn, que tiene un sonido más dulce que la trompeta) lanza una melodía original para luego improvisar y jugar libremente con ideas melódicas que van siempre impulsadas desde los tambores. Hay un bajo eléctrico que aporta ritmo y una base firme también, algunos solistas adicionales como un saxo o una guitarra y algo de teclados siempre bien sutiles, que complementan sin distraer, pero básicamente en el disco tocan los dos veteranos, Allen y Masekela, en un diálogo permanente entre los tambores y la trompeta. Aunque no lo sabemos y no encontré información, es fácil imaginar que no debe haber habido mucho ensayo previo, sino más bien que literalmente Allen y Masekela se “juntaron” un rato antes de grabar, intercambiaron algunas ideas, algunos lineamientos de qué y cómo lo iban a hacer, y luego salieron a la cancha, a grabar. Se nota el disfrute de ambos, se nota esa búsqueda en el momento, esa incertidumbre de fracciones de segundo cuando no se sabe exactamente qué es lo que va a tocar el compañero en el compás siguiente, ese estado de alerta que los va llevando hacia adelante en busca de lo que viene, la sorpresa por lo inesperado, la gratitud por la experiencia compartida, la construcción de un sonido estimulante entre los dos, en el momento.
Masekela apenas si canta en un par de ocasiones durante el disco, lo cual ratifica la idea de juntada espontánea, en la que dos viejos amigos simplemente conversan sobre la vida, con una fluidez y una sincronización tanto melódica como rítmica, pero principalmente, emotiva, que nos mantiene en vilo escuchando el disco de principio a fin. Allen es un maestro de los tambores, es notable cómo eleva el rango de la batería como instrumento mucho más allá de lo rítmico, construyendo climas y sensaciones con los tambores y con un uso de los platillos fuera de lo común, y si bien en algunos pasajes pega fuerte, en general su calidad no necesita de muestras estrambóticas para crear unos ritmos hipnóticos y capaces de hacer mover al más apático. Es un placer escuchar las pequeñas cosas, a veces casi imperceptibles, que micro-ritmos podría decirse, que va metiendo en los intersticios de los solos del resto de la banda. Masekela tiene un sonido limpio, cristalino, lleno de frases melódicas que despliega sin esfuerzo y con una destreza rítmica a la par de su socio.
Hay un explícito homenaje a Fela Kuti, en el tema Never, en el que Masekela canta Lagos never gonna be the same, without Fela, (“Lagos nunca va a ser igual, sin Fela”)
El disco concluye con We´ve landed (“Hemos llegado”) en lo que parece ser un llamado a las generaciones que vienen, a que tomen la antorcha y continúen el legado. Allen llegó a escuchar el disco terminado, y dijo que era “una especie de guiso de swing-jazz sudafricano-nigeriano y afrobeat”
Rejoice (“alegrarse” o más literalmente “regocijarse”) es un disco para eso, para escucharlo bien fuerte y dejarse llevar un rato por los ritmos y las melodías de estos dos músicos increíbles que nos dejaron este regalo hermoso… ¿quién no lo necesita aunque sea un poco, justamente hoy?
Feliz año nuevo!
Rejoice:
https://open.spotify.com/album/061q5E43gIp25oJxVxvAav?si=9dj1_l0yRf-oijXw_XcAbg
JORGE LÓPEZ RUIZ- El grito/ TONY BENNETT, A Swinging Christmas (24-12-20).
La historia muestra una y otra vez que, aunque en el momento sea difícil imaginarlo, las cosas siempre pueden empeorar. Pensamos que ya está, peor que esto no puede ser… y sin embargo, sí, puede ser peor. Jorge López Ruiz despotricaba fuerte en un programa de televisión en 1966, contra la dictadura de Onganía que acababa de derrocar al gobierno constitucional de Arturo Illia, y seguramente no se hubiera imaginado allí, en ese momento, que unos años después iba a tener que irse del país a causa de otra dictadura, incomparablemente peor, sanguinaria y asesina, ni que sus dos obras más importantes iban a estar prohibidas en su país, por años, casi hasta desaparecer.
Contrabajista, compositor y arreglador, López Ruiz contó muchas veces cómo nació El grito, muy probablemente la primera obra conceptual del jazz argentino. En ese programa de televisión en el que terminó protestando a los gritos contra la nueva dictadura, también estaba como invitado Arturo Jauretche. Fue él quien, al salir del canal, le dijo “¿Por qué en lugar de gritar en televisión no escribís eso que sentís?”. López Ruiz le contestó que él era músico, y Jauretche terminó la idea: “Ya lo sé; escribilo en música”. Así nació El grito, Suite para orquesta de Jazz, compuesta, arreglada y dirigida por López Ruiz, grabada y editada por primera vez en 1967, con una tapa abiertamente provocadora y angustiante (en 1971 López Ruiz grabó Bronca Buenos Aires, Concierto para recitante, solistas, coro y orquesta de jazz, con letras de José Tcherkaski, que fue inmediatamente prohibido y ni se pudo estrenar en vivo)
La verdad que no la había vuelto a escuchar desde que el sello independiente Acqua Records la reeditara en 2007, en una suerte de acto de justicia para el jazz argentino y para su autor, por supuesto, que tuvo el gusto de ver su primer obra importante editada en cd. Anoche, por diversas circunstancias la recordé y como es placenteramente corta (menos de 40 minutos) ya la escuché entera varias veces: es excelente, impactante, y no deja de sorprender el nivel que tenía el jazz argentino en aquéllos años, cuando los músicos básicamente se formaban en el jazz escuchando los discos que llegaban del exterior.
López Ruiz, nacido en La Plata en 1935, pertenecía a esa generación pionera en la que estaban el Gato Barbieri, Lalo Schifrin, el Mono Villegas, entre otras leyendas vernáculas, que se la pasaban tocando, como él decía, quince horas por día, de lunes a lunes. Allí circulaban las ideas, los intercambios con colegas de otras músicas, el folklore y el tango, y así se juntaban con músicos como Hugo Díaz, Eduardo Lagos, Antonio Agri y hasta Astor Piazzolla. Fue Astor, justamente, el que recomendó a López Ruiz para que estudiara composición con Alberto Ginastera, el “prócer” de la música académica en la Argentina. Contaba López Ruiz que le dijo “hacéme quedar bien, o te rompo los huesos”.
Explotando las posibilidades de la “orquesta de jazz” o “big band” al máximo, con quince músicos notables entre los que estaban Mario Cosentino (saxo alto), Gustavo Bergalli (trompeta y flugel), Oscar López Ruiz (guitarra), Pichi Mazzei (batería), Rubén “Baby” López Fürst (piano) y Arturo Schneider (saxo alto), quienes con el tiempo también dejarían su marca en el jazz local, El Grito se desenvuelve a través de cinco movimientos repletos de un jazz efervescente, todo el tiempo en ebullición y con un swing por momentos demoledor, con una sección rítmica que no da descanso. Son los bronces (trompetas y trombones) los encargados de “gritar” y de sacudirnos, sonando casi al límite de la exasperación en más de un pasaje (sobre todo en la apertura, en la que algunas disonancias tienen un toque apenas perturbador). Pero López Ruiz no se queda sólo en el grito, sólo en la bronca y en la ira, sino que da lugar a otras emociones también, y el equilibrio que logra a lo largo de toda la obra a través de los solos magníficos de Bergalli, Cosentino y Baby López Fürst, y por sobre todo el swing con el que se mueve la orquesta con melodías mucho más amables, es lo que da a El grito su carácter complejo, profundo, y nos deja al final con algo más de sosiego, como, en definitiva, tras un grito de desahogo. La obra termina y cierra a modo (casi) circular con De nuevo el grito, que de todos modos tiene otro tono que el tema inicial. Mantiene la fuerza de la apertura, pero no están las sonoridades inquietantes del comienzo, sino más bien aires de big band clásica, y toques de blues y gospel cerrando entonces con una cierta y probablemente transitoria calma.
En pocas palabras, El grito es realmente una obra única y pionera en el jazz argentino, y más allá de sus méritos históricos y del contexto que la vio nacer, sigue siendo muy placentera de escuchar.
Y como siempre hay que tratar (aunque sea tratar!) de encontrar un balance o equilibrio, dejemos El grito y 1967 y volvamos a hoy, que es Navidad.
El otro miembro de la nobleza del jazz junto a “Duke” Ellington, “Count” Basie tuvo la (para mi) segunda mejor orquesta de jazz de todos los tiempos. No tan sofisticada como la del Duke, pero con un swing… Lo cierto es que algunos músicos históricos de la banda, cuando Basie murió (1984) decidieron mantener la banda en funcionamiento, y de hecho lograron hacerlo por un buen tiempo.
Así fue que entre muchos otros discos que fueron grabando junto a distintas figuras, grabaron la yapa que hoy compartimos junto al gran gran gran Tony Bennett (que en agosto cumplió 94, y sigue cantando!), A Swinging Christmas.
El disco es de 2008, y es una pequeña joya para disfrutar durante la tarde y noche de hoy, y que no requiere mayores descripciones o comentarios, más que disfrutarlo. Todas canciones navideñas o asociadas con la navidad, en versión jazzeada con el swing de la orquesta de Count Basie, el piano de Monty Alexander (que toca a lo Basie especialmente, es decir, con un toque muy sutil, pocas notas y frases cortas pero con mucho, mucho swing) y la maravillosa y única voz de Tony Bennett, uno de los más grandes cantantes del siglo XX y ya buena parte del XXI, y que sólo le fue en saga (musicalmente discutible, atención) a “La Voz”, Frank Sinatra. Eso ya no importa. Es Christmas time: a disfrutar de la música, preparando un trago, sirviendo una copa, esperando invitados, o como cada uno pase este día. Feliz Navidad!
El grito:
https://open.spotify.com/album/51i8GgIiIz1eEnjl8ehOP6?si=-8WKd2NuTJ2j9XdaTkt9IQ
A Swinging Christmas:
https://open.spotify.com/album/5XwXBRHD4t7yKAHY5Smb8j?si=e-H9zv5kSdyCEobxXshSsA
ABBEY LINCOLN- You Gotta Pay the Band- Wholly Earth (17-12-20).
Abbey Lincoln fue una de las cantantes de jazz más originales del siglo pasado, con un estilo propio y definido tanto por su calidad musical como por su compromiso social y político, que estuvo siempre presente a lo largo de su extensa carrera. Perteneciente a la generación inmediatamente posterior a la de las legendarias “damas del jazz”, Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan, que la precedieron e influenciaron, Lincoln tuvo su primera exposición junto a su marido Max Roach, baterista que en los años 40 había sido compañero de ruta de Charlie Parker, Dizzy Gillespie y Charles Mingus entre otros, y que ya a fines de los años 50 activaba fuertemente en el incipiente movimiento por los derechos civiles en los EE.UU.
El matrimonio Roach-Lincoln duraría tan sólo ocho años (1962-1970), y tal como la propia Abbey lo contaba, fue justamente esa relación y la turbulencia política en la que ambos se compenetraron, lo que la llevó a una búsqueda personal para tratar de ser algo más que una cantante de clubes de jazz, y a tratar de desarrollar su propio lenguaje, sin depender tanto del repertorio de los clásicos o standards al que muchas veces quedaban ligadas las cantantes, al menos en aquélla época.
Antes de hablar de los discos de Abbey, es imposible no mencionar el disco de Max Roach We Insist! Freedom Now Suite, grabado en 1960, en el que Lincoln tuvo un rol preponderante. We Insist! fue uno de los trabajos más trascendentes de su época, un grito feroz y angustiante de reclamo de libertad e igualdad. Musical y políticamente revulsivo, el disco presenta en varios pasajes a Abbey Lincoln literalmente aullando y rugiendo de rabia… todavía hoy, cincuenta años después de aquel momento histórico, pero mientras siguen pendientes tantas deudas sociales, escucharla sigue siendo una experiencia perturbadora y por momentos angustiante.
Volviendo a la Abbey solista, en los 70, aunque siguió cantando y grabando discos, su actividad musical fue perdiendo intensidad, al tiempo que empezó a incursionar en el cine y la televisión, con apariciones en series como Misión Imposible y Marcus Welby, una película con Sidney Poitier, y más adelante, en Mo´Better Blues, de Spike Lee.
En los 90 llegó el resurgimiento de Abbey, quien ya mayor y concentrada en escribir y cantar, alcanzó su plenitud artística en una serie de discos que grabó para el sello Verve, y que constituyen, junto con aquél histórico trabajo junto a Roach, su mejor legado musical. De esa época justamente, son los discos que hoy compartimos.
You Gotta Pay the Band, grabado en febrero de 1991, presenta a Abbey cantando acompañada por un cuarteto soñado, con el gran Hank Jones en piano y Charlie Haden en contrabajo (de quienes hablamos largamente en una reseña anterior, más abajo), Mark Johnson en batería, y un gigante del saxo tenor, Stan Getz, con Maxine Roach (hija de Max) participando en dos temas en viola.
La mayoría de los temas son compuestos, letra y música, por la propia Abbey, que se luce con toda su capacidad dramática y muestra un gusto realmente exquisito para componer la música apropiada para cada pequeña historia que quiere contar, ya sea un romance no correspondido (How I hoped for your love), un inquietante -y ciertamente triste- adiós anticipado como When I´m called home (“When I´m called home/I will tell the stars/Of the battles that were lost/In a world of wars”) o la más esperanzadora Up Jumped Spring, en la que un encuentro casual y repentino, inesperado, de pronto se consolida en un verdadero amor. La canción que da título al disco (“Tenés que pagarle a la banda”) es un homenaje sentido, tierno y con humor, a los músicos que tantas veces quedan en segunda línea, brindándose enteros y fuera de las luces para que alguien más se pueda lucir. Está muy bien cantar y bailar, dice Abbey… pero cuando la noche termina y todo el mundo tuvo su momento de felicidad, cuando la fiesta terminó y la gente ya se fue, no te olvides de pagarle a los músicos que tocaron tu canción toda la noche. También hay espacio para una versión de Brother, can you spare a dime? ese clásico de los años 30, retrato en tono menor de la Gran Depresión y la pobreza que dejó, que Lincoln reconvierte en un crudo relato lleno de renovada urgencia, y más aún al escucharla hoy, en 2020.
El cuarteto que acompaña a Lincoln en este disco suena simplemente en forma sublime, siempre con el tono justo, nunca sobrecargando los temas y dejando que la cantante se luzca, pero elevando con cada intervención el sonido grupal con suma delicadeza. Cada pequeño solo de Hank Jones es un deleite, y las notas graves y largas de Charlie Haden sirven de base firme para que Abbey vuele segura. Obviamente, el saxo de Stan Getz le da al canto de Lincoln un contrapunto fascinante. Mientras que Abbey tiene una voz más bien “pesada” y grave, siempre intensa y con un tono dramático a veces casi al límite, Getz ofrece, ya sea cuando toca entre líneas o cuando solea en los interludios, todo lo contrario: un sonido etéreo, lleno de gracia y lirismo, dulce, con frases mágicas y simples llenas de motivos melódicos tan espontáneos como conmovedores. Getz llevaba un tiempo ya enfermo, y de hecho moriría solamente unos pocos meses después de esta grabación, pero nada de esto se nota en la música (ni en las fotos que acompañaron la edición del disco), salvo, tal vez, por el estado de gracia en el que parecen sonar cada una de sus notas.
Grabado poco más de siete años (y algunos discos) después, a diferencia de You Gotta Pay the Band, para Wholly Earth Lincoln armó una banda con músicos mucho más jóvenes y con Bobby Hutcherson en vibrafón y marimba como invitado especial. La dupla sonora que conformaron Lincoln y Hutcherson (un gran improvisador, discípulo y sucesor de Milt Jackson, de quien hablamos la reseña anterior) es totalmente original, y todo un acierto. Lincoln suena más segura que nunca, ya sea cantando una suave balada o un tema más estridente (aunque todo el disco tiene esta vez más bien un tono medido y de introspección), desplegando a conciencia y siempre con estilo todos los recursos que la han hecho una cantante única y original, más allá su voz en sí: el fraseo apenas detrás del pulso, una sutil distorsión de las notas y un juego ingenioso con las armonías de la canción, alargar algunas palabras hasta el límite del recitado, y por sobre todo, su habilidad para contar una historia cantando, y capturar la atención del oyente del principio al fin. Sin duda influenciada por Billie Holiday pero también por la sutileza armónica de Betty Carter, Abbey Lincoln fue una artista plena con una voz única, tanto por su canto como por su escritura y su composición. Falleció en 2010, pocos meses antes de cumplir 80 años. Hasta último momento siguió escribiendo y componiendo, buscando y aprendiendo, como ella misma decía en una de las últimas estrofas de Wholly Earth:
I´m learning how to listen
to the rhythms of the night
How to keep it simple
how to make it sweet and light
Smooth and free and easy
or slammin´ in a jam
and know for just a moment
the music that I am.
(“Estoy aprendiendo a escuchar
los ritmos de la noche
Cómo hacerlo simple
Cómo hacerlo dulce y liviano
Suave y libre y fácil
o darle con todo cuando tocamos
y saber sólo por un momento
qué música soy yo”).
You Gotta Pay the Band:
https://open.spotify.com/album/46Nud1h9wn7KUqRKGtI0MP?si=hrbYC5u9Q4mbU0G1xHo3Fg
Wholly Earth:
https://open.spotify.com/album/4eojsgohs6cXhmjtekufUE?si=-RFCc1VXTFi9SF2nCnSgyw
We Insist! Freedom Now Suite:
https://open.spotify.com/playlist/2ZP0AnzOnyXfLbRwjgx7Vx?si=xZWQLLpWQ8-jE5SmPxkrsA
Los hermanos Ertegun, dueños y productores del sello Atlantic
RAY CHARLES- MILT JACKSON, Soul Brothers- Soul Meeting (3/12/20).
Ray Charles Robinson (1930-2004), universalmente conocido por su nombre artístico, Ray Charles, fue y sigue siendo uno de los cantantes más ampliamente reconocidos y populares del siglo XX. Su historia de éxitos, logros artísticos, estrellato nacional e internacional, pero también de tragedia, oscuridad y redención (principalmente debido a una severa adicción a las drogas de la que finalmente fue capaz de recuperarse) es también ampliamente conocida, debido a su popularidad justamente ganada, y también gracias a la película Ray (2004, con Oscar incluido para Jamie Foxx por su rol protagónico encarnando a Ray Charles).
Lo que algunas veces es omitido, sin embargo, es la íntima relación que tenía Ray Charles con el jazz, y el hecho de que grabó muchos álbumes exclusivamente dedicados a esta música, todos muy buenos (curiosamente, casi ninguno está disponible en spotify). Por supuesto, Charles no logró su inmenso éxito como pianista de jazz, sino como cantante de ese sub-género que se llamó “soul”, a través de su voz instantáneamente reconocible y su original, novedoso estilo que fusionaba rythm and blues, blues, música gospel, también algo de jazz, rock and roll, country y muchos años más tarde incluso música pop.
A mitad de los ´50, Ray Charles ya era llamado el “Genio del Soul”, lanzando hit tras hit bajo la guía del sello independiente Atlantic, con títulos como “I Got a Woman”, “Georgia on My Mind”, “One Mint Julep”, “Hit the Road Jack”, “Unchain My Heart”, y muchos, muchos otros. Su ceguera temprana, su forma de cantar, su vozarrón profundo capaz de ir del susurro al grito siempre a tono y su estilo imbuido de un gospel profano, atrevido y ciertamente desvergonzado, lleno del swing rockero de aquellos años, todo ello junto a su enorme calidad musical, lo convirtieron rápidamente en una sensación nacional y un poco más adelante, internacional también (en Argentina se presentó tres veces, en 1970, 1992 y 1993).
El disco que compartimos hoy (en realidad originalmente fueron dos), muestra ese otro lado no tan conocido del Ray Charles pianista, y es una pequeña joya llena de jazz y blues, grabada con el vibrafonista Milt Jackson en 1958, todavía para el sello Atlantic, un sello “casero” y personalizado, pequeño y por tanto independiente (y que dos años más tarde inevitablemente Ray Charles iba a dejar para pasar a una de las grandes discográficas del momento, la Paramount), para el cual el éxito comercial no era el primer objetivo a la hora de producir y grabar discos. Bajo la atenta dirección de los legendarios productores Nesuhi y Ahmet Ertegun (ambos nacidos en Turquía, dueños fundadores del sello, que entre otros, grabó, editó y difundió a artistas como Aretha Franklin, Otis Redding, Wilson Pickett, Sarah Vaughn, Dizzy Gillespie) Soul Brothers y Soul Meeting permiten apreciar a pleno al excelente pianista que era Ray Charles, enaltecido aquí, además, por Milt Jackson, un compañero de lujo.
Para ese entonces Jackson llevaba ya algunos años con el Modern Jazz Quartet, uno de los mejores, más elegantes y refinados grupos “de cámara” del jazz, activo por más de 40 años y dirigido musicalmente por John Lewis, en el que Bach, Mozart y otros músicos de tradición europea se mezclaban con la música de Count Basie, Duke Ellingyon, y con el jazz y el blues en general, de una manera única (el mejor ejemplo del estilo del MJQ es el disco Blues on Bach). De hecho esa mezcla tan peculiar venía de la unión de los estilos de John Lewis, de intensa formación académica, y de Milt Jackson, de pura cuna blusera. La breve digresión viene a cuento porque justamente de esa experiencia nació, indirectamente, el encuentro con Ray Charles.
El MJQ en esa época también grababa para Atlantic, y según se cuenta en una biografía de Ray Charles, después de una intensa grabación en la que Jackson había tenido que esforzarse especialmente para seguir los arreglos de Lewis, al terminar encaró a uno de los hermanos Ertegun y le dijo “ya basta con esta cosa del MJQ y Mozart, voy a tocar blues con Ray!” (“No more of this MJQ Mozart shit. I’m gonna play the blues with Ray”). Parece ser que cuando le dijeron a Ray Charles, de inmediato le gustó la idea y su respuesta fue algo así como “Ese Milt Jackson tiene alma” (“That Milt Jackson´s got soul”). Ahí mismo quedó arreglado el encuentro, con título y todo para el disco.
Soul Bothers y Soul Meeting fueron grabados en dos sesiones a fines de 1958 y principios de 1959, con un grupo que incluía contrabajo, batería, guitarra eléctrica y saxo tenor. Una curiosidad es que el propio Ray Charles tocó el saxo alto en un par de temas. Primero los discos fueron editados por separado, y después como un disco doble. En tiempos de spotify, están todos los temas juntos (eso sí, respetando el orden original de los discos).
El primer tema que escuchamos es el tradicional How Long Blues, que abre lenta, muy lentamente con unas notas bien espaciadas, y “especiadas” por Charles en el piano, al que se unen la batería y el contrabajo, y ya con todo el sabor blusero encima, el vibrafón de Milt Jackson, ese instrumento de percusión tan peculiar, que deja todo preparado para la irrupción del saxo tenor, lleno de vibrato y frases casi arrastradas; completa el sonido un solo bien picante de guitarra eléctrica, y así durante todo el tema que dura poco más de nueve minutos, se va cocinando lentamente, al ritmo de las escobillas de la batería, un sonido colectivo con un solo tras otro, realmente “comunitario”: Jackson deja el vibráfono y se sienta un rato al piano para que Charles se dé el gusto con el saxo alto: es cierto que no toca muy bien, pero sí lo suficiente y con la onda necesaria como para meter el condimento final con un par de frases bien histriónicas, en medio de un clima más bien relajado, que lentamente va cerrando y dejando sentado ya de entrada el tono general del disco.
Así, con algunos temas firmados por Charles, otros por Jackson y unos cuantos clásicos del repertorio blusero, con solos intercalados entre todos, la música se va construyendo en el momento (seguramente no hubo mucho ensayo previo), en una sucesión de diálogos, intercambios y cruces entre músicos que ya se conocían y otros que disfrutaban el tocar juntos por primera vez, que destilan todo el tiempo la belleza de lo simple y genuino, y del puro disfrute. Ray Charles da rienda suelta a sus habilidades como pianista, siempre más contenidas en las grabaciones en las que canta, y en varias ocasiones se escuchan sus gritos de entusiasmo mientras toca o mientras Jackson le contesta alguna frase con el vibrafón.
Los temas son más bien sencillos, y no hay que esperar aquí ni grandes arreglos ni estridencias ni exhibiciones de virtuosismo que no terminan diciendo nada. Como en Blue Funk, un blues lento en tono menor, que hace sonar al funk triste y dramático como pocas veces, o Soul Brothers, escrito por Jackson para la ocasión, de clima claramente más festivo, aunque nada supera en alegría Halleluja, I Love Her So, un clásico del repertorio de Ray Charles, que en esta ocasión no canta con su voz pero sí a través del piano, seguido de un inspirado solo de Jackson que también hace cantar al vibrafón una melodía bien pegadiza y que dan ganas de ponerse a bailar.
En resumen, un disco para relajarse un poco y disfrutar, como sin duda lo hicieron los músicos. Recién en 1977 Charles y Jackson volvieron a tocar juntos para un concierto en el Avery Fisher Hall de Nueva York, en un concierto anunciado como “Las leyendas vivas de la música, reunidas”. En un reportaje previo al concierto, Charles describió perfectamente su empatía con Jackson: “los dos venimos de las mismas raíces. Los dos tenemos una larga historia con la iglesia y el gospel, y eso es algo que nunca te deja, por eso tenemos este entendimiento mutuo tan natural. Además, los dos ya tocábamos hacía tiempo antes de tener un entrenamiento más formal con la música, así que hay un sentimiento natural que viene de adentro, sin que importe qué forma o estilo de música puntual estemos tocando”. En definitiva: A disfrutar!
Soul Meeting-Soul Brothers:
https://open.spotify.com/album/2Z6yn7wRwdABNIbFhYX5Aa?si=GAR_zprBSeClwVtl_ze6VA
CHARLIE PARKER- April in Paris: The Genius of Charlie Parker (26/11/20).
Me pregunté: si tuviera que comparar, por más absurdo que parezca, a Maradona con algún músico de jazz, ¿quién sería? La respuesta apareció sola, en forma casi instantánea junto con la pregunta: Charlie Parker. Pasado el primer impulso y tratando de reflexionar, o incluso de buscar algún otro, me di cuenta de que no, era Charlie Parker, ningún otro. Por la genialidad, por la irreverencia, por la devoción y el cariño que generaron, por el final trágico, por esa sonrisa -cuando podían sonreír- siempre juvenil, siempre sincera y hasta un poco ingenua, por el sufrimiento y por el goce, a toda costa y sin límites, por la autodestrucción, por el arte sin igual, por la belleza estética y pragmática de cada nota, de cada pase, de cada amague, de cada melodía, de cada corrida, de cada solo, de cada gol.
Nunca pensé que la música de Charlie Parker (ni el jazz en total) pudiera hacer de “banda sonora” para las imágenes del segundo gol contra Inglaterra en México 86, el mejor gol de todos los tiempos, ese que, los que lo vimos “en vivo”, nunca vamos a olvidar dónde y con quién lo vimos. No digo que ahora sí, pero de pronto imaginé y repetí mentalmente por vez infinita esa corrida mágica y sí, tal vez sí, podría ser como un solo de Charlie Parker: endemoniado, impredecible, imposible de parar, estéticamente hermoso y al mismo tiempo atlético, como un águila lanzándose desde lo alto en picada, decidida a atacar a su presa, despertando la admiración de propios y contrarios, dejando a todos simplemente estupefactos, incrédulos y desconfiados, dudando de si lo que acababan de ver y escuchar era humano como ellos.
Charlie Parker, luego conocido e inmortalizado como “Bird”, nació en 1920 en Kansas, uno de los puntos claves en la historia del blues y del jazz en el sur de los EEUU. Los datos biográficos básicos no son originales: infancia pobre, casi siempre solo con la madre; la música aparece tempranamente y enseguida se ve que Charlie tiene un talento único, con una imaginación fuera de lo común. Pasa horas y horas practicando, y de su saxo brotan melodías embebidas en el blues más puro, pero que ya suenan distinto. Charlie escucha la música desde muy joven de otra manera. Él mismo lo explicará años más tarde: escuchaba líneas melódicas en su cabeza que buscaba y buscaba en su instrumento, pero que durante años le resultaban esquivas. Esa búsqueda que no daba resultados trajo frustración, bronca, impotencia, y lo que hoy llamaríamos el “bullying” de sus colegas, pero también el firme deseo de seguir tras ella.
En la película Bird, de Clint Eastwood, una biopic sobre Parker bastante fidedigna, hay una imagen que, si bien con algunas licencias poéticas, representa esa etapa a la perfección: Charlie Parker está absorto, improvisando, cuando un baterista veterano lo interrumpe, arrojándole un platillo de su batería para que termine de tocar y se baje del escenario. Hasta que encontró eso que tanto buscaba, y trataba de darle una forma coherente, lógica, lo que tocaba sonaba directamente mal, y salvo unos pocos, nadie lo entendía.
A los 18 Parker se muda a Nueva York, donde trabaja de lavacopas un par de años, hasta que conoce a los que serán sus amigos y compañeros más importantes, con los que revolucionará la historia del jazz, literalmente creando todo un nuevo estilo, el Be-bop: Dizzy Gillespie, Thelonious Monk, Max Roach, Kennny Clarke, entre otros. La Era del Swing había terminado ya a mediados de los 40, en especial después de la Segunda Guerra Mundial, y las big-bands empezaron a ceder su lugar a los pequeños grupos, cuartetos o quintetos: el jazz dejó de ser música para bailar, y empezó a ser música para escuchar, con improvisaciones a toda velocidad, melodías intrincadas y asimétricas, armonías complejas y secciones rítmicas más elaboradas que rompían con los moldes fijos del swing.
Parker rápidamente se convirtió en uno de los líderes de ese movimiento, y con los años se convertiría en uno de los íconos más fuertes en la historia del jazz. Si existe aquéllo que los historiadores gustan en llamar el “panteón” del jazz, ahí está Parker, con Louis Armstrong, Duke Ellington, John Coltrane, Miles Davis (quien al comienzo de su carrera, a los 17 años, fue una especie de protegido de Parker).
A raíz de un accidente en auto y para calmar los terribles dolores durante la recuperación Parker empezó a tomar morfina, de la cual terminó adicto, adicción que con los años mutaría hacia la heroína y el alcohol, y a una seguidilla de penurias sólo con intervalos de cierta calma y creatividad: la cárcel, pérdida de su licencia para tocar en vivo, una estadía en un centro para enfermos mentales, un matrimonio fallido, tragedias personales, intentos de suicidio y una vida irrefrenable siempre fuera de control.
Así y todo Parker tuvo su epifanía la noche en que, cuenta la leyenda, improvisando sobre el clásico Cherokee, finalmente encontró lo que tanto estaba buscando y que sonaba insistentemente en su cabeza: un modo de improvisar nuevo, distinto, de construir nuevas melodías sobre una canción utilizando los intervalos largos de los acordes de la armonía original, y a su vez, sobre esos intervalos, armar nuevos acordes invertidos o sustitutos. Esto, aquí explicado breve y toscamente, abrió para el jazz un universo de nuevas posibilidades melódicas, armónicas y rítmicas, y lo convirtió en algo moderno, intelectual, revolucionario, que además pudo, por un tiempo al menos, devolverle a los músicos negros que forjaron ese cambio el protagonismo en lo que ellos consideraban su música. Hubo un quiebre generacional que atrapó a la nueva juventud (en los años previos al estallido del rock) y Parker fue el símbolo y genio de ese cambio.
Inseparable de este nuevo estilo, de todos modos, estaban el sonido y la personalidad de Parker, absolutamente únicos, geniales y desmedidos. Decía uno de sus amigos músico que cuando Bird improvisaba, si estaba pensando en una mujer podías llegar a adivinar hasta el color de su pelo. Su sonido era intenso, lírico y prístino, y aunque tocaba a una velocidad sobrehumana, cada nota que tocaba tenía un sentido y se podía escuchar, nada quedaba tapado en esos remolinos de melodías, que se sucedían una tras otra cautivando, casi de manera hipnótica, a quienes lo escuchaban.
El legado discográfico de Parker es más bien errático y desparejo; nunca se sabía en qué condiciones se presentaría en el estudio de grabación. Muchas veces no aparecía, o aparecía en un estado en que apenas podía tocar, o si tocaba, no tenía la magia que todos esperaban. En aquélla época, además, las tomas no alcanzaban los cuatro minutos, con lo cual aún en los casos en que estaba bien, sus solos estaban muy limitados. Hay muchas grabaciones en vivo también pero, salvo algunas excepciones, el sonido es tan malo que apenas se pueden escuchar.
Uno de sus discos preferidos y que comercialmente mejor funcionaron en vida de Parker fue el que grabó junto a una sección de cuerdas, April in Paris: The Genius of Charlie Parker. Si bien el fuego del be-bop está ausente, o al menos sosegado, lo que luce y brilla en este contexto es el sonido puro de Parker, improvisando melodías sobre canciones conocidas (Summertime, por ejemplo), y elevando lo que podría ser una sesión más bien edulcorada de “jazz-meets-classical” a algo que está más allá de cualquier género, movimiento o revolución, pues sus improvisaciones alcanzan un estado de belleza pura. El disco fue grabado en 1949, y en 1950 se grabó una segunda parte (luego se editó todo el material junto como Charlie Parker with Strings. Fueron de las últimas grabaciones de calidad de Bird, antes de entrar en el tramo final y más tormentoso de su vida, cuando murió su hija de dos años, con su salud irreversiblemente estropeada, ya incapaz de tocar y sin nadie que lo pudiera rescatar.
En la película de Eastwood hay un diálogo entre Bird y Dizzy Gillespie, su socio fundamental, que si bien es ficticio, sirve para entender unas cuantas cosas, de allá y de entonces, y de aquí y de ahora. En un momento de intimidad entre ambos, Bird, ya en decadencia, le pregunta a un ya exitoso Dizzy, cuál es su “secreto”. Dizzy, que inicialmente había estado más bien a la sombra de Bird, le responde con un pequeño monólogo:
“¿Cuál es mi secreto para poder despedir a alguien que amo tanto como a vos, porque llegás tarde o aparecés drogado? ¿Cuál es mi secreto para tener mi propia banda, para ser un líder? Es que ellos no esperan que lo haga. Porque en realidad, en el fondo, les gusta cuando el negro no es de fiar, porque así creen que tienen que ser las cosas. Y porque no les voy a dar la satisfacción de estar en lo cierto. Yo quiero ser un reformista, vos querés ser un mártir. Siempre se acuerdan más de los mártires… van a hablar mucho de vos cuando estés muerto, Bird, más de lo que hablan ahora. Te van a apalear, como les encanta hacer, y después van a hablar de vos… mi secreto… mi secreto es que si me matan, no va a ser porque yo los ayudé”.
El 12 de marzo de 1955 Charlie “Bird” Parker murió mirando un show de televisión. Tenía apenas 34 años. El médico que firmó su certificado de defunción y que no sabía quién era, dejó constancia de que se trataba “de un hombre de más de sesenta años, mal llevados”. Esa misma noche en que Parker murió, nació el mito. Al día siguiente aparecieron los ya legendarios graffitis en Nueva York: “Bird lives!”.
No hay comparación que valga entre un músico de jazz de los años 40, y el mejor futbolista de todos los tiempos, una de las personas, o tal vez la persona, más conocida en todo el planeta. En medio de la tristeza por su muerte anunciada, por el final trágico del héroe que nadie pudo evitar y que todo el mundo contribuyó a causar, queda la memoria. Así como hace unos meses se cumplieron cien años del nacimiento de Parker y a pesar de la pandemia hubo homenajes, reediciones de sus discos, artículos y ensayos incluso en los medios masivos, siempre tendremos las imágenes, las filmaciones con las hazañas y la magia irrepetible del 10, para verlas una y otra vez, todo lo que querramos. Todos recordamos los goles, las jugadas magistrales, los momentos gloriosos. Pero cuando cada tanto vemos un partido entero, ahí vemos y tomamos conciencia de cuántos “solos” nos regalaba Diego en cada partido, cuántos destellos de genialidad, cuánto arte, cuánta belleza desparramada en un campo de fútbol, cuánta rebeldía, cuánta insolencia.
Sus seres íntimos y queridos lo van a extrañar. Nosotros no: “Maradona vive!”.
April in Paris:
https://open.spotify.com/album/7uifUApb0mUlqIxX5SkrVJ?si=zxdf6yPSTzeG7WNFA86yfA
Parker with Strings:
https://open.spotify.com/album/1DPRDrZgfU3rAo2SL4GrZw?si=-MrPju-iT8a9RLnmwLB02Q
Charlie Parker, The Centennial Collection:
https://open.spotify.com/playlist/4zqQeUowWrVQUFN6Mxfi8O?si=Q3UReoUsQIWSguaiawZVsg
EL TERCETO, Tierra improvisada (19/11/20).
En estos momentos en que el tiempo transcurre de maneras tan extrañas y cambiantes, en las que un solo día se puede hacer eterno y el lejanísimo marzo parece que fue hace ya varios años, cuando fui a buscar Tierra improvisada, el primer disco de ese gran y único grupo que fue El Terceto, simplemente no pude creer que había sido grabado en 1997. Cuando lo empecé a escuchar, menos todavía. Más de veinte años -mentía Gardel cuando decía que “veinte años no es nada”- y la música sigue sonando tan audaz y original, tan profunda y movilizante y a la vez tan simple como en aquellas noches más bien solitarias de los miércoles -no les daban otro día para ensayar/tocar, como decían ellos- en el ya desaparecido Oliverio, en el viejo hotel Bauen.
En el jazz argentino siempre hubo proyectos que buscaron unir el jazz con el tango, con el folclore, y con otras músicas autóctonas, algunos con muy buenos resultados, otros no tanto porque no lograron pasar el umbral a veces irritante y delator de la fusión, pero, en mi opinión, ninguno lo logró con la honestidad y calidad musical y emocional con las que lo hizo El Terceto, a quienes ya es hora de presentar: el pianista Hernán Ríos (1967), el contrabajista Pablo Tozzi (1967) y el baterista, percusionista y cantante Norberto “Momo” Minichillo (1940-2006), quien si bien no fue uno de los fundadores del grupo (que habían empezado Ríos y Tozzi un par de años antes con otro baterista) por trayectoria, edad y carisma, de inmediato se convirtió en el alma del grupo, al que le imprimió su sello con su peculiar voz y su manera de cantar. En El Terceto Minichillo encontró el formato y los compañeros ideales para concretar y poner en acción lo que para él había sido una búsqueda personal de años, ese gran terreno de intersección -tantas veces esquivo- entre el jazz y la música latinoamericana.
Con el formato clásico del jazz-trio (piano, batería y contrabajo) y el abordaje de la improvisación propia del jazz, El Terceto afronta y construye un repertorio que en principio ninguna vinculación tendría con ese género, sino con la música latinoamericana, desde el Río de la Plata hasta Cuba, pasando por el noroeste argentino y las músicas populares de Brasil y Uruguay. El acierto único de El Terceto es revelar un matiz tal vez hasta ese momento oculto, y darle un sentido inesperado de conjunto, a la obra de compositores tan disímiles como podrían ser, entre muchos otros que revisitaron a través de sus discos y conciertos, Aníbal Troilo, Piana-Manzi, Virgilio y Homero Expósito, Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Atahualpa Yupanqui, el cubano Carlos Puebla o los brasileños Chico Buarque y Antonio Carlos Jobim, y también a músicos de jazz como Thelonious Monk o Charles Mingus.
Ya desde el título (“Tierra improvisada”) y la tapa (un dibujo de América del Sur) queda definido el desafío de este gran disco debut: respetando las melodías y la esencia de las canciones elegidas, el trío se inmerse en la improvisación, pero más aún, en la exploración libre de estas músicas que, por llamarlas “populares”, muchas veces se las prejuzga como simples, y así con el virtuosismo de Ríos (un pianista que sigue muy activo y que vale la pena conocer), el lirismo de Tozzi, y la vehemencia percusiva y emocional de Minichillo, a la par que se expone su complejidad armónica y rítmica se re-descubre una dimensión sonora que sin duda siempre estuvo allí, esperando ser desplegada.
Tierra improvisada nos trae verdaderas joyas como La Pomeña y Balderrama (zambas del Cuchi Leguizamón), Hasta Siempre (la emotiva canción de Carlos Puebla dedicada al Che Guevara cuando partió de Cuba), los tangos Garúa (Cadícamo-Troilo) y Malena (Manzi-Demare), y la canciones del Brasil A casinha pequenina y Retrato Em Branco e Preto (Jobim-Buarque) entre otras, en las que Minichillo suma su voz para cantar, en algunos casos recitar, sólo fragmentos de las letras. De este modo la voz del Momo se convierte en un recurso más; cantando sólo el estribillo, o alguna que otra estrofa significativa y no en todos los temas ya que El Terceto es más que nada un grupo instrumental, se le devuelve a la canción su identidad más básica y reconocible.
El cantar de Minichillo, por otra parte, es sumamente especial. Con un rango ciertamente limitado, y una voz ronca al extremo, casi arenosa, nos recuerda al último Goyeneche (que había sido un gran cantor, pero que hacia el final de su vida más bien recitaba y decía las letras) y le imprime a las canciones un dramatismo adicional, lleno de pasión. La versión de Garúa, que empieza con un lacónico solo de contrabajo hasta que entra Minichillo, seguramente no sea la mejor o la más memorable de este tango maravilloso y emblemático, pero sin dudas es la más visceral y tal vez angustiante, cuando Minichillo canta desde lo más hondo con su voz ronca y casi quebrada
Sobre la calle, la hilera de focos
Lustra el asfalto con luz mortecina
Y yo voy como un descarte
Siempre solo
Siempre aparte
Esperándote
Las gotas caen en el charco de mi alma
Hasta los huesos, calado y helado
Y humillando este tormento
Todavía pasa el viento
Empujándome
El Terceto llegó a grabar varios discos (Tozzi estuvo en los primeros tres, luego vinieron otros bajistas, y el último disco del grupo fue grabado en dúo por Minichillo y Ríos, En vivo, en 2004), entre los que se destaca Tocatangó (2000), en el que el repertorio está integrado exclusivamente por tangos, algunos verdaderos clásicos como María, Tinta roja o Naranjo en flor.
En este disco, ya en ese momento con varios años tocando juntos en forma constante, el trío alcanza un nivel de profundidad y entendimiento mutuo todavía mayor, y es a través del jazz, de la improvisación pero más que nada de su riqueza y libertad rítmica, y del sonido de los tambores, que le devuelve al tango sus orígenes y raíces africanas, rebatiendo aquélla sentencia lúgubre con la que Ernesto Sábato empieza su libro sobre el tango: “Los millones de inmigrantes que se precipitaron sobre este país en menos de cien años no sólo engendraron esos dos atributos del nuevo argentino que son el resentimiento y la tristeza, sino que prepararon el advenimiento del fenómeno más original del Plata, el tango” o peor aún, la de Discépolo, también citado por Sábato, según la cual el tango “es un pensamiento triste que se baila”.
Los tangos en el universo sonoro de El Terceto mantienen la nostalgia pero a la vez recuperan cierto aire festivo, aquellos gestos esenciales, esa respiración rítmica y libre, esa expresividad contenida que tomaba vida a través de los tambores, y que luego poco a poco fue quedando sepultada por el rígido dos por cuatro europeo.
Así como en tantas otras ocasiones, finalmente, el lenguaje y esa predisposición de apertura a otras músicas tan propia del jazz, fueron el vehículo para que este músico entrañable como era Minichillo y este grupo único de la escena porteña como fue El Terceto se adentraran, durante poco más de diez, años, en el corazón de la música rioplatense y de la canción latinoamericana, dejando un precioso legado que merece ser rescatado del paso del tiempo.
Tierra improvisada:
https://open.spotify.com/album/0dMpRvBKYrtcKHbk95rwFy?si=ID9zpS_cSuiub47iCLvx4w
Tocatangó:
https://open.spotify.com/album/7nONqcRftPuNxyLENkkFIl?si=7Y4ku3zHSEmpprI-bPZ_2Q
HANK JONES-CHARLIE HADEN, Come Sunday (12/11/20).
La primera obra musical larga y compleja que compuso Duke Ellington fue una suite en tres partes llamada Black, Brown and Beige, y según él mismo explicaba, intentaba retratar musicalmente la historia de los Afro-americanos en los Estados Unidos (en épocas de Ellington todavía no se usaba ese término, y él simplemente decía “black people”), el tránsito desde su salida de África, su llegada al nuevo continente y el paso por la esclavitud, hasta la vida moderna. Con los años Ellington escribió muchas suites y obras largas (incluida la Latin-American Suite, con una pieza hermosa especialmente dedicada a la Argentina), pero ésta, no sólo por ser la primera sino por su especial significado, siempre tuvo un lugar distinto en el canon ellingtoniano. La presentó en un concierto en el Carneguie Hall en 1943, y luego volvió a grabar una nueva versión en 1958. Uno de los momentos más emocionantes de toda la suite es la pieza Come Sunday, un spiritual que en su versión original presentaba solos de violín y saxo alto, y en la de 1958, ya con una letra escrita especialmente, a la inigualable cantante Mahalia Jackson. Come Sunday de inmediato sobresalió del contexto de la suite y tomó vida propia, convirtiéndose de hecho en un standard del repertorio jazzístico. A través de la pluma única y la exquisita sensibilidad de Ellington, el carácter emotivo de la primera música religiosa propia de los negros norteamericanos, los spirituals, y el jazz, quedaron indisolublemente unidos.
No es de extrañar entonces que el legendario pianista Hank Jones (1918-2010) y el contrabajista (también ya legendario) Charlie Haden (1937-2014) hayan elegido Come Sunday como título para su segundo y último disco juntos, grabado un par de meses antes de la muerte de Jones, a los 92 años. Come Sunday es la continuación de Steal Away, grabado también a dúo por Jones y Haden en 1995, y como el primero, presenta una colección de las más delicadas versiones de spirituals e himnos religiosos, y es ciertamente una de esas joyas, una de esas obras de amor únicas que nos recuerdan por qué amamos la música y por qué amamos el jazz; pues nos muestran, con la simpleza y fuerza de los auténticos maestros, de dónde viene todo, de dónde viene el jazz; por qué, dónde y cuándo nació realmente.
Si el jazz, como hijo del siglo XX y descendiente casi directo de la esclavitud, surgió de una mixtura entre elementos musicales africanos y europeos, todo empezó cuando los esclavistas blancos permitieron a los afroamericanos, aún esclavizados, empezar aunque sea a esbozar una faceta humana: ir a la iglesia. En la iglesia cristiana fue donde la música africana todavía pura (melodías que los esclavos cantaban durante sus interminables jornadas de trabajo, las work songs) se empezó a entreverar con la música europea, los himnos que se cantaban en las iglesias. Los afroamericanos, todavía esclavos, empezaron a transformar esos himnos sacramentales y más bien sin gracia en su propia música, con sus inflexiones vocales, con su ritmos, y con una especial carga emotiva: identificados no sólo con las historias bíblicas de padecimiento y dolor, estas canciones transmitían también historias de redención, y el anhelo de una vida, aunque fuera más allá de la terrenal, en libertad. Poco a poco, con la ilusión de una vida mejor, los esclavos comenzaron a apropiarse de estos himnos cristianos, y así nacieron los negro spirituals.
Y claro, esto ocurría los domingos, por eso el tema de Ellington tiene tanta carga emotiva, porque la melodía es seria, triste y melancólica, pero también transmite anhelos y esperanzas: el momento de ir a la iglesia no sólo le daba al esclavo un rasgo al menos un poco humano que lo emparentaba con su dueño: era el único momento en que la pesada carga del trabajo quedaba suspendida por unas horas. Come Sunday… Llega el domingo.
Toda esta música que se fue de a poco formando en esas iglesias rurales del sur (muchas veces llamada también “gospel”) eventualmente sirvió como el suelo fértil para el nacimiento del ragtime, el blues, las marching bands de New Orleans y finalmente el jazz.
Naturalmente, entonces, los himnos religiosos y los spirituals han estado siempre presentes en el jazz; el jazz grabado está lleno de versiones e incluso hay muchos álbumes de jazz enteramente dedicados a los spirituals (otro favorito: Goin' Home, de Archie Shepp y Horace Parlan, 1977). Las versiones de Jones y Haden, sin embargo, son absolutamente “otra cosa”. A través de catorce piezas bastante cortas y simples (entre 2 y 4 minutos de duración), con las mínimas notas posibles, simplemente dialogando entre ellos y amigablemente alternando los roles de liderazgo y apoyo, alcanzan un nivel de belleza musical y emotividad que conmueven desde la primera hasta la última nota del disco. Lo cual es notable, y habla no sólo de sus cualidades únicas como instrumentistas, sino de la profundidad intrínseca de estas canciones, en tanto Jones y Haden logran conmovernos con versiones puramente instrumentales de canciones que fueron concebidas originalmente para ser cantadas, y en las que supuestamente el mensaje fuerte y directo estaba en las letras, tomadas directamente nada menos que de la Biblia. Su arte, mágico, tan simple y tan profundo a la vez, sin embargo, se eleva por sobre ese nivel de comunicación y no necesita pronunciar las palabras de estas canciones. Al final, tal vez, y pese al origen de la mayoría de estas canciones, no es sobre religión de lo que están hablando.
Quizás porque era el ultimo legado de Jones, quizás porque se trataba de dos hombres ya mayores y sabios, uno negro y el otro blanco, con una vida entera cada uno dedicada al jazz, tocando esta música juntos después de tanto tiempo (o por cualquier razón en la que se pueda pensar), este álbum, como muy pocos, habla sobre la experiencia humana, sobre el dolor de la opresión y la posibilidad de la esperanza, sobre la posibilidad y la necesidad de paz, sobre la posibilidad y la necesidad de una hermandad verdadera.
En su primer discurso como Presidente electo, Joe Biden especialmente dijo “La comunidad negra siempre me apoyó, y ahora yo los apoyaré a ustedes”. Agregó que su compañera de fórmula, Kamala Harris, “será la primera vicepresidenta negra… no me digan que algo no es posible en Estados Unidos”.
Bueno… si se lo hubieran dicho a Ellington cuando escribía Come Sunday, seguramente no lo hubiera creído. Es difícil pensar que el Duke, cuya abuela materna había sido esclava, pudiera haber imaginado algo así cuando compuso Black, Brown and Beige, ya que en esa época no podía siquiera votar en su propio país...
Dijo Biden también que venía a unificar y que “Es hora de sanar heridas en Estados Unidos”.
Habrá llegado el momento, finalmente?
Come Sunday:
https://open.spotify.com/album/2ntGI3niS9mmoSvTdt4BtS?si=dGYr2KhwTVCOoy7Lnd6-9w
Steal Away:
https://open.spotify.com/album/5n1Kiscg4SZdItk9CdlyH8?si=IxLTPJAaRWSYzmrEHm4Cag
DUKE ELLINGTON, 1969: All-Star White House Tribute (5-11-2020).
Según el sitio www.whitehousehistory.org, en 1924 el entonces Presidente Calvin Coolidge invitó al cantante y actor Al Jolson a la Casa Blanca, a participar en un desayuno (pancakes!) para lanzar su campaña electoral. Al Jolson no era estrictamente un músico o cantante de jazz (aunque un par de años después saltaría a la fama eterna al protagonizar justamente The Jazz Singer, el primer largometraje con sonido real), pero el dato es que, entre los números accesorios a la presentación de Jolson, figuró una tal Ray Miller´s Jazz Band, de la que poco o ningún registro ha quedado, más que haber sido la primera banda musical en ligar la palabra jazz con la Casa Blanca.
Fueron muchos los presidentes norteamericanos que invitaron, con mayor o menor frecuencia, a músicos de jazz para tocar o participar de eventos en la Casa Blanca, incluidos Kennedy, Johnson, Nixon, Reagan, Carter, y más recientemente, Clinton, Bush y Obama. Sí, hay uno que falta en la lista de los recientes… simplemente porque no sólo no invitó músicos de jazz, directamente no invitó músicos, en total (tampoco invitó artistas, escritores, poetas, ni a prácticamente nadie vinculado al arte en general, pues, probablemente, no debe tener muy claro para qué sirve). Para decirlo sin ambigüedades: la única música que sonó en la Casa Blanca desde que Trump la ocupa, es la que toca una banda militar en algunas pocas ocasiones, la Marine Corps Band.
Recién llegado a la presidencia y con algunos años por delante antes de ser el primer presidente norteamericano en renunciar a su cargo, Richard Nixon fue el anfitrión del que seguramente haya sido el evento más importante de jazz en la Casa Blanca, por los motivos para hacerlo, por el protagonista principal… y por la música.
El 29 de abril de 1969 Nixon organizó una cena de gala y un concierto de “súper estrellas” para homenajear los 70 años de Duke Ellington, el más grande compositor de jazz de toda la historia, y uno de los más grandes compositores del siglo XX, sin distinción de género. En esa ocasión, además, Nixon entregó a Ellington la Medalla Presidencial de la Libertad, uno de los reconocimientos más altos que se pueden otorgar a un civil en los EE.UU. Pero, formalidades aparte, el verdadero y mejor homenaje de esa noche para el Duke fue la música, que estuvo realmente -al contrario de lo que muchas veces ocurre en eventos así- a la altura de los nombres de los invitados. Todo el concierto de los “All-Stars” reunidos para homenajear al Gran Maestro fue grabado, y aunque muchos años después, a principios de los 2000 apareció el disco que hoy compartimos, 1969: All-Star White House Tribute.
Además de los invitados a la gala, que reunió a más de 500 personas (a los que saludaban al ingreso, juntos, el Presidente Nixon y Ellington) entre los músicos que tocaron esa noche estuvieron Louie Bellson (batería); Clark Terry y Bill Berry (trompetas); Paul Desmond (saxo alto); Gerry Mulligan (saxo barítono), J. J. Johnson y Urbie Green (trombones); Jim Hall (guitarra); Milt Hilton, (contrabajo), Earl (Fatha) Hines, Billy Taylor, Dave Brubeck y Hank Jones (piano), y los cantantes Joe Williams y Mary Mayo. Además del propio Ellington, claro, y varios de los músicos de su orquesta.
El repertorio obviamente es puro Ellington, el sonido es excelente para un concierto grabado en vivo, y si bien no recomendaría este disco en particular para quien nunca lo escuchó y desee entrar en el maravilloso universo ellingtoniano, aún así hay varios de sus grandes éxitos, en versiones originales y en algunos casos, con aportes realmente creativos de los invitados, por lo que aún para quien no lo conozca, puede ser una buena primera aproximación. Mood Indigo, Caravan, Prelude to a Kiss, Sophisticated Lady, Take the A Train, In a Sentimental Mood, son todas melodías ya imborrables, pequeñas obras maestras que forman parte del legado único de Ellington y su contribución mayúscula a la música del Siglo XX, que en esta ocasión reciben, aunque sea en pequeños detalles o tan siquiera en el sonido personal de algunos de los invitados, un soplo de aire fresco.
Por ejemplo, es un deleite escuchar a Paul Desmond tocar su solo en esa balada increíble que es Chelsea Bridge, o cuando evoca a Johnny Hodges (el histórico saxofonista de Ellington y su más preciado solista) en Things Ain´t What they Used to Be; a Gerry Mulligan en Sophisticated Lady o en su arreglo de Prelude to a Kiss; o a Jim Hall tocar en un sublime dúo con Milt Hinton (guitarra y contrabajo) In A Sentimental Mood. Claro que también hay mucha acción estilo big-band jazz en temas más agitados como Caravan o Perdido, con invitados al piano como Dave Brubeck o Hines, y Joe Williams, dueño de un auténtico vozarrón, se luce en Come Sunday (el más “spiritual” de los temas de Ellington) y en el dramatismo de Heritage.
Aunque hubo producción previa y por supuesto ensayos suficientes como para armar una big-band con músicos que normalmente no tocaban juntos, todo el concierto tiene también un clima de jam-session, de improvisación y de algarabía (por el festejo, por el contexto, por la oportunidad para muchos seguramente de estar ahí por primera vez, por simple camaradería, y seguramente y principal, por agradecimiento al propio Ellington) que hace de este disco no sólo un documento histórico, sino una oportunidad más de disfrutar la hermosa música de Ellington, esta vez rodeado de amigos y colegas. Hacia el final del concierto, a pedido de Nixon Ellington se sentó al piano, solo, e improvisó un tema al que ahí mismo tituló Pat, dedicado a la (según palabras de Ellington en su autobiografía) muy bella esposa de Nixon.
En abril de 2016, en el último de sus ocho años de gobierno, Barack Obama organizó un gran evento que incluso fue transmitido por televisión, Jazz at the White House, del que participaron músicos como Herbie Hancock, Chick Corea, Diana Krall, los cubanos Chucho Valdés y Paquito D´Rivera, Terence Blanchard, Esperanza Spalding, Wayner Shorter, entre muchos otros.
Al abrir formalmente el evento, Obama pronunció un emotivo discurso, lleno de esperanza y buenos deseos para el futuro del país (faltaban algunos meses para las elecciones) en el que obviamente citó a Ellington y una de sus frases conocidas: “El jazz es un buen barómetro para la libertad”.
Efectivamente, “el jazz, dijo Obama, es tal vez el reflejo más honesto de lo que somos como nación. Porque, después de todo, ha habido alguna vez mayor improvisación que los Estados Unidos? Lo hacemos a nuestra propia manera. Nos movemos hacia adelante incluso si el camino es incierto, insistiendo obstinadamente en que llegaremos a un lugar mejor, y confiados en que tendremos las notas correctas en nuestra manga.”
Ojalá que en estas horas decisivas para los Estados Unidos, realmente puedan llegar a un lugar mejor… y que el jazz vuelva a sonar en la Casa Blanca.
1969: ALL-STAR White House Tribute to Duke Ellington:
https://open.spotify.com/album/5vocIkT60xoWCEO76ONdrW?si=z1c-J_9rS1adg-bsNdlRkA
DINO SALUZZI-ANJA LECHNER, Ojos Negros/ DINO SALUZZI- ANJA LECHNER- FELIX SALUZZI, Navidad de los Andes (29/10/20).
Aunque los detalles de la llegada del bandoneón a Uruguay y Argentina, al inicio del siglo XX, permanecen como objeto de discusión entre los historiadores, ciertos hechos sobre la historia del instrumento, antes de convertirse en una parte esencial del tango, son bien conocidos.
Fue creado por el músico y maestro alemán Heinrich Band (1821-1860), quien lo concibió como una alternativa a su predecesor, el acordeón, y con la intención de dar vida a un instrumento más que nada para la práctica religiosa, capaz de reproducir, o al menos evocar, el sonido de los órganos de iglesia, y que al mismo tiempo tuviera una cualidad igualmente importante, ser transportable, fácil de llevar de un lugar a otro.
Astor Piazzolla solía hablar del insólito viaje que había hecho el bandoneón, desde las iglesias alemanas a los burdeles porteños, en solo un par de décadas. A través de la obra de Dino Saluzzi, podemos ver que todavía quedan algunos capítulos para esa travesía intercultural.
Nacido en el noroeste de Salta en 1935, Dino Saluzzi es uno de los músicos argentinos más prominentes de todos los tiempos, un compositor e intérprete absolutamente singular, con una obra única que le ha valido amplio reconocimiento mundial, particularmente en Europa, donde toca la mayor parte del año. A través de sus álbumes para ECM (el prestigioso sello para el cual graba exclusivamente desde principios de los 80´s) Saluzzi ha construido un sonido personal e inconfundible, en el cual ha mezclado, con sensibilidad y profundidad, la música folclórica e indígena de su tierra nativa, con el tango que tocaba cuando emigró a Buenos Aires, con el free-jazz de los 70's, y luego, incluso con otros géneros aparentemente más alejados, como la música de cámara, la música contemporánea o la composición más bien abstracta, que terminaron de moldear su estilo y convertir su sonido y su música en algo completamente original.
Y aun así, a pesar de toda esta complejidad, la música de Saluzzi siempre conservó su esencia más pura y simple, básica y arraigada a la tierra, imbuida de los misterios mágicos de las montañas y quebradas de la región de los Andes, reverberando en la intensidad del bandoneón y sus capas sonoras.
Si bien tuvo una breve etapa tanguera, el bandoneón de Saluzzi no se parece en nada al sonido de los bandoneonistas del tango, como Piazzolla, Mederos o Julio Pane, por ejemplo, que despliegan un sonido inseparable de la gran ciudad y sus contornos, y que, irremediablemente, es más fuerte, más violento, más áspero y más brutal.
Saluzzi, en cambio, toca siempre entre susurros y murmullos, como si su música formara parte de algo más grande, que no debe ser perturbado.
En 2007 grabó Ojos Negros en dúo con la chelista alemana Anja Lechner, un álbum increíblemente bello que presenta composiciones originales de Saluzzi y el clásico tango que le da título al disco. Las sonoridades flexibles, graves, casi sombrías del bandoneón se amalgaman perfectamente con el sonido serio y cortés, pero también más lírico del chelo, y Saluzzi y Lechner parecen entenderse uno al otro con inusual empatía, realmente tocando “como si fueran uno”.
Las composiciones de Saluzzi, en general pero más todavía en esta colaboración con Lechner, son ideas, sugerencias, con formas libres que se van moviendo a través de un pulso que queda implícito, con frases que los dos músicos van construyendo en un tempo siempre flexible, nunca rígido. Esta libertad es la que permite que afloren las melodías que a veces suenan a tango, otras a folclore o a música andina, pero también a Bach, a Schubert o a las canciones folclóricas que Lechner, consciente o inconscientemente, comparte de a trazos con Saluzzi cuando improvisan juntos.
Navidad de los Andes, grabado en Julio de 2012, presenta el trío formado por los hermanos Saluzzi (Félix toca el saxo tenor y el clarinete) y Anja Lechner, y surge como el resultado de un proceso natural entre ellos, como el fruto de todos esos años tocando juntos. Como podemos sentir claramente desde el inicio, cuando los tres instrumentos hacen su entrada y Félix susurra notas bien graves desde su clarinete, la transfiguración del dúo en un trío crea una dimensión sonora nueva, más compleja e intrincada. El balance entre Dino y Lechner no solo no se rompe: las posibilidades armónicas de sus instrumentos son aprovechadas por las contribuciones de Félix, quien tiene el ritmo perfecto para encontrar su lugar entre las densas, a veces ligeras y volátiles redes que Dino y Lechner construyen con la delicadeza propia de un anciano y sabio artesano.
Mientras que el material con el que Saluzzi trabaja en estas composiciones ya es familiar desde sus trabajos previos (los paisajes, recuerdos, y personajes de su ciudad natal), esta vez hay una fuerte presencia de un tono distinto, sagrado. La sacralidad de Saluzzi, sin embargo, está encarnada en un antiguo sincretismo, en el cual los rituales religiosos son reformulados, transformados e introducidos vivos en los secretos de la Puna, en las alturas donde el cóndor, las nubes, el aire brumoso, dan la bienvenida y abrazan sonoridades extranjeras. Hay algún rastro de melodías de tango, algún valcesito, y pasajes sutiles que evocan inflexiones del jazz; los momentos más emocionantes, las melodías que realmente tocan al oyente, son aquellas que nos llevan a las formas básicas de la música andina. Saluzzi nos muestra de dónde viene su corazón, no en forma explícita sino con frases sugerentes y deconstruidas.
Con cada sincretismo hay mucho que se gana y se adopta, y también mucho que se pierde, para siempre. La música de Saluzzi parece hablar sobre ese proceso complejo, y tal vez por eso suena siempre tan nostálgica y melancólica.
Navidad de los Andes es una sucesión excepcional de melodías delicadas, frágiles aunque nunca superficiales, que muestran el rastro de cuentos de un pasado hace tiempo perdido, pero que al mismo tiempo celebran el milagro de la vida. ¿Qué otra cosa es, en definitiva, el ritual de la Navidad?
Los hermanos Saluzzi y Anja Lechner nos invitan a un ritual añejo. No hay aquí banquetes opulentos ni fuegos artificales, sino pequeños bailecitos norteños, insinuados pero que rara vez terminan de aflorar, como las insinuadas melodías tangueras de los arrabales, esos arrabales recios pero honorables, que ya sólo habitan en los poemas borgeanos. En las solemnes iglesias europeas o en las montañas andinas, estas melodías universales ahora respiran juntas, a través de las profundidades del bandoneón y de la alquimia de este trío maravilloso.
Ojos Negros:
https://open.spotify.com/album/5DKWH8gggqW8fJr9ZlQ9JG?si=2gKvAWt3RQy_RmkoeEgVLA
Navidad de los Andes:
https://open.spotify.com/album/4rYCimRGCRE3XRIC1g1iuj?si=Ncq6rl4oRnmguZRwaKRWzA
Miles Davis y Jeanne Moreau promocionando la película.
MILES DAVIS, Ascenseur pour l'échafaud. Complete recordings (22/10/20).
Paris a fines de los 50, una pareja de amantes planea el asesinato del marido de ella, un importante empresario, inescrupuloso y mucho mayor, y que es también el jefe de él. Un sábado a la tarde cuando ya casi nadie queda en las oficinas, el asesinato es ejecutado a la perfección. O no tanto: un descuido más bien infantil que obliga al asesino a volver sobre sus pasos desencadenará la trama perfecta para Ascensor para el cadalso, la primera película del director francés Louis Malle (1932-1995), un clásico policial negro con trazos de thriller psicológico (hay varias muertes, pero ni una gota de sangre en la pantalla); para muchos una obra maestra del “noir” francés, protagonizada por Jeanne Moreau, no tan famosa entonces como lo sería después.
Para esa época hacía ya un tiempo, luego de un viaje anterior a París, que el genial trompetista Miles Davis estaba en pareja con la cantante y actriz francesa Juliette Greco (quien falleció hace apenas un mes, a los 93 años) y a través de ella empezaba a hacer algunas relaciones en la escena parisina. Así fue que Malle lo contactó y le pidió que compusiera e interpretara la música para su película, que ya estaba prácticamente filmada en su totalidad. Según fueron contando varios de los protagonistas a lo largo de los años, Malle tenía perfectamente claro qué era lo que quería de la música, más bien del sonido de Davis, y a juzgar por el resultado, no hay dudas de que logró transmitirlo a la perfección, y que Miles entendió también lo que el director quería de él.
La música de Ascensor para el cadalso define a la película tanto como las actuaciones, los diálogos, el guión, la iluminación o la fotografía, a punto tal que es imposible imaginar la película sin esta música, o con otra música: sería otra película, distinta.
Sin embargo, a pesar de que, definitivamente, cobra pleno sentido cuando la escuchamos viendo la película, la música grabada por Davis, que tiempo después fue presentada en el disco que hoy compartimos, puede ser escuchada en forma independiente, y resulta igual de cautivante.
Es que, aunque no sepamos nada de la trama, ni un solo dato, aunque no sepamos que esta música fue grabada para una película, y simplemente pongamos “play”, apenas empieza a sonar la trompeta de Davis sentimos inmediatamente un estremecimiento, el pinchazo de su trompeta lacónica y punzante que nos pone alerta: algo está por pasar... y nada bueno, por cierto.
Aunque Davis ya venía trabajando algunas ideas musicales luego de haber hablado con Malle y de haber visto escenas puntuales que el director le había mostrado, para lograr la mayor espontaneidad posible reunió un quinteto de músicos locales con los que ensayó muy poco, para ir casi directo al estudio a grabar, siempre de noche, con la presencia de los actores y del director, que les pasaba escenas e imágenes de la película en distintas pantallas mientras los músicos tocaban, más que nada improvisando sobre unos pocos acordes y sobre las ideas que previamente ya había imaginado Davis.
Cuenta Miles en su autobiografía: “Miraba las copias de las secuencias y tomaba ideas musicales para luego componer y escribir. Dado que la película trataba de un asesinato y se suponía que era de suspense, hice tocar a los músicos en el interior de un viejo edificio, oscuro y lúgubre. Pensé que esto daría atmósfera a la música, y así fue.” Aunque no estoy seguro de que la anécdota del edificio viejo y lúgubre haya sido real -ninguno de los partícipes jamás lo mencionó- sí es cierto que la música crea un clímax tétrico, angustiante, que transmite el agobio y la inminencia de lo inevitable.
Sin spoilear nada de la trama, hay una larga escena en la que Jeanne Moreau recorre de madrugada las calles parisinas en busca de su amante; ella no sabe lo que le ha ocurrido ni por qué no ha venido a su encuentro, pero el espectador sí, y aquí la música, la trompeta de Davis, llegan a su punto más álgido, casi asfixiante, mientras atestiguan la desesperación de la protagonista, y el derrumbe de sus anhelos de liberarse de ese matrimonio y obtener quizá un poco amor.
Toda la música fue grabada en dos noches seguidas, el 4 y 5 de diciembre de 1957, y el álbum -está completo en spotify- presenta todas las grabaciones tal cual fueron hechas por los músicos, mientras miraban escenas de la película, y por eso muchas terminan abruptamente, ya que eran casi como ensayos hechos en el momento -los temas 11 a 26- y también -los temas 1 a 10- la música tal como fue usada en la película, es decir las mismas tomas pero editadas y con un efecto como de “eco” o reverberación, que fue agregado para sumarle dramatismo a la música.
El grupo elegido por Miles lo completaron el baterista Kenny Clarke, un pionero del bebop que llevaba años exiliado en Paris, y los franceses René Urtreger en el piano, Pierre Michelot en contrabajo (seguramente los dos jazzmen parisinos más conocidos de aquéllos años) y Barney Wilen en saxo tenor, que aporta unos cuantos (breves) solos realmente memorables, en perfecta sintonía con Davis. Lo mismo que Michelot, ya que a pedido de Malle hubo algunas escenas para las que quería sólo el sonido, espaciado y severo, del contrabajo.
Aunque en su momento el disco, como tal, no tuvo el éxito que sí tuvo la película, visto en retrospectiva no sólo resulta un aporte original en el canon davisiano (no hay otro disco en su obra que suene parecido a éste) sino que además pueden verse los primeros atisbos de la línea que Davis seguiría en lo que sería (probablemente) su obra cumbre, menos de dos años después, Kind of Blue, y que llevaría aún más lejos con su quinteto de los años 60 (Tony Williams, Herbie Hancock, Wayne Shorter y Ron Carter) e incluso al extremo en su etapa eléctrica: improvisar no tanto sobre “canciones” o “temas” con una estructura clásica (melodía, puente, melodía, y luego improvisar sobre la armonía de esa melodía, para cerrar con el tema inicial), sino más bien sobre ideas y motivos, y, principalmente, sobre pocos acordes, lo cual ampliaba las posibilidades de creación espontánea por parte de los músicos, y les brindaba mucha más libertad a la hora de improvisar, individual y colectivamente. Todo eso, por aquel entonces todavía en estado embrionario, estaba ya presente en la música de Ascensor para el cadalso.
Volví a ver la película días atrás, y realmente vale la pena. En un clima sombrío y angustiante, en el que junto a la trama policial aparecen también críticas y denuncias políticas y sociales (la guerra, el colonialismo francés, las diferencias de clases) nos muestra que la omnipresencia a veces sofocante de la tecnología, de las redes sociales y hasta de las “selfies”, que creemos propias de este tiempo, no son en realidad nada nuevo.
El disco:
https://open.spotify.com/album/0aoOdlpGLfNCUFhQu7UIs2?si=OGp2BhsdQAy8it_24fTQ_w
La película:
https://cinefiliamalversa.blogspot.com/2018/05/ascenseur-pour-lechafaud-ascensor-para.html
CHARLIE HADEN & KENNY BARRON, Night and the City; KENNY BARRON & DAVE HOLLAND, The Art of the Conversation. (15/10/20)
Una pequeña trampita: hoy no es un disco, sino dos. Grabados con casi veinte años de diferencia, pueden tranquilamente ser escuchados, y descubiertos, para el que no lo hizo antes, en forma conjunta. El formato es el mismo, dúo de piano y contrabajo; el espíritu es el mismo, a punto tal que los títulos, totalmente apropiados en ambos casos, hasta podrían ser intercambiables, y, lo más importante, claro, en ambos está el magnífico Kenny Barron, acompañado por dos de los más grandes contrabajistas del jazz moderno de los últimos cincuenta años, Charlie Haden y Dave Holland.
Barron (1943) empezó a hacerse conocido en el mundo del jazz a principios de los 60, cuando reemplazó a “nuestro” Lalo Schifrin como pianista de Dizzy Gillespie (antes de saltar al estrellato y a toda una carrera en Hollywood cuando compuso el gran hit de su vida, el tema de Misión Imposible, Lalo Schifrin era un gran pianista de jazz); luego de algunos años con el excéntrico trompetista y de tocar con varias figuras de la generación anterior a la suya se convirtió rápidamente en uno de esos pianistas todo-terreno, ideales para ser convocados como sesionistas ya sea para tocar en vivo o en grabaciones. Así es como Kenny Barron aparece, literalmente, en cientos de discos.
A mitad de la década siguiente empezó su carrera verdaderamente solista, y a afianzar su sonido propio y personal. Siempre más cómodo en el formato de trío, a veces también en cuarteto, Barron muestra en su discografía, sin embargo, una clara inclinación a tocar en dúo, esa forma básica pero tan profunda de comunicación en la música, entre dos instrumentos que construyen sonidos en un diálogo que se va desarrollando a través del desafío mutuo de ideas y frases. Además de los que compartimos hoy, Barron grabó discos a dúo con Stan Getz (saxofonista), Regina Carter (violinista), Mino Cinelú (multi percusionista) y Mulgrew Miller (pianista), entre otros. Vale la pena mencionarlo porque si algo distingue a Barron es su capacidad justamente de escuchar a su interlocutor y de construir verdaderos diálogos a través de la improvisación. Su estilo pianístico no es deslumbrante, no es de esos pianistas que a la primer nota llaman nuestra atención, ni mucho menos de aquellos que despliegan una técnica prodigiosa o que desparraman cascadas de notas a toda velocidad. Más bien todo lo contrario. Barron toca, y estos discos son el ejemplo perfecto, siempre suave, siempre atento, siempre en búsqueda de algo que decir, más que de algo que mostrar.
Con un conocimiento de la tradición pianística en el jazz que podría llamarse enciclopédico, en Barron podemos escuchar influencias de grandes pianistas, en forma sutil y nunca del todo evidente. Ahí están Art Tatum, Thelonious Monk, Ahmad Jamal, algo de Keith Jarrett y sin duda Ellington (que efectivamente, era un gran pianista), pero más allá de estas influencias -al mismo tiempo, inevitables- en Barron todo fluye de forma natural y siempre ubicada, nunca pretenciosa. Esta ausencia de estridencias es una virtud, al igual que su respeto tanto por lo que tenga para decir su interlocutor, como por el silencio mismo. Al estilo de Miles Davis, la economía de lo escaso obliga a Barron a intentar elegir cada nota, en el momento justo y de un modo en que cuando lo escuchamos, puede ser que no nos sorprenda tanto, pero siempre nos reconforta. Fino, sutil, lleno de un swing elegante y controlado, con un toque que parece liviano, y siempre melódico, Barron no aburre nunca.
Night and the City, el disco con Charlie Haden, fue grabado en vivo en un bar de Nueva York, el Iridium, en 1996, y refleja, o reproduce, a la perfección ese momento tan especial: un sótano en la noche, en medio de la gran ciudad, poca gente en mesitas casi pegadas a un escenario más bien chico y casi incómodo, los aplausos de la gente, la luz tenue, el ruido de los platos y las copas de la gente comiendo o tomando algo, y en aquélla época todavía, el humo de los últimos fumadores espesando aún más el aire ya enviciado, hasta convertirlo en una muralla capaz de separar ese reducto del universo entero.
Casi veinte años después, y luego de una gira de varios conciertos por Europa juntos, Barron grabó The Art of Conversation con Dave Holland, también un “fuera de serie”, con una impresionante discografía como sideman y, en especial en los últimos veinte años, como líder de sus propios grupos y tocando sus propias composiciones.
Es interesante el ejercicio de escuchar este disco inmediatamente después del anterior. En ambos el repertorio es parecido: un par de temas originales de cada uno de los participantes, y standards o clásicos. El toque de Barron, su estilo, la impronta que le da a los temas es rápidamente reconocible, pero vale la pena aguzar el oído y tratar de encontrar diferencias cuando toca -dialoga- con uno y otro de los contrabajistas. Del mismo modo en que no siempre hablamos igual con un amigo que con otro, aunque ambos sean cercanos, Barron no toca exactamente igual -más allá de los veinte años de diferencia- con Haden que con Holland. Porque Haden y Holland, además, suenan bien diferente entre sí. Mientras que Haden era tal vez más propenso a las notas largas y pesadas, como sirviendo un anclaje para el pianista y con cierto aire melancólico, Holland tiene un estilo mucho más dinámico, ágil y vigoroso, e incluso más aventurado a la hora de improvisar melódicamente.
Los dos son discos para escuchar al final del día, definitivamente de noche, y por qué no, con una copa en la mano. Aunque en el segundo se extraña un poco el clima “en vivo” del primero, el ambiente más puro y controlado del estudio no va en desmedro de la música, ni, en especial, de la evidente empatía entre Barron y Holland, que llevaban ya en ese momento algún tiempo tocando juntos a dúo, y que les permite construir y disfrutar, ellos y nosotros, tema tras tema, de uno de los ingredientes más vitales en el jazz: el diálogo sincero y espontáneo, donde es importante lo que se toca, pero más todavía lo que se escucha.
Night and the City
https://open.spotify.com/album/0M21M9hddiB5bqM2KinY9Q?si=c8FSkRJ0Qk-qEGH5y0yqyw
The Art of the Conversation
https://open.spotify.com/album/7Blwoot1kZX3VuiIfHI0jT?si=Jt4p8bz3QhmjKR-xv1oWrA
CHARLES MINGUS, MINGUS AH UM. (8/10/20)
Seguramente el momento más decadente del bochornoso primer debate presidencial entre Trump y el demócrata Joe Biden, la semana pasada, tuvo lugar cuando el primero evadió la única respuesta moralmente aceptable a la pregunta que le fue formulada, y eludió condenar a los grupos supremacistas blancos, energúmenos racistas como el Ku Kux Klan o los más modernos pero no menos peligrosos ni desagradables “Proud Boys”. La ventana a la historia que nos ofrece el jazz, deja ver que Trump no fue el primer presidente en evitar la condena pública y categórica de estos grupos racistas que, aunque parezca mentira, siguen existiendo.
Charles Mingus (1922-1979), contrabajista, compositor y una de las figuras más icónicas e influyentes del jazz moderno, era un auténtico mestizo, con antepasados negros, blancos, cherokees, y hasta orientales. Tal vez ese crisol de identidades que habitaba en él haya influido para que el racismo, la lucha de clases, la lucha por los derechos civiles, la historia de sus antepasados, estuvieran presentes en su música y lo llevaran también al activismo político. Me encantaría contar más sobre su vida, pero no hay tiempo para eso. Sí para recomendar algunos de sus discos imprescindibles: The Black Saint and the Sinner Lady (un disco conceptual perfecto); Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus, Blues & Roots, Oh Yeah, Let My Children Hear Music y uno de sus trabajos más representativos de su estilo y de todo lo que simbolizó como figura líder y central en el jazz, Mingus Ah Um, que hoy compartimos.
Grabado en mayo de 1959 con un grupo conformado por tres saxofonistas, un trombón y la sección rítmica con el gran pianista Horace Parlan y el baterista Dannie Richmond, más Mingus en el contrabajo, el disco cuenta con nueve temas, en los que se van desplegando sus ideas y gestos musicales más personales, iluminando el pasado pero también abriendo caminos hacia el futuro. Ya desde el arte de tapa se ve el signo moderno e innovador del disco. Mingus amaba las raíces del jazz, y a sus “próceres”, y así hay temas dedicados a Jelly Roll Morton (uno de los primeros músicos de jazz de New Orleans, de los años 20), Duke Ellington (el más grande y refinado compositor en el jazz), Charlie Parker y Lester Young (dos leyendas del saxo, ambos con trágicos finales), pero, más allá de los nombres, hay en la música de Mingus una constante y modernizadora revisión de las fuentes primarias del jazz: el gospel, la música de las iglesias, los polirritmos, el blues por supuesto, la música de New Orleans, el boogie, y algo a lo que volvía una y otra vez: la improvisación melódica colectiva. A Mingus le gustaba trabajar con sus grupos “en vivo”, con pocos arreglos escritos, tan sólo unas pocas ideas que eran trabajadas entre todos, en una suerte de workshop o taller de trabajo continuo. Esto le imprimía a su música la sensación de estar siempre al límite, de riesgo, de desorden creativo, y a la vez de ser siempre espontánea, sincera, brutal. Por eso es tan frecuente escuchar los gritos de Mingus en las grabaciones, alentando, incitando y provocando a sus músicos.
Unos pocos años antes de que grabara este disco la Corte Suprema de los EE.UU. había comenzado el largo proceso para poner fin a la segregación racial en las escuelas, a través de un famoso fallo de 1954, (Brown vs. Board of Education) en el que estableció que la política “separados pero iguales” con la que se justificaba que los niños negros no fueran a las mismas escuelas que los niños blancos causaba serios daños psicológicos creando un sentimiento de inferioridad, y que debía terminar porque iba contra el principio de igualdad consagrado en la Constitución.
Los estados del sur, racistas y segregacionistas, no estaban dispuestos a aceptar lo decidido por la Corte, y hubo numerosos casos de desobediencia civil, de una forma en que no ocurría desde la Guerra Civil (1861-1865) entre los estados del sur y los del norte. Directores de escuela, policías, políticos, y hasta gobernadores se negaban a admitir niños negros concurriendo a escuelas para blancos. Uno de los más recalcitrantes fue el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, que anunció en la televisión que “iba a correr sangre en las calles” si nueve chicos pretendían al día siguiente empezar las clases en una escuela para blancos. Dijo, y de hecho lo hizo, que iba a movilizar a las tropas de la Guardia Nacional para que rodearan la escuela y les bloquearan el paso a los chicos negros. El país estaba pendiente de lo que iba a ocurrir en esa pequeña localidad llamada Little Rock. Le preguntaron al presidente Eisenhower si iba a hacer cumplir la ley, a lo que respondió: “No importa lo que yo haga. Es difícil a través de la ley o de la fuerza cambiar lo que siente un hombre en su corazón”. Se refería, claro, a esos hombres para los que, “en su corazón”, era imposible concebir que negros y blancos fueran juntos a clase.
A la mañana ocho de los nueve chicos se presentaron en la escuela, y a pesar de las cámaras de televisión, y delante de la Guardia Nacional, de milagro escaparon de ser linchados por una muchedumbre enardecida. Las imágenes de estos energúmenos, en esencia los mismos supremacistas blancos que Trump no condenó la semana pasada, persiguiendo a chicos de 13 y 15 años llevaron la situación a un punto extremo, y finalmente Eisenhower movilizó al ejército federal para garantizar que al día siguiente los chicos pudieran ir a clase, en esa misma escuela (antes de eso, Louis Armstrong, en general de perfil bajo en cuestiones políticas, había dicho públicamente que “el Presidente Eisenhower no tiene agallas”, aludiendo a su falta de acción respecto a lo que estaba pasando).
En Mingus Ah Um hay un tema, ya hacia el final del disco, de poco más de ocho minutos, de tono sombrío y lúgubre, pero también con melodías casi como de circo o vaudeville, en tono satírico y de sorna, titulado Fables of Faubus (Fábulas de Faubus), que Mingus dedicó al gobernador de Arkansas. La música es perturbadora y el clima, al igual que los solos improvisados, se mueve entre lo absurdo y el sinsentido, destilando una sensación de opresión a lo largo de todo el tema. Que tenía una letra que era “cantada” en una suerte de diálogo a los gritos entre Mingus y su baterista… pero que el sello Columbia no los dejó incluir, y el tema quedó en versión instrumental.
Tiempo después se registró una versión en vivo, que sí incluyó la letra (y que fue editado por otro sello):
Oh Lord, don´t let them shoot us
Oh Lord, don´t let them stab us
Oh Lord, don´t let them tar and feather us
Oh Lord, no more swastikas!
Oh Lord, no more ku kux klan!
Name me someone ridiculous
Governor Faubus!
Why is he sick and ridiculous?
He won´t permit integrated schools
Then he´s a fool!
Boo! Nazi Fascist supremacists/Boo! Ku Kux Klan!
Mingus Ah Um es una maravilla de sonidos, de swing, de ritmo, de melodías que se entrecruzan, de estados de ánimo que se van alternando por momentos formando remolinos estridentes de emociones encontradas. Es también un homenaje a los grandes que habían ya dejado su huella en el jazz, y es también un adelanto de varias cosas (en el plano musical y en el político) que irían a explotar con furia poco tiempo después, cuando empezara a aparecer el free-jazz y el movimiento por los derechos civiles alcanzara su pico máximo. Y también es un recordatorio, a través de ese ya legendario tema 7 del disco, de lo que pueden la estupidez y la vileza humanas. Aunque los jueces y finalmente el Presidente impusieron la ley y muy, muy de a poco unos valientes chicos negros empezaron a mezclarse con chicos blancos en las escuelas, el nefasto Faubus siguió ganando las elecciones y fue reelegido cuatro veces seguidas como gobernador por el estado de Arkansas.
Mingus Ah Um completo:
https://open.spotify.com/album/4Z8nWz3dGybOP7lhMZpcOo?si=bgbZW0J6QoOTpd0BOE4Agw
La versión que incluye la letra, llamada luego Original Faubus Fables
https://open.spotify.com/track/4RIgxKmda7Pp8TfpIsqT3a?si=xe1f67pzT9Oc8bzfYO08AQ
ARTEMIS, ARTEMIS. (1/10/20)
Hasta hace no mucho tiempo, las mujeres tenían dos posibilidades para dedicarse al jazz en forma profesional: cantar o tocar el piano. En algunos casos notables, las dos cosas juntas (Nina Simone, Shirley Horn, más recientemente Diana Krall o Norah Jones), pero… tocar el saxo, o la trompeta, el contrabajo o (peor!!) la batería? Imposible. Habría que ver con más detalle por qué se aceptaba sin problemas que una mujer tocara el piano y cantara, pero no que tocara el saxo tenor, por ejemplo.
Para un ámbito como el jazz, precursor en fomentar la integración racial cuando en otras músicas era todavía directamente impensable, allá por los años 30, parece aún más difícil de comprender. Tal vez se relacione con aquéllo que, a mi humilde entender, llevó a la derrota electoral a Hillary Clinton contra Donald Trump por la sucesión presidencial de Barak Obama: EE.UU. podía (y pudo) aceptar un presidente negro, pero una presidenta mujer… todavía no.
Digresiones al margen, hace tiempo ya que siguiendo y ampliando los pasos de pioneras como Carla Bley o Maria Schneider (ambas compositoras, arregladoras y directoras de sus propias orquestas), y la gradual caída de ciertos prejuicios tales como que el sonido de un saxo tenor es -y debe ser- “masculino” per se, cada vez más mujeres empezaron a hacerse visibles en el circuito jazzístico, liderando sus grupos y tocando distintos instrumentos, tanto en EE.UU como en Europa (en nuestra escena local tenemos a la excelente Yamile Burich, multi-saxofonista, de quien ya reseñaremos alguno de sus discos).
Esta larga introducción es para presentar un disco que acaba de ser lanzado, de un grupo que aunque lleva ya algunos años tocando en vivo viene, esperemos, a terminar con esos prejuicios y comparaciones entre mujeres y hombres tocando jazz. Seguramente el éxito en este sentido dependerá de si la economía siempre frágil del jazz les permite mantener el grupo el tiempo suficiente para que dejen de llamar la atención por este detalle y sólo lo hagan por su música, que es excelente.
Aunque no es el primer grupo exclusivamente formado por mujeres (la DIVA Jazz Orchestra fundada hace ya un par de décadas sigue en actividad, por ejemplo) lo que distingue a Artemis es que todas sus integrantes, incluso las más jóvenes del grupo, la saxofonista chilena Melissa Aldana y la contrabajista japonesa Noriko Ueda, llevan muchos años y muchos discos como solistas y líderes de sus propios proyectos, especialmente la directora y tal vez “fundadora” del grupo, la pianista canadiense Renee Rosnes, quien lleva grabando discos propios hace más de treinta años, pero también la clarinetista israelí Anat Cohen, la cantante Cecil McLorin Salvant (norteamericana, residente en París, ganadora de tres Grammys), la trompetista también canadiense Ingrid Jensen y la baterista norteamericana Allison Miller, quienes también han incursionado como sesionistas en bandas de rock y de pop. Además de diferentes edades y trayectorias, el grupo reúne también un combo interesante de nacionalidades y culturas, aglutinadas todas, cuándo no, en la escena newyorkina.
El repertorio incluye varios temas originales; cinco de las siete integrantes contribuyen con temas propios, arreglados junto a un par de clásicos por Rosnes y Jensen.
No siempre la calidad individual asegura que el sonido colectivo sea necesariamente del mismo nivel, pero acá la cohesión y el compromiso de todas las integrantes de Artemis logra un sonido grupal sin fisuras, sin sobrecargas, sin falsas modestias y sin superposiciones de talento, dando lugar para que cada una brille ampliamente y haga brillar al resto. Así, el grupo se mueve con la misma comodidad en las piezas más rápidas y swingueras, como en las de medio tiempo y en las baladas. El tema que abre el disco, escrito por Alison Miller, The Goddes of the Hunt, anuncia lo que vamos a escuchar a lo largo de todo el trabajo: una sección rítmica poderosa, repleta de swing, algo de misterio entre lo que se muestra y lo que se sugiere, con solos yuxtapuestos de Jensen (trompeta) y Aldana (saxo tenor), que suben en intensidad para que después Cohen (clarinete) y Rosnes (piano) vayan cerrando con melodías angulares, precisas, eludiendo los lugares comunes y cerrando la improvisación colectiva con la misma energía que había empezado.
Los dos temas cantados, un clásico medio olvidado de los años 40, Cry, Buttercup, Cry, y If It´s Magic, de Stevie Wonder, muestran el espíritu ecléctico de Artemis a través de Cécile McLorin Salvant, quien se integra a este grupo de grandes solistas con aplomo, y muestra la gran cantante que es (vale la pena explorar sus discos) apropiándose en versiones originales de estas dos canciones más bien melancólicas.
Ha sido un acierto haber grabado el disco luego de un par de años de conciertos, incluso con apariciones en lugares como el Carneguie Hall, porque lo que se escucha es un grupo consolidado, que tiene claro cómo quiere sonar y que va mostrando su personalidad, elegante, arrojada y convincente, tema tras tema, con variedad de ritmos, colores y estados de ánimos que logran mantener el interés a lo largo del disco. Tal vez el tema que mejor ilustra el “tono” de Artemis sea la versión de ese clásico del post-bop de los 60, The Sidewinder (para quienes no lo conozcan por el nombre, cuando lo escuchen seguro lo reconocen) de Lee Morgan (otra digresión: hay un buen documental sobre este trompetista en Netflix, I Called Him Morgan, que vale la pena ver). Mientras que la versión original es un arrebato de swing que invita a bailar (como se bailaba en los 60, no como ahora), Artemis encara el tema con un swing mucho más relajado, casi tirando el tempo hacia atrás, mostrando que no hay ningún apuro y dando lugar para que Aldana en el saxo tenor, Cohen en el clarinete y Jensen en la trompeta construyan entre las tres un único y gran solo dialogado, como una verdadera conversación a la que después se suma Rosnes desde el piano.
Artemis es a la vez un gran grupo del mejor jazz moderno y un gran disco, y confiemos, como dijo Rosnes hace poco en una entrevista, que pronto el hecho de que sea un grupo de jazz sólo de mujeres sea un dato totalmente irrelevante, que ni merezca mención, tal como ocurre y ocurrió siempre con los grupos sólo de hombres.
https://open.spotify.com/album/2NHS9RKnUaFqVU13hHgDAP?si=tCwJjkzJQICLel_ZBQmdIQ
Foto: Francis Wolff
JOHN COLTRANE, A LOVE SUPREME. (24/9/20)
Ayer se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de John Coltrane, en 1926 en Hamlet, Carolina del Norte, y el dato nos sirve como excusa para hablar de uno de sus discos fundamentales.
La historia del jazz, siempre moderno, siempre innovador, está llena de “revolucionarios”, de músicos que en su desarrollo individual y en la búsqueda de su propio estilo o sonido se vieron obligados, a veces consciente y otras inconscientemente, por razones estéticas, musicales, políticas o espirituales (o todas juntas también, como el caso de Coltrane) a romper con los moldes, con los estándares del momento, con las reglas aceptadas respecto de qué estaba bien y qué estaba mal.
John Coltrane murió muy joven, con apenas 41 años, y los últimos diez años de su vida le alcanzaron para revolucionar la música, el jazz, al menos dos o tres veces, a tal punto que en algún momento dejó de llamarla así y empezó a usar el término “New Music”.
Para los que no lo conocen tanto, un par de datos: antes de comenzar su carrera solista, Coltrane había tocado ya con Thelonious Monk pero, sobre todo, con Miles Davis, y de hecho tiene un rol central en Kind of Blue (1959) el disco más célebre del trompetista y uno de los más vendidos en la historia del jazz, una joya de punta a punta, imperdible.
A pesar de haber producido una música tan maravillosa, en un punto Coltrane y Davis se volvieron incompatibles. Davis se ponía impaciente ante los largos solos de Coltrane, y así fue que una vez (contó Davis años después) cuando le preguntó ofuscado porqué había sido tan largo su solo, Coltrane simplemente le dijo “necesité todo ese tiempo para decir lo que quería decir”.
Al formar su propio grupo Coltrane liberó por completo esa energía a raudales, contenida en los grupos dirigidos por otros, y así fue cómo, justo cuando venció y dominó por sí solo sus problemas con las drogas, empezó a nacer uno de los músicos más venerados en el Panteón del jazz. Como en tantos otros casos, la liberación de las drogas dio lugar a un “renacimiento” espiritual y a un acercamiento religioso. En el caso de Coltrane, además, esa búsqueda espiritual tuvo como vehículo a su música, música negra del Sur profundo de los Estados Unidos, embebida tanto en los blues como en los spirituals y en la música gospel de las iglesias baptistas, a lo que Coltrane le fue sumando técnicas y sonidos modernos, propios del Free-jazz, y un estudio obsesivo de escalas modales y de la música hindú.
Por eso es que, si tengo que recomendar un disco de Coltrane, y cometer la injusticia de relegar tantos otros, también quizá imprescindibles en su discografía, ese disco es A Love Supreme.
Grabado en 1964 con su legendario cuarteto (McCoy Tyner en piano, Elvin Jones en batería y Jimmy Garrison en contrabajo), es una suite en cuatro movimientos, perfectamente hilvanados y orgánicamente construidos alrededor de un patrón rítmico que se repite y aparece una y otra vez, como un mantra.
La estructura de la obra es perfecta, como también su duración: apenas poco más de treinta minutos (lo cual debió haber sido un esfuerzo de auto-contención para Coltrane, que a veces, en vivo, llegaba a tocar hasta tres horas seguidas) en los que el cuarteto alcanza, guiados por el líder, una condensación perfecta y arrasadora de swing, ritmo e improvisación melódica, con Coltrane desplegando ese sonido robusto, encantador y poderoso que hace imposible permanecer indiferente a su llamado.
Porque eso es en definitiva A Love Supreme: un llamado desgarrador y urgente, aunque no por eso menos hermoso y delicado, lleno de sutilezas que hay que descubrir como en toda obra compleja tras escuchas reiteradas. A través de la magnífica dinámica con la que avanza el cuarteto durante toda la obra (Elvin Jones es un motor repleto de swing e ideas rítmicas casi sin descanso), se va desgranando, con un sonido moderno y que abre puertas hacia el futuro, la esencia misma del jazz, o tal vez mejor dicho de sus raíces, a través de una larga plegaria que culmina con un final abierto.
Coltrane graba este disco en pleno auge del movimiento, de la lucha, por los derechos civiles en EE.UU., cuando ya se empezaban a conseguir algunos logros pero cuando faltaba tanto, tanto por hacer. Coltrane era bien consciente de esa lucha y hablaba claramente al respecto; estaba convencido que hacía un aporte concreto a través de su música, y de hecho se convirtió en aquellos años turbulentos en un faro que marcaba el rumbo para toda una generación de músicos contemporáneos y que venían detrás de él.
Por eso es que la última dimensión de A Love Supreme excede la búsqueda espiritual y la consagración religiosa explícita de Coltrane, y se proyecta colectivamente como una obra propia de su tiempo y comprometida con sus circunstancias.
Un pedido, y una yapa: no pongan A Love Supreme “de fondo”… escúchenlo, y fuerte si es posible. Escuchen el sonido implacable de Coltrane, escuchen los solos del contrabajo, y los platillos de la batería. La yapa: grabado unos años antes, My Favorite Things, otro gran disco de punta a punta, cuando todavía Coltrane tocaba standards. El cuarteto ya sonaba como lo que iba a ser: uno de los mejores grupos de jazz de todos los tiempos (Elvin Jones en la batería suena increíble!) y la versión del tema que da título al disco, un clásico de la película The Sound of Music (La novicia rebelde) sin duda vaticinan al Coltrane que vendría después, esa mezcla de ternura y ferocidad que tan pocos como él pudieron lograr.
CHARLES LLOYD & THE MARVELS + LUCINDA WILLIAMS , VANISHED GARDENS. (17/9/20)
Aunque para algunos este disco que reúne al saxofonista Charles Lloyd (1938), una de las últimas “leyendas” vivas y en actividad del jazz, con la cantante de folk y country Lucinda Williams (1953) pudiera a simple vista parecer una rareza, apenas se lo empieza a escuchar todo resulta totalmente natural, espontáneo, de una profundidad inquietante pero a la vez tranquilizadora. Si bien Lloyd está absolutamente identificado como un saxofonista de jazz, y por eso tal vez la sorpresa ante este disco con una cantante country, esa categorización es en realidad precaria, casi injusta, podría decirse. Para muchos, Lloyd fue, ya a partir de los años 60, uno de los primeros músicos en incursionar en esa otra categoría (también tan discutible, al menos en su denominación) que es la World Music.
Sería imposible y pretencioso tratar de hacer aquí un semblante de la carrera de Lloyd, prolífica y documentada en una enorme cantidad de discos, todos muy recomendables (cada uno habrá de encontrar sus preferidos, pero sin duda TODOS los que grabó para el sello ECM son, para el que le guste su sonido, imperdibles). Baste con decir que empezó tocando blues en Memphis, donde tocó siendo aún muy joven con verdaderas leyendas como Howlin´ Wolf o B.B. King, que luego se volcó al jazz, donde rápidamente se colocó a la vanguardia con un sonido y estilo propios, en los que el blues más rural se entremezcló con las influencias de Charlie Parker, Duke Ellington o Lester Young. En los 60 formó su propio cuarteto, en el que incluyó a un jovencísimo Keith Jarrett, y fue uno de los primeros músicos de jazz en tocar en la Unión Soviética y en otros países detrás de la Cortina de Hierro (en épocas en las que el jazz todavía estaba prohibido en esos regímenes). Parte de aquélla gira quedó registrada en el álbum grabado en vivo Charles Lloyd in the Soviet Union.
Algunos años después Lloyd dejó la escena para un prolongado retiro espiritual, que lo llevó a incursionar en la filosofía, el pensamiento y la meditación budistas; se mudó a la Costa Oeste donde tocó y grabó con todo tipo de músicos, no necesariamente vinculados al jazz, como The Doors o los Beach Boys, por ejemplo. A principios de los 90 firmó contrato con el sello ECM, y grabó una serie de discos maravillosos, todos fascinantes, y en los que encontró finalmente todo lo necesario (los músicos que lo acompañaron, el productor, su desarrollo personal) para alcanzar su máximo potencial creativo. En otra oportunidad habrá que reseñar estos discos también, sin duda.
Lloyd es de esos instrumentistas que uno reconoce a la primera nota que toca, su sonido en el saxo tenor (su principal instrumento, aunque también toca la flauta y otros instrumentos de viento orientales) es suave, dulce y profundo, en la etapa ya madura de su vida mucho más melodioso y si bien sigue siempre explorando y buscando nuevas formas de expresión, libre de estridencias o notas superficiales.
Como dijo un crítico hace un par de años a propósito de otro disco de Lloyd, su música está en un permanente “estado de gracia”, descripción también atinada para este trabajo tan original como encantador.
Este disco lo encuentra con The Marvels, un grupo de figuras de primer nivel cada uno con su propia carrera solista, especialmente el gran guitarrista Bill Frisell, que completa con sus toques de folk-jazz el sonido perfecto para la voz de Lucinda Williams, una voz poderosa e intensa, gruesa y rasposa, de registro bajo y a veces casi nasal, que no le teme a la crudeza de varias de las letras (todas suyas, excepto una). Todo el repertorio del disco es interesante y atrapa a quien lo escucha desde las primeras notas. Tal vez We´ve Come Too Far To Turn Around (“Hemos llegado muy lejos para volver atrás”) condense por sí sola el espíritu del proyecto. Abre el tema Lloyd, solo con el saxo, con líneas bien amplias, ambiguas, con aires claramente orientales para, casi de manera imperceptible, desembocar en un blues recio y crudo. Como la letra misma, escrita por Williams, amarga, realista y dolorosa (“We have stared into the eyes of the evil/We have slow danced with the devil/We have sat down at his table/And shared with him in the feast) pero no por ello menos decidida a seguir adelante y terminar el trabajo (“We are weary of these trials/Of tribulations, we are tired/But we have come too far to turn around/ We are here to bear witness/To this monstrous sickness/We have come too far to Turn around”). No está claro cuándo escribió Williams esta canción… pero sí que tranquilamente podría estar hablando de esta época tan particular que nos toca transitar.
También es clave para el sonido del grupo Greg Leisz, con su pedal steel guitar (esa especie de guitarra ensamblada sobre una mesa, y que se toca sentado, típica en la música country y también en el blues).
El disco alterna entre piezas instrumentales y canciones escritas por Williams, con dos joyas reservadas para el final, de esas para atesorar: una versión a dúo entre Lloyd y Frisell de Monk´s Mood, del gran Thelonious Monk, y una versión de Angel de Jimmy Hendrix, en la que Williams se suma al dúo, para ofrecer una versión casi desgarradora de este clásico. Hendrix nunca sonó tan triste como en la voz de Williams y en las austeras frases de Lloyd y Frisell.
El sonido suave, elegante, profundo y dulce de Lloyd hace un contrapunto perfecto con la voz de Williams, y por eso es tan placentero escucharlos juntos, especialmente cuando Lloyd toca detrás de Williams, rellenando sus silencios, adornando sus fraseos, o incluso suavizando con su saxo la dureza de la letra y de su voz. Toda esta experiencia, junto a un grupo que bien merecidamente se llama The Marvels, logra un balance complejo, entretenido y estimulante de principio a fin, tanto como el cruce sutil, armonioso, un tanto melancólico y sofisticado del folk y el country con el jazz, que nos regala este trabajo
DEXTER GORDON, NIGHTS AT THE KEYSTONE. (10/9/20).
No podíamos iniciar esta sección con un disco cualquiera, tenía que ser un disco especial. Por eso, y porque es nuestro saxofonista favorito, elegimos Nights at the Keystone, de Dexter Gordon, que en realidad, originalmente, no es sólo uno, sino tres discos! (aunque ahora en spotify aparece todo el material de los tres discos junto, bajo el mucho menos atractivo título The Capitol Vaults Jazz Series.
Se trata de una colección de grabaciones en vivo, tomadas en el legendario club de jazz de San Francisco The Keystone Korner, en distintas noches entre mayo de 1978 y marzo de 1979, con el que seguramente haya sido el mejor grupo de Gordon: George Cables en piano, Rufus Reid en contrabajo y Eddie Gladden en batería. Solamente por la precariedad de la vida económica de los músicos de jazz se puede entender que un músico enorme como Gordon recién pudiera tener su propio cuarteto estable ya con más de cincuenta años (y que además, sólo lo haya podido mantener por menos de dos años).
Después de casi quince años de exilio en Europa, donde había buscado refugio de sus problemas con las drogas y la cárcel, en 1976 Gordon regresa a Estados Unidos (evento registrado en el álbum Homecoming) y ante el éxito de sus primeras apariciones y la calurosa bienvenida tanto del público -que lo empezó a redescubrir luego de sus años en Europa- como de la crítica, había llegado el momento de que formara su propio cuarteto -sin duda el formato que mejor le sentaba- y emprendiera una etapa de cierta estabilidad, con grupo propio y giras programadas. El Keystone Korner pasó a ser una suerte de “base de operaciones” a la que volvía con frecuencia, y de allí que estos tres volúmenes registren diversas noches a lo largo de casi un año con ese cuarteto maravilloso.
El sonido de las grabaciones es excelente, no sólo en cuanto a la música sino porque reproduce el ambiente tan particular del club de jazz, en el que se escuchan los aplausos y a veces gritos de un público no tan numeroso pero sí totalmente compenetrado con la música, y se puede escuchar el vozarrón cómplice y por momentos chistoso de Dexter anunciando algunos temas.
La “sección rítmica” que conforman Cables, Reid y Gladden es simplemente perfecta, con un swing en su punto de equilibrio justo que combina por igual la intensidad rítmica con el lirismo necesario para que Gordon exhiba, tema tras tema, su verdadera, gigante y tan singular dimensión. El repertorio está compuesto por algunos temas propios y por standards, algunos de ellos clásicos como Body and Soul, Sophisticated Lady, You´ve Changed o As Times Goes By. Las versiones son largas, ningún tema dura menos de diez minutos y algunos llegan casi a los veinte. Lo que indica que Dexter encontraba en estas sesiones el estímulo necesario para desplegar, con su sonido vigoroso, lleno de swing, su marca más distintiva: su capacidad de inventar e improvisar líneas melódicas con total comodidad, como quien discurre entre amigos o en un ambiente en el que está totalmente relajado, con confianza como para dejar que las ideas fluyan libremente. Y las ideas melódicas de Dexter eran realmente algo serio; cuando estaba inspirado, como evidentemente lo estaba junto a este cuarteto y a estos músicos, las melodías simplemente parecían brotar de su saxo, de manera ininterrumpida, de una manera siempre coherente, siempre conmovedora. Los largos solos de George Cables son también piezas elocuentes del mejor jazz, y un buen contrapunto para la exuberancia sonora de Gordon, a quien sin duda le daba no sólo descanso sino también inspiración.
Y luego están las baladas, en las que cada nota cuenta, cada frase tiene que tener un sentido, cada cosa que se “dice” es escuchada con claridad, y quien “habla” queda expuesto. Era en las baladas donde la imaginación y toda la sensibilidad de Dexter brillaban con profundidad y delicadeza a la vez, logrando un resultado simplemente conmovedor.
Todavía quedaban para Dexter algunos años productivos por delante, y la maravillosa actuación como protagonista en la deliciosa Round Midnight, película del director francés Betrand Tavernier (actuación por la que incluso estuvo nominado al Oscar), pero estas grabaciones lo encontraron en lo que haya sido seguramente su pico artístico en muchos años, todavía con su fortaleza física y su inventiva intactas, pudiendo profundizar en su arte con todas las ventajas que le daba este cuarteto: no sólo por la enorme calidad de sus músicos, sino porque el entendimiento mutuo que se forja en un grupo por el simple hecho de tocar regularmente, en una música donde la improvisación tiene un rol clave, es un valor agregado único, que potencia las cualidades de cada uno de los integrantes. En una música compleja pero simple a la vez, llena de color y sentimiento, de swing, de melodías y de fraseos por momentos casi recitados, el genuino disfrute de Gordon y de sus músicos es evidente a lo largo de los tres discos.
Para quien ya conoce a Dexter Gordon, estas grabaciones serán sin duda un deleite, y para quien nunca lo escuchó, la puerta de entrada al universo maravilloso de un músico único, irrepetible.